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jueves, 7 de julio de 2011

Escribir bien lo mediocre o La hoja lujosa de Carmen


En la plaza de 38 y 19 de la ciudad de La Plata existe una feria de artesanos que expone algunas cosas algunas de las cuales no están nada mal. No confunden, en general, artesanía con “cualquier cosa hecha con las manos”. Pero hubo sobre todo una pequeña obra que me pareció, primero, encantadora, sumamente “artística”, y segundo, , metafórica, ilustradora, reveladora, mensajera, representativa, condensación de un arte que me gusta  que algunos profesen.
     Se trataba de un cuadro muy pequeño, un cuadrado de unos 10 cm. de lado, en perfecto blanco, prolijo, levemente galante, sin solemnidad pero con sello, esmerado, laboriosamente sencillo, exacto, impecable. Eso en cuanto al marco. Pero la complementación perfecta la llevaba pegada adentro. Es que dentro de tanta cuidada elegancia, en el centro justo, sin ostentación, con sencillez natural, espontánea, sin jactancia, en soledad, había, en medio de lo blanco, del perfecto blanco, cortándolo sin violencia, inmóvil, tímida casi, seca, una hoja.
     El arte, dije. Después me serené. Cierto arte, dije… pero en el fondo seguía retumbando lo primero.

     Primero lo dijo el alemán Erich Auerbach en su precioso libro (el calificativo es literal y es metafórico, vaya conquista) La representación de la realidad en la literatura occidental, título que promete y cumple. Lo dice, creo, en el capítulo XIX, dedicado a los hermanos Goncourt y a una de sus fundamentales novelas. El minucioso alemán sanciona: por primera vez, con este libro, la “literatura seria” se ha encargado de lo considerado “vulgar”, de la vida de los pobres, quería decir, de los obreros. Para esta aserción, Auerbach ha pasado ya revista al canon de la literatura occidental desde Homero y se encuentra ya en el siglo XIX, después de trabajosas y largas páginas de erudición y deliciosa lucidez. Lo hace  en el contorno de una idea que, como eje estructurador del libro, recorre las páginas. Esa idea es en verdad una preceptiva antigua y prestigiosa que sancionaba que los temas “graves”, importantes, serios, debían tratarse en un tono adecuadamente “grave”, grandilocuente, serio. Y lo contrario. Lo banal, lo insignificante, lo frívolo debía tratarse de manera también leve, jocosa, superficial. Es, nada más y nada menos que la idea antigua y clásica de la teoría de los niveles: a tema sublime, tratamiento sublime, a tema grotesco, tratamiento grotesco, para simplificar. Y el siglo XIX comenzó a dar por tierra semejante prescripción. Pero me interesa aquí menos el contenido en cuanto Historia Literaria que el acierto en sí mismo. La idea de que se representa, de manera seria, pretenciosa (en Auerbach este adjetivo está vinculado con el tono y con el estilo) lo bajo, lo nimio, lo insignificante, lo mínimo, agregamos nosotros acercando su tesis a la nuestra.

     Años después lo dijo el gran sociólogo francés Pierre Bourdieu en Las reglas del arte. Hablaba de Flaubert. A un apartado le pone  el revelador y conciso título de “Escribir bien lo mediocre”. Fórmula estupenda que resume, según Bourdieu, lo que hace cuando escribe, su paisano de Rouan. Flaubert odiaba a Charles, a Emma y a todo el paisaje demográfico de su célebre novela Madame Bovary y sin embargo “escribió con estilo ese mundo mediocre”. Algo así (aunque con más acento en lo estilístico que en el tono aquí) como lo realizado por los hermanos Goncourt. Flaubert eligió un tema menor, casi mínimo, y le dedicó tortuosos años a escribir acerca de él, aunque, algunos habrán dicho, él mismo incluso en algún momento de desconsuelo, no valiera la pena. Toda una hazaña, escribir una novela estilísticamente impecable, contando la vida de un pobre médico de provincia y sus cuernos, es decir, los fantasmas de su mujer.
     Y así, después de Auerbach y de Bourdieu, después de los Goncourt y Flaubert, vuelvo al pequeño cuadro de la feria de 38. Con aplicada seriedad, con esmero, una señora, Carmen, pensó que no era demasiado, que valía la pena, semejante prolijidad para la vana hoja. Y seca. El arte, vuelvo a pensar.

     Gran parte de la buena literatura contemporánea latinoamericana (me ciño a ella, pero creo sospechar que occidente todo tiende hacia allí) ha seguido un proceder análogo. Los de siempre, Rulfo, Saer, Cortazar (llegando a la meticulosa parodia, “cómo subir una escalera”), Felisberto, Onetti, Girondo, y la lista es larga. El tema en menor, mínimo, pero la grandeza radica en el tratamiento, en la forma de abordarlo, es decir, en la forma, a secas. Abolida ya, sistemática o programáticamente, la preceptiva clásica de los niveles. Con una prosa fabulosa, llena de ambiciones, Saer nos cuenta en 350 páginas casi nada. Joyce fue fundamentalista del escribir bien lo mediocre. Escribió el Ulises.

     Pero no todos siguen la línea que comenzó el siglo de Flaubert.    

     Si fuese especialista en cine sería más cáustico, más audaz. Pero como no lo soy, me lanzo en la irresponsabilidad de juzgar por lo visto, que no creo que sea tan poco, lo escuchado, lo leído y lo pensado. Me gustaría, insisto, ser más exhaustivo en mi conocimiento, pero hasta lo que sé, me alcanza para lanzar la piedra y esperar.
     El llamado con pompa nacionalista o latinoamericanista “Nuevo cine argentino” es, en realidad, salvo honrosas excepciones (hasta lo que sé la excepción se llama Lucrecia Martel y algunos minutos más de alguna otra película aislada) lo que no ha querido hacer el “viejo cine argentino” por parecerle poco exigente o valorable o meritorio. Es que el minimalismo (que atrasa por lo menos unas décadas) que en general define al aplaudido cine, no va acompañado de una forma que lo jerarquice, que lo justifique, digamos. Bourdieu diría “filmar mal lo mediocre”, sin trabajos profundos con la forma, con los modos. Pero la originalidad mal entendida, la marginalidad mal pensada, los críticos poco entendidos o snob, las fáciles escuelas de cine, han sustentado este arte, cuyo mayor valor es que las salas no se llenen, es llevar a un preso al exótico mundo de la Mesopotamia, un perro al exótico mundo de la Patagonia, una familia rodante al recontra típico pero exótico mundo rural de Santa Fé, un milico a la bonaerense, y un etcétera escandaloso.
     Suele ser un honor que el gran público, indocto, no lea nuestras novelas porque proponen nuevos códigos, nuevas competencias de lectura, nuevas formas que resultan ilegibles por novedosas, pero la sala vacía porque la gente simplemente se aburre aún entendiendo absolutamente todo lo frívolo que sucede pantalla adentro…
     (Un ejemplo extremo de esta trivialidad del objeto y el sujeto que registra tiene un nombre raro: le dicen “El Gran Hermano”.)
     Fabio, Torres Nilson, Hugo del Carril no dejaron huellas en quienes deberían haberlas dejado. Con la excusa de la pobreza de recursos se hacen las vasofias más fútiles. La posmodernidad a veces es  la excusa perfecta para la ignorancia. Menos mal Martel.
    
     Sucede, entonces, que, a mi entender, la regla clásica, esta vez involuntariamente, se vuelve a cumplir. Poca forma para poco tema. Mero realismo. Pobreza de estilo para pobreza de argumento. Pocas ideas para filmar a gente con pocas ideas.  

     Pero sigamos. El siguiente, aunque no tan grave, por explícito y menos pretencioso, es el mundo de los mercaderes, inescrupulosos hacedores de Best Sellers o de películas industriales, ya que estamos con el cine. Pero esto también lo lanzó al aire, así como si nada, el lúcido Bourdieu. Los best seller suelen construirse por el procedimeinto exactamente contrario al del cuadro de la feria de 38. “Escribir mal lo grandioso, lo grandilocuente”. Un libro que no cuida su forma porque ya basta con hablar de un supuesto misterio definitorio para la historia de la humanidad, de un pintor hiperfamoso, o de Dios (todo con mayúsculas) Un film de estentóreas catástrofes y recursos trillados. Textos altisonantes, solemnes, armados. Los ejemplos cada uno búsquelo en su cabeza, en la lista de los más vendidos de los periódicos, en casi todas las librerías y, por supuesto, en las mejores salas.

     La preceptiva de los niveles de estilos se vuelve a cumplir. Otra vez a su pesar. Pero esta vez al otro extremos de la cuerda. Tratamiento solemne (que no quiere decir sofisticado, claro está) para lo solemne. Palabras altisonantes para imágenes altisonantes. Holywood, para ponerle un nombre.

     En la antigüedad se escribieron magníficas tragedias y lujosas comedias conforme a las reglas de estilo. En ambas la forma era un problema. El tratamiento no era un medio, solamente, sino un conflicto a resolver.
     En la misma línea pero en la actualidad, dos ejemplos cinematográficos (que podrían haber sido literarios) siguen la línea de la regla de los estilos pero ambos carecen de artistas que los profesen. “Cine industrial”, “Nuevo cine argentino”,  para ser didácticos.

     En el centro está Flaubert. Buscando la palabra justa para tratar la mediocridad. Sudando con la manera de que suene musical la frase “el farmacéutico llegó a casa de Charles Bovary”, con ambición y sudor de artista.
    
    En el centro también está la hoja, en la calle 38, en una plaza verde, en el medio exacto de un cuadro blanco, hoja como todas, modesta, franca, inocente, pequeñita, elemental, seca, pero lujosa, a fuerza de marco, a fuerza de Carmen.   

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