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lunes, 30 de mayo de 2011

Báñez, un escritor a las orillas

La fórmula, que Beatriz Sarlo fijó para Jorge Luis Borges (Borges, un escritor en las orillas), me es singularmente útil para pensar la literatura de Gabriel Báñez, cuyos personajes, no al modo de Borges, no al modo de Arlt, son hombres no de (Arlt) ni en (Borges) sino a las orillas. Claro que la fórmula es ambivalente, y los dos sentidos me interesan personalmente (el escritor y sus criaturas vivieron a las orillas) pero es aquí a sus personajes a quienes interrogaremos.
     Bourdieu decía que el hombre social, el hombre cultural, es un hombre que debe jugar un juego: justamente el juego de lo social. El hombre entra en el juego, en la gramática de los hábitos culturales que lo anteceden y lo trascienden. Entrar en el juego significa participar de una distribución de nombres que le son adjudicados al sujeto según las mismas reglas del juego. Será así policía, doctor, bueno, malo, vagabundo, parlanchín, jefe, subordinado, extravagante, señor. Todos un poco más un poco menos entramos en el juego, nos socializamos, aprendemos sus reglas, las usamos, las respetamos o las trasgredimos, pero las conocemos. Bien; los protagonistas de Báñez, como el Mersault de Camus, pero más francamente, no han entrado nunca en el juego, no saben jugarlo, son irrespetuosos a su pesar de esa ficción, de ese sentido a fuerza de repetición u optimismo. Ellos caminan por sus bordes, sus orillas, pero nunca terminan de entrar.
     Porque hay que entender que, a diferencia de los protagonistas de los dos escritores argentinos con los que me gusta compararlos para diferenciarlos, los hombres de Báñez no ocupan una orilla espacial, ni geográfica, ni social en el sentido de clase. Más bien todo lo contrario: están en el centro, a veces bien en el centro, pero descentrados, desconcertados, desatinados, desubicados, insólitos, porque no pueden ser parte, porque son como niños que no saben jugar.
     Las patologías son relevantes: Macías Möll es discapacitado motriz, Ibáñez esquizofrénico, Rolando afásico... Condenados desde lo orgánico a la distinción (negativa), a la diferencia, a lo extraordinario. Son personajes curiosos: raros e interrogadores. Y se preguntan (y sobre todo preguntan) porque básicamente no entienden. Macías Möll insiste en preguntar “¿qué?” al personal policial que lo viene a interrogar por la desaparición de chicos en su barrio. Möll no es cínico ni burlón sino extremadamente sincero. Möll no entiende el lenguaje formulario de los policías. Y vuelve a preguntar ¿qué? o trata de traducir para cerciorarse de haber entendido el mensaje del interlocutor. Lo hace, insisto, sin burla. Lo hace porque él, como Ibáñez, como Rolando, no participa del lenguaje, instrumento socializado y socializador si los hay. Escucha entremareado un fárrago de voces pero no descifra su sentido, no comparte el código, se siente fuera, pregunta ¿qué?
     Los protagonistas de Báñez miran al mundo con insistente asombro. Lo descubren cada vez porque son extranjeros, como Mersault. Desde el comienzo están perdidos. Pero perdidos para los demás, que sí entienden (o atienden) el juego y pueden sancionarlos, juzgarlos, o echarlos olímpicamente de una partida que para ellos nunca había comenzado. Porque Rolando es afásico pero ese es un problema que tienen los otros, que se incomodan porque no comprenden sus códigos. Él parece hasta divertirse. No se trata de una tragedia. (Más vale es comedia que muestra los hilos, y sus fallas). Él buscará sus propios juegos, con reglas propias, incompartidas, raras, incomprensibles. Y ahí la historia se invierte. Todo el mundo está afuera del adentro de Rolando o de Macías Möll. Y un adentro gozoso, para nada lamentable (aunque las señoras digan pobrecito). Es una comodidad ese margen. Una alegría autónoma, solitaria, autista. Los personajes de Báñez, como Mersault matando a un hombre bajo un sol espléndido, no fueron hechos para la piedad (ni sujetos ni objetos de ella). Los hombres Báñez son hombres de lengua propia, y sólo son discapacitados desde la lengua de los demás. Los hombres Báñez confunden la alteridad. Hacen confundir, quiero decir. Dicen ¿qué? como todo el mundo les dice ¿qué? Son tan otros como el resto del mundo. Están tan fuera de la ficción de los demás como los demás de la suya. Habitan un territorio insular pero la isla es también el planeta.
     Los hombres Báñez no tienen por qué ser tristes. Pero esto es algo que los hombres no Báñez  no pueden entender. Y repiten, no sin piedad, “pobrecito”.
     Los seres con los que Gabriel Báñez ha poblado el centro de su literatura son seres de ficción que prescinden de una sola ficción: la de la realidad. Ese es un juego que les es ajeno. Quizá indiferente. Por eso descienden rampas en sillas de ruedas todas las tardes con precisión de relojero. Porque no pueden vivir sin jugar. Y de paso le esquivan al absurdo. 

1 comentario:

  1. Texto de mucha riqueza y profundidad. No leí a Báñez pero me dieron muchas ganas de hacerlo.
    Gracias, Cristian. Muy bueno tu blog. Un abrazo.

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