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domingo, 20 de marzo de 2011

La lluvia convocada o Transmigración de las piedras (sobre la creación poética)

La poesía es el arte de esperar; podría decirse. Pero esta ecuación, que en principio seduce, cae rápidamente desmentida por esta otra certeza: la mera espera es siempre infecunda o infeliz. Y entonces... El concepto de espera es válido pero hay que precisarlo. En el otro extremo de las disposiciones estéticas se halla el verbo forjar, que supone trabajo a destajo, fuerza férrea frente a la resistencia, hierro en la voluntad, materiales rebeldes, sudor, chispas y olor a galpón. Esta ética de la creación no parece ser madre de gran poesía. Ni forjar ni esperar. Y entonces... Que la poesía sea hija de la Inspiración supone una idea de Trascendencia.  Salvo que pongamos los nombres en minúscula, de modo que algo simplemente externo al poeta ilumine el acto creador. Esa idea es tan cierta como banal. Que algo que no es exactamente mi voluntad colabore en el acto creador es, hoy, tan ampliamente aceptado como descarnado y vacuo. También acá hacen falta algunas vueltas. Ni esperar ni forjar ni inspirarse. Y entonces...
     Voy a ayudarme con una imagen. Me gusta pensar la maquinaria poética como una mano que sin cesar tira piedras, cuya caída nunca se produce o al menos no es objeto de espera. Es una imagen ciertamente fantástica puesto que rompe las reglas de lo real. Pero insisto con la escena. La creación poética también desdice las lógicas más cotidianas. Una mano, entonces, que lanza piedras que no caen. Y la poesía dónde está. En otro lado, sin duda. Pero no ajena a esta rutina. Porque las piedras que no caen, no son piedras que se pierden. Y hay algo de mentira en decir que no son objetos de espera. El poeta simplemente espera la desfiguración de la piedra, su trasformación, su reencarnación en los casos más extremos. Por otro lado, nunca sabe de dónde vendrán ni cuándo ni cómo las piedras que no sin fingida indiferencia ha lanzado. Y entonces...
     La poesía es el arte de arrojar piedras como al descuido y esperar sin ansia pero con deseo que al fin nos llueva. Cuál es el contenido de la lluvia será en parte culpa de la piedra arrojada, será en parte culpa del tiempo de la espera, será la manera de arrojar, será la mano, será la intensidad, los modos, serán incluso los caprichos de la lluvia.
     Nunca se empieza un poema. Es que siempre ya se ha empezado. La datación es la de la escritura, no la de la concepción. La creación poética es un estado, no un fenómeno. El poetizar es una manera de estar en el mundo, una posición del cuerpo ante la experiencia, ante la existencia incluso. La forjación es previa y posterior a la revelación. La poesía ya está. El sudor es tan necesario como secundario. La voluntad y la pericia se someten a la lluvia que ya pasó. Después de la lluvia el tiempo es menos ansioso y más la patria de los relojes. El artesano trabaja la descendencia remota de las piedras que él mismo, cuando fue poeta, arrojó durante siglos. Antes y después la poesía es un arte de taller, de panadería, de galpón. Y otra cosa. Casi siempre la lluvia sabe dónde caer. Podrá de golpe llover a cántaros o venir en gotas. Lo que importa es la constancia, la insistencia, la falta de resignación de la mano. La fortuita o atinada puntería. Y la fe ciega de que algún día nos lloverá.  

domingo, 13 de marzo de 2011

La histeria de la palabra poética

Je suis caché et je ne le suis pas
(Arthur Rimbaud)


Las palabras nunca son lo mejor para estar desnudos
(Luis Alberto Spinetta)

Poesía eres tú
(Gustavo Adolfo Bécker)

Como buen maestro que fue, Freud recurrió a la metáfora. Dijo: la histérica es esencialmente dos cosas: puritana y puta. Pero todo a un tiempo. Supo ser más gráfico. La histérica usa ambas manos en simultáneo: con una se levanta la pollera, con la otra se cubre. De haberle dado la cronología, hubiera adjuntado la postal de Marilyn a su reveladora metáfora. Luis Alberto Spinetta también fue metafórico. Dijo inolvidablemente: “las palabras nunca son lo mejor para estar desnudos”. Nunca son lo mejor, pero aspiran a la desnudez. O, siguiendo la imagen de Freud, tienen vocación de putas, pero naturaleza de puritanas. Son, digamos, decentes a fuerza de no poder. La metáfora de la desnudez también la utilizó Tamara Kamenszain: “la poesía es un acto de nudismo”. Claro que fallido. Eso lo sabe ella hasta el cansancio.
     Una vez leí en algún lado un fallo sobre la poesía (con forma de definición) que revelaba: “la poesía es un dolor mal disimulado”. Esta, a diferencia, creo yo, de las anteriores, es ante todo, una toma de posición. Pero también creo que puede ser leída a la luz de la mayor parte de la poesía moderna. Un dolor que se disimula mal. Que se nota. Un dolor que se le ve. Como a Marilyn.
     Estas palabras reunidas, asociadas, me llevan a otra manera más (otra metáfora más) de pensar a la palabra poética. El comportamiento de la poesía es alta, incómodamente histérico. Y hay dos formas de pensarlo. Una histeria es inherente. Por más que quiera, las “palabras de este mundo”, al decir de Pizarnik, no llegan al mundo. Es una patología del lenguaje. Pero más que esa imposibilidad en la que han creído todos los grandes poetas modernos, o quizá por esa fe, la poesía, condicionada o no por su impotencia, se ha comportado histéricamente, redondeando, de Rimbaud para acá.
     Lúbrica y pura, como la luna de Lorca, la palabra muestra y tapa, se asoma y se esconde. Todo a una vez. Esta histeria de la poesía ha creado, como contraparte, un lector con paciente avidez. Al resto lo ha espantado o ha muerto, la poesía, en sus manos. Es un lector que se queda en la superficie (cuando aprende, goza allí) hasta que las palabras le abran un hueco para entrar y entender. El lector moderno casi nunca claudica, casi nunca deja de creer en un sentido, pero ha aprendido a (des)esperarlo. La lectura se hace sinuosa, desesperante. La sabiduría de las palabras está en la promesa, como buena histérica, en dejarse levantar la pollera, como Marilyn, para excitar la esperanza. La contrapartida, por supuesto, es la histeria del lector. Su deseo histérico. Que ya no acepta la prostitución ni la castidad por separadas. Espera a Venus cuando aparece Diana y a Diana cuando aparece Venus. Es el voyeur que espera durante horas que se deslice un bretel pero que no soporta la caída. No la perdona.
     La oscuridad de la poesía nunca es total, más allá del proyecto del poeta. La función poética, pensado en términos lingüísticos, no se hace con una mano sola, como pensaba Jackobson. La palabra les juega una mala pasada tanto a los que reniegan de su sentido como a quienes le creen sin sospechas. La palabra poética es un escarnio para creyentes y agnósticos. Sus dos caras no se despegan. No se niegan. No se contradicen. Nunca es la mejor manera de estar desnudos. Tampoco es la mejor manera de estar vestidos. Es como una moneda que rueda de canto pero que va tropezando y a veces es cara y a veces es seca. El lector ha aprendido que nunca cae. Y si cae pierde el poema.
     Los dos extremos se han intentado. No creo que ninguno haya sido feliz. Ni siquiera creo que, bien entendido, hayan sido posibles. (El surrealismo no ha creado un solo poema bueno pero sí, significativamente, centenares de buenos poetas) Desde Rimbeau la poesía viene queriendo decir algo. Que no lo diga, primero es una impotencia, luego una sensualidad necesaria. Sospecho que quiere decir algo muy importante porque si no ya lo hubiera dicho. La trivialidad es un camino accesible para el lenguaje. También sospecho que no quiere decir nada muy importante porque si no ya hubiera desistido. O bien porque ya entendió, como Cernuda, que “detrás del fondo no hay fondo”. O lo que hay no es nada del otro mundo. Como Marilyn.    

Arte extracto (ni figurativo ni abstracto)

El arte es mimesis. Eso es casi seguro. Quiero decir, el arte es mimesis más en el amplio sentido griego de la palabra (“imitación”, a secas) y menos en el restringido sentido platónico de la misma, esto es, “imitación de la realidad”, de lo sensible, como lo dejó asentado, sentenciado, en su fundacional, y acaso fundamental, pero seguro fundamentalista libro X de su soñada y ambiciosa República.

     El arte es mimesis. Casi siempre, creo. El arte es re-presentación, es volver a presentar, es re-traer, es volver a traer, es re-lato, en su sorprendente y sabio sentido etimológico: re-lato (formado con el verbo latino fero, traer), traer de nuevo. Narrar, contar, es repetir, traer una vez más.
     Y es acá quizá (y ojalá) donde viene uno de los costados interesantes del asunto, o mejor, de plantear de este modo el asunto. Si el arte es volver a traer, si el arte es relato, debemos señalar dos cosas, que son dos lugares. Se supone que si algo se “lleva” de un lugar a otro, entonces habrá un lugar de partida y un lugar de llegada. Determinemos entonces cuáles son esos dos lugares. Vayamos a lo claro. Si, pongamos por caso, a Flaubert se le hubiera ocurrido escribir una novela, parte de la cual transcurre en el Ruán de mediados del siglo XIX, entonces el narrador de dichos episodios deberá reconstruir (volver a construir) esa población rural francesa en su novela. Entonces; el ejemplo nos sugiere con simplificada claridad algunas respuestas a nuestros interrogantes. El punto de partida, en este caso, es obviamente Ruán, la población rural francesa de la que escribió Flaubert pero también la ciudad en la que el mismo Flaubert nació. Un punto en el mapa, un sitio que atañe a los cartógrafos y a los profesores de geografía europea, un lugar físico, un montón de tierra edificada y poblada que los hombres llamamos ciudad. Ruán.
     En cuanto al segundo punto, al de llegada, también el ejemplo nos acerca una respuesta. Un libro. Esto es, la ciudad de los cartógrafos ha sido re-construida, re-traída, sobre papel, re-presentada, en tinta, en dicho lugar. Un libro.
     Dicho esto, pasamos en blanco. Si hay mimesis, entonces hay dos lugares, forzosamente, el uno de partida, el otro de llegada. El primero, en nuestro ejemplo, es “real”, original, es Ruán, el segundo es copia, es un libro.

     Claro que si yo diera por terminadas mis líneas acá, sería justamente acusado, por lo menos, de estrecho, de falto de información, de adolecer de casi más contraejemplos que de ejemplos, de abusador incluso de las ideas ajenas, etc. Entre otras cosas por ello, continuaré mi reflexión hasta llegar a un resultado un poco más, digamos, verdadero o por lo menos, útil.
    
El arte es mimesis. Eso es casi seguro. Quiero decir, el arte es mimesis más en el amplio sentido griego de la palabra (“imitación”, a secas) y menos en el restringido sentido platónico de la misma, esto es, “imitación de la realidad”, de lo sensible, como lo dejó asentado, sentenciado, en su fundacional, y acaso fundamental, pero seguro fundamentalista libro X de su soñada y ambiciosa República.
  
     El arte refleja, traduce, son palabras que le van bien, creo. Claro, también transforma, modifica, se me dirá o diré yo mismo. Pero esto, en la realidad, sigue un camino un poco más sinuoso. Primero transforma, distorsiona, miente, exagera (otra manera de mentir), omite (otra manera, esta fatal, de la mentira), borronea, oculta, desdibuja, manipula o manosea, teje, deforma, pervierte, degenera, acicala, desnuda, transforma, en fin, miente. Esto en primer lugar (quiero decir, temporalmente) pero luego (y aquí quizá, si Dios existe y quiere, nos subiremos al cuadrilátero), pero luego copia lo distorsionado, imita la mentira, traduce la exageración, refleja la omisión, calca el borroneo, duplica lo que oculta, traslada lo que desdibuja, remeda lo que manosea, reproduce lo degenerado, representa, en fin, re-presenta, lo que ha transformado, hace mimesis, digamos, de una mentira.
     Y aquí, sin saber sinceramente que iba a tropezarme otra vez (todos los caminos conducen a Grecia) con el gran Platón, digo, defino con el filósofo griego que el arte es mimesis de una mentira. Exactamente platónico. Pero no tiene, claro está, el mismo sentido que en aquel. Para Platón, la realidad, lo sensible, digamos, es una mentira, es una mala copia, por decirlo así, de un Original difícilmente accesible. No; lo que se  esfuerzan en querer decir estas líneas es otra cosa bastante distinta. No que la realidad, el mundo de la experiencia, de lo sensitivamente capturable sea una mentira, no, lejos de eso. Lo que digo es que todo arte es la reproducción lo más fiel posible de una realidad previamente pasada por el tamiz de la subjetividad, de una biografía, de una geografía (quizá sobre todo), de un hombre. Todo arte sincero, preocupado por dar algo de sí al mundo, pretende re-producir, re-latar, algo de sí, es decir, algo del mundo. Cuando Flaubert, en un intento realista, quiere pintar al Ruán de 1850 está pensando el arte como mimesis, a secas, pero cuando Van Gogh (exagerado) o Kandinsky (desfigurado), Dalí (subterráneo) pintaban, o cuando Motzart (prolijo), o Chopin (afectivo), o incluso Shoemberg (matemático) creaban música,  también hacían mimesis, también representaban algo previamente instalado en sus mentes, o incluso en sus programas o en sus manifiestos (en muchos casos) pero también en sus, resumamos, corazones (metáfora cultural para la cual la ciencia ni el arte no han encontrado aún, creo, sustituta). La creación es mimesis, reproduce algo, previa transformación (Warhol), previa deformación (Monet), previo toqueteo (Picaso), pero siempre copia, siempre vuelca. El arte siempre es plagio.
     Y aquí es donde nos es útil  las nociones de “punto de partida” y “punto de llegada“ en las que insistíamos hace un rato. Lo que en Flaubert (escritor realista) era Ruán (sitio identificable en los mapas) en estas otras maneras no-realistas de concebir el arte lo que cambia, o es susceptible de cambiar, es justamente ese punto de partida. Ya no es Ruán, sino un hermano menor y tímido de Ruán, sino un sueño, en todos los sentidos, un delirio, una fantasía, un mundo submental, una proyección, una sugestión de Ruán, un disparate, una buscada, tanteada interioridad. El arte es, entonces, la mimesis de un sueño. En todos sus sentidos.

     El arte es mimesis. Eso es casi seguro. Quiero decir, el arte es mimesis más en el amplio sentido griego de la palabra (“imitación”, a secas) y menos en el restringido sentido platónico de la misma, esto es, “imitación de la realidad”, de lo sensible, como lo dejó asentado, sentenciado, en su fundacional, y acaso fundamental, pero seguro fundamentalista libro X de su soñada y ambiciosa República.

     Y todo esto para entender un poco cierto arte que me interesa. Saer, Onetti, Rulfo, Antonioni, Toio Tenta, Martel, Kiarostami, Silvina Ocampo, pero también Alejandra Pizarnik o Manuel Puig, entre, a Dios gracias, muchos otros.
      Y todo esto para entender un modo de crear, de recrear, mejor dicho, que me interesa. Un arte que no es mimético en un sentido platónico, ni abstracto, en el sentido de lo no figurativo. Un arte que no es realista en sentido tradicional, que no muestra, sino más bien demuestra, (en el sentido menos científico que podamos encontrarle al término) pero que no abandona las riquezas de la experiencia sensorial. Una creación que no re-trae la realidad, pero tampoco se abstrae de ella. Un arte para cuyos intereses la realidad sirve para decir otra cosa, pero sin olvidarla, pero sin caer en la alegoría. Ni realismo ni arte abstracto. Una creación que pretende reflejar no la realidad, sino una realidad, un modo de ver, una deformación subjetiva de los hechos. Un arte que, sabia de que para hacer el mapa más fiel de Asia se necesita un mapa grande como Asia (lo entendió bien Borges) se contenta con reflejar de la manera más fiel posible un trecho de la realidad, una extracción, la que nos atañe, la que nos compete, la que nos aplasta o moviliza, la que sabemos (en el doble sentido etimológico de conocerla y saborearla), la que nos atraviesa y, ella también como nosotros a ella, nos forma y nos transforma.
     Quien pretende, (porque todo artista que valga las penas es pretencioso), quien ambicione (porque todo arista honesto es ambicioso) decir de sí o del mundo algo que se aproxime a una verdad, entiende que la mejor manera, la más sensata, es comprimir el mundo en unas cuantas cosas, extraer de la carne del mundo unos cuantos jugos, y darlos así, ni todo ni nada, sólo lo esencial. Extracto de lo real, esencia, perfume, jugo concentrado de la carne inabarcable del mundo.


El arte es mimesis. Eso es casi seguro. Quiero decir, el arte es mimesis más en el amplio sentido griego de la palabra (“imitación”, a secas) y menos en el restringido sentido platónico de la misma, esto es, “imitación de la realidad”, de lo sensible, como lo dejó asentado, sentenciado, en su fundacional, y acaso fundamental, pero seguro fundamentalista libro X de su soñada y ambiciosa República.

     Ahora quizá se entienda el total. Una descripción y un juicio. El arte es mimesis. Siempre. Primera cosa. El mejor arte es esencia. Arte extracto. Segunda cosa.

     Abs-tracto: prefijo privativo más verbo latino traho (llevar a la fuerza, sacar con esfuerzo). Eso que se-saca-con-fuerza es la realidad, que no lo Real.
     Ex-tracto: prefijo que no priva, sino que “corre”, desplaza, descentra, más verbo latino traho (llevar a la fuerza, sacar con esfuerzo). Eso que se desplaza-con-esfuerzo también es la realidad, el punto de partida. Pero no para abolirla, sino para exprimirla, para libarla, para extraer su perfume, no para lucir su packaging. Para ello hace falta trabajo de taller, recursos heredados o experimentados, hacen falta metáforas y símbolos, saturaciones, insistencias, énfasis, en fin, manejo direccionado de los lenguajes.  
Del arte extracto no queda la realidad, queda un sentido, un aroma vaga pero penetrante. Del arte extracto no quedan las cosas (solamente las cosas, claro) sino lo que ocultan, lo que queremos que ocultan, aunque a veces gritemos con Cernuda (“...en el fondo no hay fondo, / No hay nada sino un grito, Un grito, otro deseo”)
    
     Entre el pueblo en el que nació Saer y el pueblo de la ficción de Saer hay una diferencia. El primero es una masa de tierra. “La selva de lo real”. Es de Dios o de los movimientos tectónicos y humanos. El segundo es de Saer. El primero es silencioso, no tiene la culpa de nada. El segundo es malintencionado. Mentiroso. Es culpable. Tiene sentido.
    
     Pero una cosa me gusta. A simple vista. Y es que no son tan distintos.

sábado, 12 de marzo de 2011

Manipulación de la Urgencia

Supongo que mi naturaleza rudimentaria (primitiva, según se han sincerado algunos) guarda algunas caras poco confesables. Con ellas hago la literatura. Pero no es de eso de lo que quiero hablar. O sí, pero voy a dar un rodeo.
     Pensar por imágenes es una de las zonas menos indecorosas de mi lado primario.
     Hay una escena que siempre llevé puesta. Era verano y yo estaba en una playa alejada, en Valeria del Mar. Un chiquito que no paraba de moverse al lado mío, de golpe desapareció. Miré para el lado del mar y no estaba. Miré para atrás, para la zona de los médanos, y ahí estaba, previsiblemente, de espaldas, el pantaloncito naranja hasta las rodillas, las dos manos oblicuas hacia su entrepierna, las piernas semiabiertas buscando equilibrio, la cabeza en dirección a la arena, y un leve vapor que emergía, suave, a un metro de distancia del niño, sobre la arena.
     Me impresionó su concentración. Mear no merecía ese recogimiento. Me acerqué. Yo estaba a unos veinte metros y lentamente me arrimé. El niño, impensadamente, comenzó a girar en un círculo perfecto. Avanzaba sin quitarle prioridad a la urgencia. Ni atención. En círculo. Yo me quedé a observarlo a una distancia prudente. Cuando llegó al lugar de inicio, frenó. Se adelantó con un saltito, volvió a la posición inicial, maniobró reconcentrado, y llevó sus manos al pantaloncito naranja. Yo hice que miraba al mar. Por al lado mío pasó el chiquillo sin registrarme.
     El resto de la escena es previsible. Me acerqué al lugar del que el niño ya se había desentendido y miré la arena. Ningún misterio. Un círculo perfecto y adentro un garabato con pretensión de firma. YO. La escena es trivial pero hoy para mí es una materia prima noble. Urgencia y sentido estético. Ese teatro es hoy para mí la cifra exacta de la creación estética. Urgencia y manipulación. Primero fue la Urgencia. Luego el Control. Finalmente la forma. Un círculo perfecto firmado en el centro. Hecho de pis. Una geometría limpia crecida de una necesidad primaria.
     Sí. Hay creación sin urgencia. Pose. Artificio. Vanguardería. Sí. Hay creación sin forma. Barro. Expurgación. Plumoterapia. El arte es, bien entendido, la manipulación de la urgencia. El arte, como el deseo de pis, viene de afuera. Es trascendente porque crece de una trascendencia. La necesidad. Con minúsculas para que huela a humor del cuerpo. La creación nace de una alteridad. Un otro que nos manda el cuerpo. Nada más urgente y trascendente que el pis. Todos somos elegidos en ese sentido. No en el otro. Quiero decir, no todos tienen el pulso necesario. Ni la práctica.
      

La translación de la Urgencia

Al principio fue la Urgencia. Eso ya se dijo. Pero la urgencia de quién. Del que escribe, claro. Sin embargo, esta contingencia sólo puede dar cuenta de la gestación de un texto, no de su gestión. Porque lo mismo que hace nacer un texto no lo hace bueno. La obediencia a la pulsión predispone la sangre para la tracción. Pero quien manda después es el texto. O su pulsión, en caso de que se la encontremos.
     La Urgencia, una vez echado a andar un texto, la tiene el texto. Y sólo él. Obedecer a otras prisas o caprichos puede tener otras bondades pero no la de la calidad. Lo que debe ocurrir necesariamente es una translación de la Urgencia. Lo que necesita quien escribe debe someterse a lo que necesita lo que escribe. Hay un cambio de sentido. Una inversión. En un punto, podríamos decir que se cría a un padre. La relación se vuelve, o debería volverse, tiránica. Saber obedecer, obedecer bien, ser lúcidos en la obediencia, creativos incluso, competentes en suma, podría ser nuestro mérito. Pero nunca la indiferencia.
     El texto se anima. Pide, demanda, requiere, exige incluso. Nosotros somos sus peones ya. La relación es ya unilateral y monárquica. Los deseos son de él. Y son órdenes. Si todo va bien, esto debe ocurrir. Si el texto no desea está muerto. Si todo va bien, seremos alegremente sometidos. Porque en algún momento su deseo será acabar. Soltarse ya de nuestra esclavitud. Hartarse de nuestra servidumbre. Liberarse. Pero esto sucederá como una orden. Nosotros estaremos atentos a sus caprichos. Nos abandonaremos a su lógica privada. No preguntaremos. Él nos dirá basta. Nosotros dejaremos de hacer sin chistar. La última palabra siempre la tiene el texto.