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jueves, 30 de junio de 2011

Lo trágico en la literatura

La tragedia es la voz pasiva de la literatura

Manuel  E. Cimadamore


Introducción

Si pensamos en la palabra tragedia, inmediatamente se nos vienen a la mente ideas tales como catástrofe, muerte, desgracia, dolor, infortunio y otras de similar negatividad. Eso nos lleva a una primera fácil conclusión: lo trágico está asociado a algo indeseable, a algo negativo, nefasto incluso. Situaciones más o menos habituales (medios de comunicación por medio) a las que se les aplica ligeramente esta palabra son: incendios, accidentes automovilísticos, tornados, muertes múltiples, muertes por “casualidad”, etc. Esto nos acerca a una segunda y menos obvia conclusión: lo trágico está asociado a lo que ocurre “más allá” de la mano del hombre, involuntariamente, producto de fuerzas externas, ajeno a la manipulación humana. Por otra parte, y camino a una tercera precisión, notemos que los episodios a los que llamaríamos trágicos, eximen de responsabilidad al hombre. Un tornado, un incendio involuntario, un accidente, todos, a priori, exceden el radio de control inmediato de los sujetos. (Notemos que si un accidente es a causa de la imprudencia del conductor, preferiblemente se hablaría de negligencia y no de tragedia). Es aquí donde cabría detenerse a observar el alcance y las posibilidades del concepto junto con sus implicancias ideológicas.
     Si lo trágico excede a la voluntad pero también al control de los sujetos, el suceso trágico no conlleva responsabilidad ni culpa para nadie. Dicho de otro modo: las tragedias no tienen culpables. Y es acá en donde el término se vuelve poco inocente a la hora de calificar una desgracia. Si, pongamos por caso, la aciaga noche de Cromagnon fue una tragedia, entonces, voluntaria o involuntariamente estamos liberando de culpa y cargo a cualquier posible responsable. Si, en cambio, hablamos de la masacre de Cromagnon, entonces estaremos suponiendo que no sólo hubo responsables sino también culpables e incluso, lo cual parece menos probable, malicia.
      ¿Haití fue una tragedia? Y el mismo debate puede caber. Factores como la pobreza, la precariedad, el desamparo, la indiferencia, etc., sin duda no están fuera de la responsabilidad humana y también sin duda fueron coautores de la devastación. Por supuesto, también cabría evaluar las causales del terremoto, aunque estos factores son menos claramente identificables o atribuibles.
      Sin meternos en los debates, importa aquí atender a los alcances del concepto de tragedia. Si pudiéramos arrimarnos a una definición, diríamos que se trata de un episodio infausto, desgraciado, doloroso o terrible producido por fuerzas relativamente ajenas a la voluntad humana y que por ello exime de responsabilidad a los sujetos.

      Pero de dónde le vienen estas significaciones al vocablo en cuestión. Su etimología no nos dirá nada, al menos directamente: significa algo así como “canto de macho cabrío”, que tiene que ver con algunos rituales de la Grecia antigua y ésta sí tiene que ver y mucho con nuestra palabra. Alguna vez “tragedia” fue nada más (y nada menos) que el nombre de un género teatral caracterizado por tener un tono grave, serio, con personajes importantes de discursos solemnes a los que les ocurrían terribles desgracias. Pero no nos convoca tanto caracterizar al género en sí como la necesidad de explicación de la progresiva carga semántica de la palabra que llegó a querer decir, por extensión respecto del contenido de estas obras teatrales, lo que previamente comentamos.
      En efecto, la denotación de negatividad, de desgracia, de dolor, de infortunio, etc., está presente en la casi totalidad de las obras trágicas conservadas, pongamos por caso La Orestíada, Edipo Rey, o Medea, para poner un ejemplo de cada uno de los tres grandes cultores del género en el siglo V a.C.  Orestes es perseguido infatigablemente por las Erinias (diosas vengadoras) por donde quiera que vaya, tras el asesinato de su padre; Edipo mata a su padre, se casa con su madre, procrea con ella, se arranca los ojos, lo destierran... y Medea mata a sus propios hijos por el despecho amoroso de Jasón. El tema de la muerte, de lo horroroso, de lo terrible (que inspira terror), de la desgracia en un grado extremo, en fin, forma parte de lo esperable en cualquiera de las tragedias griegas.
     Por otro lado, el haber sido gestadas estas obras en una cultura religiosa, respetuosa y temerosa de las fuerzas superiores, dio a la tragedia el condimento de la impotencia humana frente a la potencia divina, que no aparece encarnada pero que se manifiesta en el círculo humano con toda su inexorabilidad. Orestes es perseguido por unas diosas incansables que vengan al matador; Edipo no hace otra cosa que cumplir con una prefijación fatal (es decir con su destino) ni siquiera de los dioses, que a ella también obedecen; y Medea sucumbe a una pasión que por extrema parece fuera de control, no humana, bestial que, a la vez, responde al desprecio amoroso de un Jasón que también sucumbe ante lo irremediable del amor (por otra).
      En fin; la tragedia griega en la mayoría de los casos pone a los hombres como juguetes del destino, marionetas indefensas de la divinidad, del más allá, de la trascendencia. Esto mismo da como corolario un hombre más o menos irresponsable de su destino, impotente ante el mal que lo acosa y lo derrumba. Los hombres, en la mayoría de los casos, aparecen, en definitiva, inocentes, puesto que sujetos a lo dispuesto por lo Otro.
      Esta constelación de episodios, fuerzas, valores y pensamientos han forjado una significación que le ha sido transferida a la palabra con la que se nombraba al género dramático en donde esto ocurría.
      Pero hay una significación más, que a veces, creo yo ligeramente, se considera esencial o elemental en el género, que se ha dado en llamar situación trágica. Liviana o no para caracterizar a la tragedia, es bien interesante y rica para pensar buena parte de nuestra literatura. La situación trágica es aquel estado en que al sujeto se le presentan dos o más opciones, cualquiera de las cuales culminan en desgracia. Es una situación fatal, sin salida, cerrada a lo bueno, terriblemente pesimista. Antígona debe elegir entre ser enterrada viva o dejar errar a la querida alma de su hermano sin descanso por toda la eternidad. A o B son opciones y se debe elegir, pero ambas terminan mal. 


     El tema es tan apasionante como vasto y complejo, y confuso también si no nos detenemos a diferenciar las numerosas situaciones o estados a los cuales puede aplicarse el concepto de trágico. Veámoslo encarnado o representado en obras literarias.

    
        El destino trágico    

Pensemos en la historia de Edipo. Su historia es trágica por infeliz pero sobre todo por preconcebida e inexorable. Edipo está condenado por fuerzas que lo trascienden (a él y a los dioses) a cometer los más atroces delitos. Y a la carga de tragicidad se le suma la de patetismo si pensamos que todo lo que para él va siendo novedad, para el lector-espectador, realización de previas revelaciones. Ya todo está escrito, sí, pero también está publicado. Los dioses se limitan a  revelarlo si a ellos se acude. Pero no lo evitan ni podrían hacerlo. Más allá de ellos las Parcas, las Moiras, el Hado, lo ha dispuesto sin concesiones. La situación de Edipo (y la de su familia, por supuesto) es a lo que podemos llamar destino trágico: una realidad prediseñada, un camino trazado por otros que insobornablemente conduce a la ruina. El destino trágico supone la existencia de un universo en el que haya sitio para la divinidad entendida como algún tipo de trascendencia. El yo lírico de Yupanqui, por otra parte, pretende explicarle a su amada el por qué de su partida. No es decisión, no es capricho, no es patria de la voluntad: “es mi destino/ piedra y camino”. Hay un más allá (llámese como se llame) que aprieta y arrastra. Esto, que podría tentarnos a llamar vocación, parece tener un cariz más religioso, más divino. Y ello se ilumina con los siguientes versos: “de un sueño lejano y bello, viday/ soy peregrino”. Notemos que aquí conviven dos sentidos: el del sueño, que entendemos más terrenal, y el de la peregrinación hacia lo buscado, que recubre de religiosidad (que no de religión) la aventura. Aunque no nos detendremos, dejemos dicho que entre Edipo y el sujeto yupanquiano hay una sustancial diferencia que radica en la tragedia más social o colectiva de Edipo (no sólo condena al pueblo de Tebas sino que toda su familia, incluso por generaciones, se ve envuelta en este destino trágico) frente a la individualidad (soledad, incluso) del peregrino.
    
    
  Lo social-trágico    

Hay una forma más terrena de estar “predestinado” (acá las comillas son fundamentales). La Juliana, la protagonista “muda” de “La intrusa”, el relato de Borges, termina asesinada por una de sus parejas-amos, el mayor de los hermanos Nielsen, Cristián. El narrador mismo se encarga de introducir el término de “tragedia”, aunque refiriéndose a otra cosa. Pero a nosotros nos interesa hablar de lo social-trágico, por darle algún nombre a los fines organizativos y expositivos. La Juliana, pensamos, claro, con los hechos consumados, no podría haber salido de otra manera de la casa de los Nielsen, ni de la vida. (Obviemos los reparos que podamos tener sobre este caso, o cualquier otro, porque esta categoría puede servir para pensar otras situaciones en las que se dé o no, como dispositivo de lectura, quiero decir). Habiendo nacido en un suburbio del Buenos Aires del 900, poblado de compadritos, en un desamparo familiar (a juzgar por las omisiones y/o por la falta de intervenciones familiares), nacida en la pobreza, digamos que su predisposición (para no ser deterministas) es a los finales infelices. La Juliana parece entregarse solamente a una realidad que no eligió y que la condena. En Francia, a fines del siglo XIX se gestó un tipo de literatura, y por ende un tipo de concepción del mundo (o viceversa) llamada naturalista. Uno de sus rasgos definitorios era el determinismo social. Naná, la protagonista del libro homónimo de Emile Zolá, pionero y principal cultor de esta literatura, es, antes que una prostituta, una mujer apetecible y burlona, una inescrupulosa y libertina parisina, antes que todo eso, Naná es una chica pobre. Naná podrá vivir transitoriamente en palacetes con señoras a su despótico servicio, explotando hombres, pletórica de placeres, pero terminará como empezó. O mejor dicho, peor. Naná termina en la ruina absoluta, económica, afectiva, moral, porque su ADN (la metáfora genética es a los fines enfáticos) social así lo marcaba. Estamos frente a una mirada pesimista, determinista y opuesta a una  mirada radicalmente marxista del asunto. Naná, ni Juliana, pueden sublevarse contra las fuerzas sociales que las pusieron allí para siempre, fatal, trágicamente. Hace un par de años hubo en Argentina una suerte de reedición de esta mirada en el cine con el llamado “nuevo cine” de los 90’, 2000. Pienso, sobre todo, en una película llamada “El cielito” en el que el protagonista se pasa la película huyendo de una realidad de desamparo social pero se embarra progresivamente hasta terminar muriendo víctima de su necesidad de salir, es decir, del robo. Una sutileza: el personaje muere, nuevamente, cae, en medio de la huida.

   
  El deseo trágico

     Si volvemos a Yupanqui, podemos afinar el análisis. Tanto “Viene clareando”, como “La añera” o la precitada “Piedra y camino”, nos enfrentan a un sujeto con una exagerada y dolorosa vocación: el camino. Necesitaremos darle una limpieza etimológica a la palabra “vocación” para darle realce a su sentido más fuerte. Viene de vocare, del latín, llamar. Es decir que la vocación no es una decisión, sino la respuesta a un llamado. Por supuesto que cabe la pregunta de quién llama. Y, desde una postura religiosa, diríamos Dios, o la interioridad (que también en este caso es Dios). Pero desde una postura, por ejemplo, más psicoanalítica, diríamos que esa voz más que llamado es una orden, un mandato. Y no viene de adentro, o sí, pero porque antes vino de afuera. Pero estas son divagaciones en las que no entraremos. Yupanqui cuando dice “malaya mi suerte tanto quererte, vidita/ y tenerte que perder” o “de un sueño lejano y bello, viday/ soy peregrino”, y más claro aún: “cuando se abandona el pago/ y se empieza a repechar/ tira el caballo adelante/ y el alma tira pa’ atrás” lo que dice es parafraseable como “soy objeto inerme de un llamado al que no puedo desatender”. Claro que uno puede tener la inclinación a la trivialización. Pero si no caemos en ella, en beneficio de la riqueza del texto, leeremos esos versos como la verbalización de una condena (feliz puesto que bella), de una fatalidad, que parece menos divina que del orden del deseo (entendido como fuerza o impulso interior ajeno a la voluntad). La teatralización del caballo y el alma para representar estas fuerzas opuestas que martirizan al sujeto es sorprendentemente poderosa. Hay un sueño al que se va inexcusablemente pero que duele, también inevitablemente. Prefiero la palabra “sino” a la de “destino” a menos que podamos abstraernos de (o suspender) las connotaciones religiosas del concepto. Hablamos entonces de sino trágico. Entiéndase la diferencia. Edipo es juguete de los hados infaustos, el sujeto yupanquiano, de un sueño, de un deseo, de un llamado, no por terreno menos despótico o poderoso. Uno responde (“alegremente sangrando”) a sus entrañas; el otro a un dios despiadado.


        
Lo trágico ontológico

Y para encarar la siguiente categoría nos valdremos de la oposición con lo anteriormente expuesto. El nudo de la diferencia es el pronombre posesivo de Yupanqui: “es mi destino...”. El posesivo marca la parcialidad del destino, su carácter exclusivo, individual. “Malaya mi suerte...”, sin ir por la de otros. Rubén Darío dice en “Lo fatal”: “dichoso el árbol que es apenas sensitivo...” que opone al “dolor de ser vivo”, a “la vida conciente”, etc. y pluraliza “conocemos, sospechamos, venimos, vamos”, todo lo cual nos hace pensar sin duda que el hombre atormentado no es un hombre, sino el hombre, en su sentido antropológico. Se trata de una concepción trágica de la existencia. Lo trágico es aquí lo triste, lo desgraciado, lo infeliz y, a jugar por el título, lo fatal. Es así y no puede ser de otra manera porque es un destino colectivo, tan colectivo que lo padecemos por el sólo hecho de ser humano. Es lo trágico-ontológico. Es decir que no está ligado a lo contingente, a las condiciones en las que se viva, al azar, etc., sino que es necesariamente así. Lo fatal no es haber nacido en la marginalidad social, ni poseer un sueño condenatorio, ni haber nacido para matar a tu padre y casarte con tu madre, sino solamente haber nacido, ser, existir, pertenecer a la triste raza humana. Una visión personal (tremendamente pesimista) de lo impersonal.
    
   
   El amor trágico

Para algunas concepciones del amor, no sólo de la muerte no se vuelve. El múltiple Shakespeare dejó constancia de ello en la reedición teatral de un motivo tradicional que el dramaturgo universalizó. Romeo no elige enamorarse de Julieta, ni tarda más de un minuto. A Julieta le ocurre lo mismo. Y acá e verbo no es ocioso. Le ocurre. El amor ocurre, sucede, pasa, acontece. A partir de ahí, él manda. Pero son dos los puntos que se conjugan para dar el resultado trágico. Primero el carácter inobjetable del amor, su imperio absoluto, su flechazo justo (el amor, pensemos en Cupido, viene de afuera, no de adentro; y nace, no se hace). Esto bien podría dar como fruto un amor correspondido y feliz, pero eso que en el corazón goza, es ilícito en la sociedad. La fatalidad del impulso conjugado con la férrea prohibición da como resultado esperable la muerte. La disputa no es de los Montesco contra los Capuleto. La verdadera batalla se libra entre Romeo y Montesco, entre Julieta y Capuleto. Entre el nombre y el apellido, digamos. Entre lo individual y lo social. Un caso similar, entre tantos, se puede encontrar en Camila, de María Luisa Bemberg. Otro amor correspondido e ineludible y otra prohibición social. Aquí la moral y el deseo libran una primera batalla en la que Ladislao sigue torturándose hasta el final. Luego la sociedad castiga con la muerte lo que la conciencia había castigado con la culpa. “A tu lado Camila”, las últimas palabras del fusilado Ladislao López para la también fusilada Camila O’ Gorman, hermana esta ficción con la de Shakespeare y sugieren un “amor hasta la muerte” o, incluso un “amor después de la muerte”. Pero el inicio gozoso de estas historias, esto es, el placer concedido por la realidad, le fue negado al torturado Werter en Las desventuras del joven Werter, de Wolfgang Von Goethe. Me refiero a la correspondencia amorosa. Werther se enamora ni más ni menos que de una histérica y ya se sabe lo que resulta, fatalmente, de un romántico y una histérica. Werther se suicida y uno podría pensar que esto no es una fatalidad. Habría otras salidas. Pero, justamente, uno podría pensarlo, no él. Cada época, cada sitio, cada hombre, poseen su sensibilidad, sus inclinaciones, sus impulsos, etc. Y en la manera de vivir de la criatura de Goethe (romántico él), morir era el único camino. No había alternativa. La vida carece de sentido sin Charlotte, piensa el joven; no puedo arrastrar una vida que carezca de amor y de sentido. El suicidio es la salida obligada. No hay destino, ni situación, pero el amor ocurrió, irreparablemente, y el fracaso en su realización, su negación, es la antesala de la muerte. El amor trágico, es trágico porque es fatal, inapelable, fanático, irremediable, fruto de una caprichosa flecha al corazón.


     La situación trágica

     A comienzo de estas páginas esbozamos otra manera de lo trágico que llamamos situación trágica. Esta es la más extendida de sus formas. Muchos la toman, erróneamente, para definir a la tragedia. Y digo erróneamente porque un noventa por ciento de las tragedias carecen de dicha situación y el restante diez por ciento parece insuficiente para ser definitorio de un género. Pero no por ello carece de interés y belleza. Antígona de Sófocles, parece ser el caso más contundente. Ella debe elegir entre dos posibilidades, cualquiera de las cuales la conducirá a la ruina (en un caso, moral; en el otro, física). Sus dos hermanos Etéocles y Polinices se han enfrentado en una batalla y ambos han resultado muertos. El primero ha luchado por Tebas, el segundo en su contra. El tirano Creonte ha prohibido que se enterrase al traidor. La piadosa Antígona no puede dejar que el alma de su infortunado hermano (antes que un guerrero era su hermano) vague eternamente y sin descanso sin arribar al mundo de los muertos. Creonte ha prometido la muerte para quien entierre al ofensor. Antígona no lo duda. Entierra a su hermano y muere salvajemente. No lo duda pero toda la obra transcurre entre esos los dos momentos de la muerte y del entierro. Es decir que la obra es tensión pura, batalla verbal frente a Creonte, moral frente a su hermana, metafísica frente a los dioses. No hay “duda trágica” (en todo caso, la vacilación podría verse levemente en su hermana Ismena), hay una situación, una posición del sujeto, que fatalmente termina mal. Aquí, a diferencia de Edipo, sí hay margen para la decisión humana, aunque ésta sea indeseable. Esta situación está impecablemente trasladada al juego del ajedrez por Rodolfo Walsh en “Zugzwang”, nombre del cuento y de la jugada “trágica”, sin salida. Casi todos los personajes pasan por esta situación y dos de ellos (Laurenzi y Aguirre) lo hacen en los dos planos del juego y de la vida.
    

 El azar trágico o la fatalidad

Gabriel García Márquez ideó un texto que tiene mucho de tragedia griega. Esto es, una ficción en la que ya lo sustancial es conocido de antemano y eso sustancial es, entre otras cosas, una muerte. Lo anunció provocadora, juguetonamente en el título: Crónica de una muerte anunciada. Hay algo menos de lo que preocuparse. En el título se nos anuncia una muerte y en el primer párrafo se nos revela la identidad del muerto. Pero al haber algo menos que atender, hay mucho más que atender: quién, por qué, cuándo, para qué. El blanco no se omite, se corre. Los griegos al asistir a una representación también sabían lo fundamental de la historia. El valor lo daba el artista en las lecturas que proponía de un material conocido por todos. Pero no es aquí donde quiero centrarme. Lo que me convoca a citar el texto es el modo en el que ocurren las cosas. Santiago Nasar es finalmente asesinado, pero el pueblo y, sobre todo, sus propios asesinos, hacen lo imposible porque ello no ocurra. Santiago más que dos matadores tiene un solo matador: el azar. Una cadena de casualidades sucede hasta el extremo mismo de la inverosimilitud (astutamente el narrador comenta que de no haber sido realidad hubiera sido increíble) para que por fin el designio de su muerte se cumpla. Y acá es donde leo yo lo trágico. Porque su muerte está casi fuera de cualquier voluntad. Increíblemente todos quieren que Santiago no muera (y más que nadie el lector, cuya esperanza late sin fundamento hasta el final) excepto el azar. Su muerte es trágica porque es ajena a toda voluntad. Su muerte es producto de un azar trágico. Diríamos, más prosaicamente, que Santiago es descuartizado bestialmente porque tuvo mala suerte. Ángela lo inculpó a ciegas, los hermanos se vieron familiarmente obligados a vengarla, sus amigos lo creían a salvo, su empleada no le leyó la advertencia que habían dejado bajo su puerta y hasta su propia madre le cerró la puerta para que se salvara sin saber que lo dejaba sin salida ante los desnudos cuchillos de los hermanos carniceros, a quienes  no les quedó otra que matarlo. Las responsabilidades son tan parciales, tan blandas, tan diluidas, que casi no las hay. El hecho de que el lector lo sepa de antemano hace pensar (sin más motivos que los que nos da la pericia de la construcción formal de la obra) en un destino, una predestinación. Pero esto resiste, creo yo, cualquier lectura desapasionada de la novela. Claro que uno podría hacer una lectura más rebuscada y llevarla por el lado de la búsqueda inconciente de la muerte (como alguna psicoanalista lo quiso para el Mersault de El extranjero) pero esto correspondería a una lectura freudiana en la que no vamos a decaer.


  El error trágico

      Pero, para seguir con la novela de García Márquez, la desgracia no se explica del todo por la sucesión de casualidades. Cuando Santiago por fin está llegando a su salvación, a la puerta de su casa, su madre, Plácida Linero, que había confesado que Santiago “fue el hombre de mi vida”, por error, le cierra la puerta, en los dos sentidos, y Nazar queda a disposición de los cuchillos carniceros que ya no tuvieron más escapatoria que matarlo. Es el error, la acción mal hecha sin intención la que provoca la muerte. El error se vuelve más terrible cuanto más lejanas son sus consecuencias a las deseadas por el responsable involuntario (el homicida culposo) del crimen. El error trágico más célebre de la literatura occidental creció en sus orígenes. Teseo promete a su padre Egeo, rey de Atenas, cambiar las velas de luto por otras blancas si es que resulta vencedor del temible minotauro en Creta. El héroe se distrae, se olvida, el padre mira desde un acantilado, entiende (mal) que su hijo ha muerto en la misión y se arroja al mar que desde entonces toma su nombre.
      El error trágico, como la fatalidad o azar trágico pone al hombre en un estado de desprotección, de precariedad, de indefensión ya no frente a potencias volitivas superiores sino frente a sus límites, a sus impotencias, a su pequeñez. Tanto Plácida Linero (que “mata” a un hijo) como Teseo (que “mata” a su padre) son protagonistas-testigos de la discapacidad, de la falla, de la tara (me hubiera soplado el gran Báñez) de todo hombre.


Conclusión
    
     Sin lugar a dudas, lo trágico es, además de un tema aparentemente universal, un poderoso dispositivo de lectura, ya que atraviesa, de una u otra manera, gran parte de nuestra literatura. Quizá porque atraviesa gran parte de nuestra vida. Pero más quizá porque hay una tragedia fundamental. En el extraordinario relato breve “El gesto de la muerte”, recopilado por Borges, Ocampo y Bioy, el jardinero del rey va a pedirle desesperadamente a éste que le preste sus caballos porque ha visto a la muerte esa mañana, quien lo ha amenazado, y quiere huir lejos hasta Ispahan. El rey le presta los caballos y el jardinero huye. Esa tarde, el propio rey encuentra a la muerte y le pregunta por qué le había hecho un gesto de amenaza a su jardinero, a lo que la muerte le respondió que no había sido de amenaza sino de sorpresa puesto que no estaba en Ispahan, donde debía encontrarlo aquella noche para llevarlo.
     La vida es trágica porque, como dijo alguien a quien llamaremos una vez más Borges, siempre termina mal porque termina en la muerte. Pero más trágica es, más patética, porque todos huimos denodada, candorosamente, todos los días de nuestras vidas, rumbo a Ispahan.

sábado, 25 de junio de 2011

Los que nadan. Ensayo sobre la escritura perfecta

Y cuando digo “los que nadan” también digo “los que nada”, los que no hacen  nada. Los autómatas. Los escritos por el texto. Las víctimas del texto. Los escribidos. Los guiados. Los conducidos. Los elegidos.
    
     James Joyce, cuenta Piglia, fue al médico psiquiatra Carl Jung para consultarlo acerca de su hija, aspirante a escritora. Preocupado por la excentricidad en la manera de escribir de su hija, por su rareza potencialmente psicótica, Joyce confiesa al doctor suizo que su preocupación radica no sólo en la potencialidad patológica de su hija sino, quizá más bien, en la suya propia: “lo que me preocupa es que yo también escribo así, doctor”, imagino, han sido las palabras del dublinense. Jung, después de haber navegado por ambas escrituras, lo tranquiliza: “lo que pasa, estimado Joyce, acierta Jung, es que donde usted nada, ella se ahoga”.
  
    Escribo para entender. Escribo porque me gusta escribir. Pero también escribo para entender. Casi todo aspira a responder la misma pregunta: ¿por qué?, ¿por qué me gusta tanto Rulfo, por qué Camus, tan distintos, por qué Saer, por qué Onetti, sobre todo él, por qué Felisberto, el inefable, por qué Alejandra, Virgilio, el exacto Virgilio, Silvina, la mejor de las Ocampo, Flaubert, el solo Flaubert?.
     ¿Qué me pasa cuando pasa Saer? Otro modo de preguntarme lo mismo.

     Hay quienes piensan, el siglo XIX lo pensó, que los especialistas en algo adquieren capacidades adicionales para aportar una lateral lucidez a ámbitos extraños a su trabajo. Yo lo creo también. Jung, primero médico, después psiquiatra, luego psicólogo con reminiscencias platónicas; Jung, a mi entender, condensó, en las palabras a Joyce, esta breve teoría de la creación artística (yo me ciño a la literatura) que me atrevo a desarrollar o más modestamente, a comentar.
     Jung lo dijo de Joyce; que él nadaba y su hija no. Eso diferenciaba al célebre Joyce de la desconocida Hija de Joyce. Y en este punto creo que reside una de las claves de ciertos textos que nos deslumbran y nos quedan. El título del ensayo, si fuera esto una pedagogía de la escritura, podría ser: “para escribir bien primero hay que saber nadar”. Y el supuesto libro estaría compuesto por las acepciones de la palabra nadar, primero,  seguidas de los procedimientos, los movimientos, las estrategias, conducentes a desarrollar la capacidad natatoria; de las maniobras tendientes a saber comportarse audazmente adentro de una pileta, del mar o del río; de los gestos indispensables para no ahogarse, es decir, para salvarse del agua.
     Yo me quedo en la primera parte del (me parece que) imposible libro.

     Cuando el psicólogo le dice al escritor que él bien que sabe nadar, lo que le quiere decir, creo, es que él está preparado, elegido, determinado o entrenado para manejar la pluma de tal modo (fragmentario, oscuro, desarmado, inconexo, metonímico, in-significante) que de ella puede surgir una escritura que, a pesar de sus desvaríos, no tropieza, no se cae, no resbala, no se hunde, no se ahoga. Y esto es, a mi entender, lo que sucede en la gran mayoría de los textos que yo (y como no soy un subversivo literario) y los hombres que avalan el canon, consideramos grandes textos. Son textos que no resbalan, que son peces en su río, monos en sus ramas, casi casi agua en su agua.
     Quiero decir; lo que nos pasa cuando pasa Camus, pongamos por caso, es un gran nadador. Una escritura que parece automática en el mejor de los sentidos, una escritura que se mueve con agilidad delante nuestro, sin esfuerzo, con destreza, con arte (vaya sabia acepción de la palabra), con maestría; una fila de palabras imprescindibles, a veces insólitas pero a la vez casi filosóficamente necesarias; signos que, pereciera, preceden y exceden a Camus el hombre, que ya estaban antes de Camus. En cierto modo, lo que nos pasa cuando pasa Camus en un arqueólogo; no un arquitecto sino un arqueólogo. Alguien que “inventa” en el sentido etimológico (los antiguos eran más modestos o más tímidos en esto), alguien que “encuentra” más que alguien que crea, cual Dios bíblico. Virgilio, que nunca hubiese dicho “hágase la luz”, sino “por favor, oh señora luz, hágame el favor de mostrarse”, en todo caso, Virgilio, decía, en un increíble verso de la Eneida dice que Eneas “hace surgir”, de una piedra, el fuego; no dice “genera”, dice “arranca”, no “crea”, “hace aparecer”. Eso es lo que hace Camus, “hace aparecer” el fuego, ni siquiera como un mago o, en todo caso, como un mago a pesar suyo, un mago ingenuo, no se jacta de encenderlo, lo evoca, lo llama. Y la luz, o el fuego, claro está, se hace.
    
     Camus no es un escritor genial. Camus es, por lo menos, dos escritores geniales. El primero escribió, en 1942, El extranjero; libro calmo, pasivo, cansado, escueto o escaso, desértico, resignado, desganado, seco, terminante, clásico, lánguido, casi sin aire, cayéndose casi, breve, transparente, unívoco, casi muerto. El segundo nació en el 56’ y escribió La caída; movediza, ambigua, oscura o ilegible, simbólica, rápida, juguetona, ultraretórica, cínica, barroca, vivaz, escurridiza, hiperquinética, excitante, casi sagrada. Ambas  corren como el agua. Fluyen. Se desplazan con pericia, imperceptibles. Sin piedras. Como escritas (o encontradas) de un plumazo.
   
     Primero Silvina Ocampo y después Juan José Saer, con más insistencia este último, al tratar de buscar una figura que explicara su manera de escribir, pensaron en la figura del sonámbulo. Cuando escribo, dice el santafesino, casi no me doy cuenta que escribo. La pluma me lleva. Soy escrito. Estoy casi dormido. A Viaje olvidado, confiesa Silvina, bajo y contra la mirada erudita pero estrecha, es decir ignorante, de su hermana mayor, lo escribí “a mi pesar”, “se escribió solo”. Imperdonable, querida hermana.
     Y eso se nota. Los libros parecen no esforzarse en ser obras maestras. Ellos, verdad o mentira, dicen que, en verdad, no fue ningún trabajo llegar a ser Saer o Silvina Ocampo.

     Obviamente esto no es cierto. La escritura, lo saben los escritores, comienza mucho pero mucho antes de la escritura. Razonamiento, lectura, búsquedas, inteligencia, sensibilidad, experiencia, arduo vivir sensible y conciente, etc., etc.      

     Pero claro; ya hay quienes están pensando en Los esforzados de la historia de la literatura. En los laburantes de la obra literaria, en los albañiles de las letras. Piensan en Flaubert (“cada página, qué digo cada página, cada línea, cada palabra, es una tortura”), piensan en Virgilio (varios años escribiendo la Eneida en prosa para recién después comenzar con otros largos años en versificar la prosa en 10.000 hexámetros, para, finalmente, darse una vuelta en peligrosos barcos por Asia para revisar la corrección geográfica de su obra y encima morirse antes de terminar su labor), piensan en Rulfo (Pedro Páramo, 150 páginas, tenía 300 antes de las laboriosas correcciones del mexicano), piensan en Borges, claro, en la lima de Catulo y en tantos otros.
     ¿Escritores que no nadan?, ¿Arquitectos y no arqueólogos? ¿Hiperconcientes magos?

     La obra de arte se exhibe en la sala de exposición,  no en el taller. El producto y no el esfuerzo. Todo escritor nace barroco, decía Borges, ya marcadamente clásico. El primero ostenta el trabajo, lo hace evidente, se jacta de él, el segundo lo esconde. Dicho de otro modo, la obra de arte es un punto de llegada y no un punto de partida. La curiosidad de que Virgilio haya tardado 10 años en escribir la Eneida y que Schumann se jacte de que sus lieder los compusiera mientras se ataba los cordones de sus zapatos son parte de la cocina del arte. Divertida, a veces interesante, necesaria incluso, pero cocina al fin. Para ver la obra pasemos al Hall. Aquí los valores estéticos de la obra no son los valores de su “costo de producción” (como quería, vicios de sociólogo, se equivocaba, el gran Bourdieu).
     No me importa si Camus nadó o se fue gastando los hombros contra las piedras de la costa, si Rulfo encontró o buscó como un condenado durante largos años el tono exacto del mexicano rural. No me importa si Virgilio fue más arquitecto que arqueólogo, si Saer en efecto escribía sonámbulo o con una insoportable vigilia (“la de lo ojos abiertos” al decir de Macedonio) de café cargado y problemas literarios irresolubles, si Schumann componía mientras se ataba los cordones de los zapatos o mientras no podía dormir pensando en si un “do” contemporáneo a un “sol” sonaría a una anacrónica Edad Media que vaya a saber si quería. No importa. Lo que importa es que son los textos los que nadan, los textos son los magos que no saben que hacen magia, los textos son arqueólogos que se limitan a enterrar la pala. Es la obra de arte la que es agua en el agua, la que no se le hincha la vena cuando canta aunque por dentro se muera de asfixia, la que canta un agudo “la” y nos hace creer que está cantando en un cómodo registro medio, la que parece chorreada azarosamente aunque haya sido meticulosamente calculada la técnica del chorreado La que cómodamente sonría mientras suda.

     Piazzolla, que contó que a Adiós Nonino la había escrito en 15 minutos al enterarse de la muerte de su padre, decía que lo más difícil era crear cosas simples (estética opuesta a la obra para su padre). Si pensáramos como Bourdieu, entonces la música de Chiquilín de Bacín es muy superior a la de Adiós Nonino. Poco probable, en verdad.

     No sé cuanto tiempo le llevó al Cuchi Leguizamón crear la Zamba de Argamonte, pero sí sé que cada nota está llamada a ser por la que la antecede, y bienvenida por la que la sucede, que cada nota es necesaria, que su música es como un perfecto hilo del que solamente hay que ir tirando. Una vez, claro está, terminada la zamba

      Hay mucho de mentira en el arte, que no es lo mismo que la traición. Diríamos casi que el arte es la mentira misma institucionalizada, legitimada. Y no pretendo decir nada nuevo con esto. Ellos, los que nadan, yo creo, nos engañan.

Volvamos al principio.

     Y cuando digo “los que nadan” también digo “los que nada”, los que no hacen  nada. Los autómatas. Los escritos por el texto. Las víctimas del texto. Los escribidos. Los guiados. Los elegidos.

Agrego: o al menos eso parece.

domingo, 19 de junio de 2011

La muerte del narrador en Los cachorros de Vargas Llosa. Un camino que empieza en Flaubert

Una verosímil y convincente manera de describir lo que sucede con los narradores de Los cachorros de Mario Vargas Llosa sería la siguiente: se trata de un  texto en el que coexisten solidariamente un narrador en primera persona del plural con un narrador en tercera persona, ajeno al mundo representado, con, a su vez, abundante participación narrativa de los personajes tomados individualmente (por medio de diálogos o directamente continuando la narración iniciada por las otras voces) o de sus puntos de vista.
     Esto es, creo yo, fundamentalmente cierto. Pero si nos corremos del plano descriptivo e intentamos explicar cómo funcionan de hecho o, lo que es lo mismo, qué pasa cuando pasa lo que arriba se describe, o qué pasa (en el texto y en el lector) cuando una voz narrativa sucede a la otra, o qué pasa cuando un personaje toma la posta de la narración y a su vez la cede a otro como en el episodio del baño, o qué pasa cuando los personajes dialogan casi sin intervención de una voz mediadora.
     Las respuestas a estas preguntas conforman mi hipótesis de lectura, mi interpretación respecto del funcionamiento real de las voces narradoras, que pretende ir más allá del plano de la descripción para indagar, a su vez, en la propia experiencia de lector. La hipótesis es la siguiente: las voces narrativas que se suceden, se alternan en la progresión de la historia de Los cachorros, lejos de conformar un conjunto de voces solidarias, se van desplazando unas a otras y alternativamente eliminando, lo cual termina por producir la sensación de no haber sido contada por nadie. En otras palabras; una voz releva a la otra pero al hacerlo la desgasta, la corroe, la anula provisoriamente y la termina por borrar.
     El texto produce variadas sensaciones en el lector, pero si hay algo que el texto no genera, eso es la sensación de armonía. Más vale lo que hay es disonancia: “Ellos lo estábamos”, “Ellos lo poníamos”[1] son los ejemplos extremos aunque no extraños o poco frecuentes. Ante estos enunciados sintácticamente agramaticales, en que se viola la ley básica de concordancia entre el pronombre sujeto y la persona verbal, creo que la linealidad del lenguaje decide en parte por nosotros. No nos quedamos con las dos personas sino que desplazamos (el texto desplaza) la primera con la segunda. Entiendo que este es el mecanismo de lectura que el texto propone o genera. Las voces narrativas no se superponen, no se solapan, sino que se niegan, se desgastan hasta que finalmente uno sale del texto con el desconcierto de no saber bien quién nos contó la historia, o, y ahora exagerando un poco los términos, si en realidad hubo alguien que contó la historia o esta se contó sola.

     Estas ideas que expongo son parcialmente propias y parcialmente del mismo Vargas Llosa. En efecto, el autor de Los cachorros había  quedado prendado de las innovaciones narrativas que Flaubert había experimentado en Madame Bovary. Esta fascinación quedó largamente confesada en un libro que dedicara al realista francés. Le llamó La orgía perpetua. Flaubert y “Madame Bovary”[2] . Sobre todo rescata del narrador (“uno de los narradores” dirá Vargas Llosa) su “objetividad”, su “neutralidad”, su “invisibilidad”. Esto, según el crítico, genera en el lector la “sensación de que el texto se autogenera” (p.218). Habla también de la “autosuficiencia” de la ficción (p.217), del “exilio” del narrador (p.232), de la narración “cinematográfica” (p.218), etc.
     Sin embargo estas ideas no son del todo originales. Los críticos han insistido (el mismo Flaubert lo ha hecho) en elogiar o denostar esta actitud “fría” del narrador ante la materia narrada desde el siglo XIX. Las consideraciones de Vargas Llosa me sirven más que nada para trazar una línea, para plantear una filiación.
     Creo que el texto de Vargas Llosa Los cachorros puede ser pensado continuando esta tradición de narradores impasibles, objetivos. Estamos todos de acuerdo en afirmar que esa línea comienza de manera más o menos escandalosa con Flaubert en Madame Bovary. Ahora bien; lo que intento dejar esbozado aquí (aunque de manera lateral) es que esa línea está llevada a tal extremo en el texto que comentamos que puede pensarse que allí culmina o, con una retórica que no es mía, podríamos hablar incluso de la muerte del narrador[3]. Pero esto debe ser fundamentado.
     Recordemos el párrafo que inicia la novela:
Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del “Terrazas”, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat.[4]    

     ¿Quién narra? ¿Quién es el “sujeto” encargado de poner en palabras una acción pretérita? Como decíamos al comienzo, una posible respuesta es decir que los narradores son fundamentalmente dos. Esto tiene algo de verdad, diríamos, descriptiva. Pero la experiencia de la lectura nos dice otra osa. Terminamos el párrafo con el desconcierto de no saber quién narra. Y esto genera a su vez la curiosa sensación de una ausencia de voz narrativa. Es en este punto en que considero que Vargas Llosa duplica cien años después la apuesta de Flaubert. Distinto hubiese sido si las voces se sucedieran en un “sistema de turnos” organizados por ejemplo por capítulos o incluso por párrafos. Pero aquí no hay sistema. Una voz toma la palabra inesperadamente, arbitrariamente, quitándole el discurso a la anterior, interrumpiéndola y apropiándose de lo narrado por la otra. El Narrador (con mayúscula) desaparece ahora literalmente.
     Por otro lado, las voces, diferenciadas formalmente por la persona verbal o pronominal, no se diferencian respecto de otros rasgos como el lenguaje, el tono, el estilo, el registro, etc. Es decir, no hay un cambio “retórico” en el pasaje de una a otra voz  y esta confusión es solidaria con la vaguedad narrativa en la que se desdibuja, se difumina, la figura del narrador.
     El mundo narrado se nos aparece entonces sin la mediación lingüística de una voz narrativa fuerte. El estilo del narrador de Flaubert impregna toda la ficción, le da forma, la dibuja desde afuera con un estilo singular, firme, sostenido e identificable. En este sentido, si bien el narrador “transparenta” una realidad ficcional, también es cierto que la modela, la estetiza. Pero en el texto de Vargas Llosa el estilo de la tercera persona es también el estilo de la primera del plural, es decir, de los propios personajes de la ficción. El texto está mediado, en todo caso, desde adentro. La tercera persona, por otra parte, funciona como limitadora del derecho a narrar de la primera, pero a su vez no tiene un lenguaje diferencial. Es decir, cuando ingresa la voz del narrador en tercera se interrumpe el relato de los personajes pero no su retórica, ni siquiera, en la mayoría de los casos, su punto de vista. Notemos que el punto de vista de la tercera persona no tiene privilegio alguno por sobre la primera, no se distingue, no va más allá de él. Entonces para qué sirve, podríamos interrogarnos. Incluso podríamos decir que los saberes de esta tercera persona son casi en su totalidad “parasitarios” de los saberes de los narradores personajes.
     Revisemos el episodio del baño:
     Luego del entrenamiento, los cinco amigos se van al baño a ducharse. De pronto oyen los ladridos del perro Judas que se ha escapado y se acerca:

Choto, Chingolo y Mañuco saltaron por las ventanas, Lalo chilló se escapó mira hermano y alcanzo  a cerrar la puertecita de la ducha en el hocico mismo del danés. Ahí, encogido, losetas blancas, azulejos y chorritos de agua, temblando, oyó los ladridos de Judas, el llanto de Cuéllar, sus gritos, y oyó aullidos, saltos, choques, resbalones y después sólo ladridos, y un montón de tiempo después, les juro (...), el vozarrón del Hermano Lucio, las lisuras de Leoncio (...). Abrió la puerta y ya se lo llevaban cargado, lo vio apenas entre las sotanas negras... Qué más, qué pasó después mientras yo me vestía, decía Lalo, y Chingolo el Hermano Agustín y el Hermano Lucio metieron a Cuéllar en la camioneta de la Dirección, los vimos desde la escalera, y Choto arrancaron a ochenta (Mañuco cien)... Mientras tanto el Hermano Leoncio perseguía a Judas...decía Choto... [5]

Vale la pena, creo, la extensión de la cita, si consideramos que en este episodio se despliega gran parte de este laboratorio de las voces narrativas que es Los cachorros. Observamos primero la presencia mínima del narrador en tercera que progresivamente desaparece entre las voces de los personajes. Este se limita a introducir la narración para luego ceder no sólo el punto de vista sino la narración a quienes presenciaron el accidente. Y este no es un dato menor. Los personajes de la ficción (con una participación importante en el transcurso de la trama, a diferencia de, por ejemplo, “Una rosa para Emily”, en donde una primera persona del plural narra la historia desde fuera de la ficción misma) narran su propia ficción y esto con un “agravante”: el auditorio, los destinatarios del relato son también personajes de la ficción (“qué más, qué pasó después...” pregunta Lalo a quien retoma su narración). Este es el mayor grado de autonomía al que alcanza la ficción.
     Pero volvamos a las reflexiones sobre el “borrado” de la voz narrativa. El pasaje arriba citado es, creo, un ejemplo de lo más claro. Ya no se trata de la lucha por los derechos de la narración entre las dos voces narrativas más regulares, sino de la tensión ahora de estas con las voces de los personajes. Estos se hacen cargo de la narración por un espacio bastante prolongado, toman la palabra, como olvidando y por lo tanto negando al narrador en tercera, relegándolo en todo caso a la burocrática función de decir quién habla en cada caso. Y esto con las mínimas palabras posibles.
     Pero el episodio del baño no es el único ejemplo. Más bien este recurso constituye una constante en la nouvelle, es un rasgo de peso en su poética. Los personajes parecen interrumpir el relato a voluntad. Tienen una suerte de irreverencia con los demás narradores y esto continúa el desgaste de estos últimos que ya había comenzado con su mutua batalla. Esta independencia de los personajes para hacerse cargo de su propia narración debilita precisamente los hilos que los mueven.
     Un ejemplo entre otros:
Cuéllar se encerró en su casa un mes y en el Colegio apenas si los saludaba, oye, qué te pasa, nada, ¿por qué no nos buscaba, por qué no salía con ellos?, no le provocaba salir. (p32)  

     Los personajes le pierden el respeto a las voces que los narran, ellos se narran a sí mismos y el texto se encarga de no diferenciar gráficamente estas alternancias y contribuir a la confusión. Las voces se confunden, se relevan y al hacerlo se niegan. Pero triunfa en esa lucha el lenguaje de la ficción (por sobre algún lenguaje exterior como podría ser en el caso de Flaubert), triunfa la voz y la autonomía de los personajes y esto va, por supuesto, en detrimento de la voz narrativa que narra la ficción desde afuera, esto es, en detrimento del narrador en tercera. Por momentos incluso el texto parece acercarse a la mecánica teatral en la que los actores de la ficción se mueven sin intermediarios, al menos lingüísticos. La mediación es débil y habla su mismo lenguaje: quiero decir, no rompe con la isotopía estilística: habla con diminutivos, con un tono coloquial y hasta juguetón, con regionalismos, etc. Por eso es que se puede hablar de un texto sin narrador, o, por lo menos, sin un narrador en el sentido más tradicional del término. Sin una voz que cuenta, que pone en palabras, que tiene su tiempo y sus modos verbales propios, etc.
     Los cachorros no tiene más narrador que el que se puede decir que tiene el cine. Un narrador que es un espacio, una ventana, que se abre para ver vivir. Un narrador que se limita a ordenar, a seleccionar escenas, a dar la palabra o facilitar la comprensión al receptor. No un narrador lingüístico. Ese, creo yo, es el que se elimina en el juego de las alternancias de las voces narrativas.
     Y continuando con la metáfora de la cámara textual (metáfora del cine), podría decirse que las voces que narran la historia tienen no sólo la limitación de una cámara, que sólo puede mostrar el mundo sensible, audiovisual, sino que tiene la limitación agregada de circunscribir su lente al espacio social. Sería entonces una cámara fija en el espacio público. Sólo se puede aspirar a ser narrado por esta cámara si se está en el Colegio, en los clubes, en la playa de Miraflores, en los bares, en las calles, etc. Tanto los espacios privados (la casa de Cuéllar queda afuera, la casa de sus amigos queda afuera, etc.) como las intimidades (no nos enteramos de las relaciones de los amigos de Pichulita con sus novias si ellos no deciden hacerlo “público” en un bar o en un club de villar junto a sus amigos) y más aún las interioridades quedan fuera del lente.   
     Es curioso por ejemplo que en las alrededor de cuarenta y cinco páginas de la novela no haya una sola escena con un solo personaje. Escenas con dos personajes hay muy pocas y de una brevedad vertiginosa. Tampoco existe nada parecido a un monólogo interior ni exterior y uno tiene que enterarse de lo que se piensa o se siente solamente por el intercambio lingüístico o por las conjeturas de los otros. Por ejemplo, preguntémonos qué piensa o siente o incluso cómo es Cuéllar. Las respuestas que da el texto respecto de esto último son las siguientes: “simpático”, “pintón”, “salvaje”, “antipático”, “bandido”, “tristón”, “chistoso”, “galante”, “tímido”, “perrito faldero”, etc., etc. Y esta variedad, y estas contradicciones (simpático-antipático, galante, salvaje-tímido, etc.) cómo se explican. Y la respuesta nos lleva nuevamente al tema del narrador debilitado. Todo el mundo se empecina en definirlo a Cuéllar porque no hay una voz privilegiada que lo defina para siempre. Nadie tiene la potestad sobre lo narrado. El narrador en tercera se limita a dar la voz para que digan o a decir lo que se dice. El texto asedia, rodea, sitia al protagonista, se lo muestra de todos los costados, se recorren todas sus aristas, pero nadie accede privilegiadamente a su ser, a su centro. Nadie lo mira por dentro, ni siquiera él mismo. Y esto porque el texto (la cámara textual) sólo presenta pareceres, nunca seres. La narración se abstiene no sólo de juzgar, de poseer subjetividad (eso ya lo hacía Flaubert) sino también de describir. En narrador solo cita descripciones, opiniones, imaginarios, representaciones sociales, sólo las formula. Por eso más que “objetivo” este narrador (ahora me refiero sólo al narrador en tercera) que cuando habla se confunde con sus criaturas, carece de entidad, roza la inexistencia.
     Todo lo anteriormente descrito produce, insisto, una ilusión de proximidad con la matera narrada que me parece que no se lograría ni con un narrador fuerte en tercera neutro ni desde una primera persona del plural participante en la historia. En la tensión entre las voces creo yo que se genera esa ilusión. La ilusión de estar viéndolo y escuchándolo más que leyéndolo. Por eso el texto más que narrarnos que el perro ladra nos reproduce fonéticamente el sonido: “guau guau guau”, lo mismo con el ruido del “poderoso Ford” o del tartamudeo gracioso de Pichulita. La mediación lingüística se disuelve. Queda la otra mediación, la de la cámara, la que enfoca.
     Por supuesto que no podemos olvidar el elaboradísimo trabajo con el lenguaje que atraviesa el texto, pero esto no opera como distancia entre el lector y lo narrado. Más vale entra en el juego lingüístico de los propios personajes o reproduce su actitud lúdica frente a las cosas.

     En conclusión: si hay tantos narradores es para que no haya ninguno. Por eso quise trazar el paralelo con Flaubert. En este comienza a desaparecer la subjetividad del narrador para que nazca el tan comentado “narrador objetivo”. Esa misma forma de narrar, que inicialmente parecen tan distantes, creo que puede pensarse en Los cachorros. El narrador se oculta tanto que termina por desaparecer y se mezcla con las otras voces que son también sus personajes. Eso es lo que me lleva a hablar en este texto de, al menos, y contrariamente a la descripción primigenia, una ausencia de narrador. 


[1] pp. 20 y  47, respectivamente
Cito de: Vargas Llosa, Mario; Los cachorros, los jefes; Barcelona, Editorial Lumen S.A., 1998
[2] Vargas Llosa, Mario; La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary; Editorial Seix Barral (s/d)
[3] Hago una aclaración respecto de esto último. No sólo esta retórica no es mía sino que incluso no la prefiero. La uso aquí porque me parece interesante pensar esta sucesión de “muertes” culturales (la de Dios, la del Padre, la del Hombre, la del Autor, etc.) como productos históricos. Se enriquece creo la lectura que pretendo compartir si se piensa esta ausencia de una voz privilegiada (un poseedor de la Verdad) en relación al contexto de inicios de la postmodernidad en el que se gesta (en 1968 aparece el texto, fecha aproximada en la que algunos autores prefieren ubicar los inicios de la vida o la filosofía postmoderna). Claro que esto merece un análisis más detenido y complejo al que yo no podría entrar. Sólo dejarlo planteado.
[4] El subrayado es mío
[5] p 19  (El subrayado es mío)

lunes, 13 de junio de 2011

Verme... ¿por qué no? El reflejo de los Alambres de Perlongher

Lo primero que me llamó la atención al leer los artículos críticos de Susana Cella, Jorge Panesi y Nicolás Rosa[1] sobre Néstor Perlongher fue su lenguaje. La abundancia de palabras que, entrecomilladas o no, remitían directamente al propio lenguaje de Perlongher. Como si el discurso crítico hiciera decir a Néstor Perlongher lo que ellos querían decir sobre Néstor Perlongher. Doy algunos ejemplos:

...el alud del aludir que reclama el texto... (Rosa, p. 24)
El saber-sabor de la lengua para Perlongher, sólo exige lamer la hinchazón de la lengua... (Rosa, p. 28)
...el bretel puro sostén de la letra... (Rosa, p. 37)
...la frase política chorreada, arrastrada al barro oscuro de sus versos... (Panesi, p. 305)
...ese “chorro” o “chorreo” verbal. (Panesi, p. 316)
...La estructura que da certidumbre a sus discontinuidades es el miriñaque: alambres tapizados de encaje... (Cella, p. 158)
...géneros y miradas que se entrecruzan sin acabar como una rueda que rueda... (Cella, p. 158)
...esta estructura débil, estructura que permite las prolongaciones indefinidas –alambres de baba- o las irrupciones cortantes, filosas –alambres de púa- (Cella, p. 158)[2]

Es decir, el discurso crítico se apropia de una metafórica que proviene de los propios textos del autor tratado. El discurso crítico hace volver a Perlongher sobre sí. Si bien puede argüirse que este procedimiento no es ajeno a los hábitos de la crítica, dadas la frecuencia o la insistencia que encuentro en este caso, sumadas al extrañamiento que produce la mayoría de las veces ese léxico dentro del discurso crítico, creo que podríamos encontrarle una significación o una explicación que enriquezca la propia lectura de Perlongher.
     La pregunta entonces sería ¿por qué el discurso crítico se sirve con tanta asiduidad (y con tanta fecundidad) de las propias palabras o metáforas de Perlongher para entender o significar las propias palabras o metáforas de Perlongher?[3] Y en la respuesta está mi propuesta de lectura. El discurso poético de Alambres de Néstor Perlongher está atravesado podríamos decir longitudinalmente por “otro” discurso que es un discurso crítico, más específicamente, su propio discurso crítico. Dicho de otra manera, Alambres habla de Alambres. Y aunque no quiero implicarme en las difíciles cuestiones de la intencionalidad, sí puedo al menos decir que ese discurso crítico es regular y sistemático. Si uno hace una lectura de este tipo podrá encontrar (fragmentariamente, claro) una voz que en vez de salir del texto hacia el objeto se vuelve hacia sí para hablar de sí misma o incluso de la relación entre el lector y el texto. Resulta curioso comprobar que además de estas apropiaciones que concientemente la crítica hace del lenguaje de la poesía que están comentando, casi no hay afirmación que haga este discurso crítico al que no se le pueda encontrar un equivalente metafórico en la propia poesía.[4]  
     Lo que voy a intentar hacer es seleccionar algunas de estos fragmentos metapoéticos o autocríticos y darles una interpretación, ayudado por los citados críticos.

La discontinuidad del sentido

Esta parece ser la constante del poemario. El sentido que se muestra y se oculta, que nos atrae y nos repele, que nos llama y nos expulsa. A este movimiento los críticos les llamaron “discontinuidad”, “disrupción”, “fracaso”, “decepción”, “débil estructura”, etc. Susana Cella dice que no hay “ni regularidad ni caos”[5] y esto es clave para la dinamización del texto. Así como Iuri Tinianov en El problema de la lengua poética habla de la “dinamización del ritmo”, aquí se puede hablar de la dinamización del sentido. Es decir, en la “regularidad”, en las zonas del texto sometidas al logos, la esperanza de la continuidad nos impulsa hacia adelante, pero siempre sobreviene el “caos”, la zona del texto no sometida a la inteligibilidad, y con él la decepción, el fracaso. La esperanza resurge luego y se frustra nuevamente y así. Esta discontinuidad del sentido es la única “regularidad” del texto, este camino en zigzag.  
     Ahora bien; veamos como conceptualiza esto el texto:

...se fue, por los jardines, y le pides que vuelva... (Amelia)
...que vuelva, que sea el mismo y no otro. (Amelia)
...una madre ebria... escapada. (Amelia)
...los tajos del corte... (Daisy)
...no hay un corte? (Daisy)
...botella atravesada... (Miche)
...ese abismo... (Degradee)
...sus ascensiones, o descensos, o líneas, de laberinto... ((grades))
...sin objeto ni destino... (Las tías)
...el parpadear de la que teje... (Anade, Caracoles)

En fin, tanto la idea de un sentido que se va, que se pierde, que es otro y al que se le pide en nombre del logos o la razón que vuelva, como el zigzag que supone la ebriedad, o el obstáculo interpuesto en el camino (una botella o un abismo) o, más aun, la idea de laberinto, en el que no se sabe adonde se está yendo (diseñado para perdernos) o la intermitencia que sugiere el parpadeo “de la que teje” el texto,  permiten metaforizar la tan remarcada discontinuidad del sentido.

Un sentido semioculto

Quizá a causa de esta misma discontinuidad comentada, el poemario sugiere sentidos a media. “Ni regularidad ni caos”. Juega en el límite, en la frontera, en la raya. El sentido está semioculto, o semiasomado, da igual. Cuando creemos que se nos presenta, enseguida se nos borra, huye, se nos hace humo. Como dice Nicolás Rosa, el texto “ilumina” o “alumbra” ciertas palabras y vela otras.  Pero el texto propone sus metáforas:

...si lo encontrás es tuyo[6]. (Moreira)
Así huidiza / Como rata...que se disipa en el aire como una fantasía (Para Camila O’ Gorman)
...esa baba que lamosamente fascínase en la raya[7] (Música de cámara)
...en el pozo de frontera... (Las tías)
...amor fronterizo... (Las tías)
...vicio fronterizo... (Las tías)
...muerte en la frontera... (Las tías)
...casi a ciegas... (Ethel)
...ese velador que apagas... (Daisy)
...volcando el velador (Daisy)
 “Vapores”
...a / caso se deja ver algo? se trasluce esta herida... (Vapores)
...no se ve / o no se sabe de qué cara    es, en ese surco / que no se ve, esa arruga (Vapores)
...se hace salpicadura... (Vapores)
“Degradee”
...señas... (Degradee)
...verme, por qué no? (Degradee)
...incienso de ese humo... (Degradee)
...de / qué cielo nos habla? (Degradee)
...el grito del quién vive... (Anade, Caracoles)
  
  Metáforas de lo mismo. Un sentido que se enciende pero se apaga, que hace señas pero que se disipa, que salpica el texto, pero que finalmente no se ve o se ve a medias. Es interesante señalar aquí la interpelación al lector que creo advertir en frase como “verme, por qué no?” o “de qué cielo nos habla?” “el grito del quién vive” en donde el sujeto del enunciado asume la voz de un supuesto lector para incluirla en su propia textualidad; polifonía, mezcla que luego comentaremos.

La anulación del sentido

Si bien es cierto que los sentidos aparecen y desaparecen, que se atisban y se echan atrás, también es cierto que, vistos globalmente, los sentidos totales no existen. El “naufragio”, el “incendio” del sentido dice Nicolás Rosa. Porque estas discontinuidades, estas significaciones parciales, diversas o incluso opuestas entre sí, terminan por desgastarse y anularse. El sentido total desaparece. Las flechas que indican los sentidos se cruzan o se chocan. El resultado es un todo inaprensible, etéreo, disparatado, delirante, ininteligible, que no termina de anclar, inútil, de aire. Revisemos el texto:

Si no[8] (Moreira)
Flores / tan barrocas que parecían no engarzarse y flotar muellemente en los dobleces (Moreira)
la enganchada / en el aire / en el delirio / en la burbuja del delirio (El circo)
cortada en dos desaparece... festoneada por facones... cimbréase sin red, la que / desaparece (El circo)
roer la anilla... (Para Camila o’ Gorman)
...lengua de insignificantes llagas[9].... (Daisy)
...se desploma (Miche)
...desprendida cae: como babeando... (Miche)
...esa ausencia... (Degradee)
...arañas paralíticas. (Degradee)
...el disparate.... (Degradee)
...ronco rebota... ((lobos))
...despoja al pájaro de nombres (El palacio del cine)

El poeta entonces utiliza su poder sobre las palabras en dejarlas sin poder. La lengua se vuelve tan paralítica como las arañas. Lo que queda en definitiva es una ausencia, un vacío, aire; palabras que rebotan contra las palabras para volverse disparate o directamente  aniquilarse. Las cosas, como los pájaros, se quedan sin nombre; esta lengua ya no sirve para nombrar.

Cómo llamar a esto (títulos para el poemario)

Pensemos en lo poco que de representación histórica se puede reconstruir. Pensamos en Moreira y Camila O’ Gorman sobre todo, pero también pensamos en ese “gaucho bruto” a cuya mujer atienden sus vecinos mientras él combate. Entonces atendemos las palabras de Susana Cella: “una historia rota... una historia que a diferencia de otras historias optimistas acentúe la mirada sobre el fracaso, ... una historia de derrotas...”[10] Pero nuevamente esto ya lo dice el texto. Así se autodefine:

Una historia que cante a los vencidos (Rivera) o
Ese despatarrarse de héroes (Rivera)

O atendamos a la musicalidad evidente del lenguaje, a esa explotación de la cualidad sonora de los significantes (“alambres / jaulas / animales dorados / a los aros / atados  a los haros / halos / aros...) y encontraremos otro posible título:
                Música de cámara” o
          Ritmo de pavanas (Amelia)

O reparemos en el recurso al humor, casi omnipresente, triste o negro, y entonces el texto será
           
           Máscara que ríe lo llorado (El circo)


Cómo llamar a esta arbitrariedad insolente de los signos, esa disposición caprichosa de las palabras en la que pierden su sentido. Cómo denominar a esta belleza intransitiva de los significantes, que no nos llevan a ningún lado; ese coqueteo modernista o barroco con las joyas, los vestidos, la seda, las piedras, que escapan a la razón y por lo tanto a cualquier tipo de fundamentación. El texto propone una forma llamativamente sintética para denominarse:
              
                Ese cisne gratuito (Anade, Caracoles)

O incluso es posible nombrar el poemario según la tan flagrante y barroca mezcla. Entonces el texto se vuelve
           Cisne de entrañas escarbadas y heces dispersas en un mazo (Anade, Caracoles)

El poeta termina por llamar Alambres al poemario y es interesante notar que no hace referencia a la temática del mismo sino a su estructura, a su modalidad de construcción, a su “precaria” arquitectura (“estructura débil” dice Cella) y esa es la función del discurso crítico. El título nos habla de su propia construcción, de su hilado. Dicho de otro modo, el texto literario se llama como podría haberse llamado el texto crítico que lo estudiara.

Instrucciones para leer alambres

Chupa, lame esta hinchazón del español (Corto pero ligero)
hala de ese bretel... (Daisy)
...jala y en ese recorrer, del resplandor / lamé, burilo; corta el ruedo, da / una “terminación”
...cala no calla... (Degradee)
...Anade / Jade (Anade, Caracoles)

La remisión del texto a los sentidos es constante. En efecto, parece un texto para oír, para mirar, para contemplarlo en su materialidad, para recibir las imágenes táctiles, gustativas u olfativas más que para “entender” o “explicar”. Es preciso calar en los significantes o tirar de ellos para exprimirlos de significaciones. En palabras de Tinianov: hay que encontrarle esos “indicios secundarios”, o incluso con Starobinski: buscar “las palabras bajo las palabras”. Quizá eso sea jalar o calar para que no callen. De todos modos, hay zonas del texto cuya oscuridad parece impenetrable. Por eso a veces es en vano intentarlo. Es mejor no hacer nada, dejar. Eso parece indicar la lectura anagramática de los últimos versos citados. No hay palabras debajo de las palabras.[11]

Alambres que reflejan

A modo de conclusión rescato una imagen que también (cuándo no) propone el texto:

           Espejos que dan de sí lo suyo (Anade, Caracoles)

Y está todo dicho. El texto se refleja a sí mismo, es un espejo de sí. Los alambres reflejan los alambres, hablan de sí. Por eso el texto puede hablar de sí como “burbujas del delirio”. Un todo cerrado, impenetrable, perfecto y bello. Que se escribe pero también se lee a sí mismo. Autosuficiente. Texto que se asoma al lago para contemplarse. Texto narcisista. Si esto es así, entonces Alambres no sería tan “intratable” como afirma Nicolás Rosa, con la lectura de Barthes a flor de labio.
     Verme... ¿por qué no?
















[1] Cella, Susana; “Figuras y nombres” en Lúmpenes Peregrinaciones; Rosario, Beatriz Viterbo, 1996.
  Panesi, Jorge; “Detritus”, en Críticas; Buenos Aires, 2000.
  Rosa, Nicolás; Tratados sobre Néstor Perlongher; Buenos Aires, Ars, 1997.
[2] Salvo indicación contraria, los subrayados son siempre míos.  “miriñaque” está enfatizado en el texto.
[3] Si bien los trabajos de Susana Cella y Jorge Panesi hablan de la obra de Perlongher en general, mi trabajo está circunscrito al poemario Alambres.
[4] Se podrá aducir que este procedimiento es ya no hallable si no más bien definitorio de la escritura moderna, este volverse sobre sí, quiero decir, pero la singularidad aquí es el modo de aparecer, que espero dejar expresado. Por otra parte, vale la aclaración de que esto no vuelve obvias las ideas de los críticos. Barthes lo explicaría, creo, de otra manera. Se trata, diría en los 70’, de un “texto de goce” un texto de vacío, un texto de palabras y de lenguaje, y por lo tanto “está fuera de la critica, salvo que sea alcanzado por otro texto de goce: no se puede hablar ‘del’ texto, sólo se puede hablar ‘en’ él a su manera...” Pero , a mi entender, los textos críticos no son puro vació, pura pérdida, puro “goce”  (aunque el juguetón Nicolás Rosa se esmere -aún más que el escénico Panesi-), y por otra parte, justamente lo que intento decir es que Alambres “dice” , “afirma”, “enuncia”, tanto como los críticos.
[5] p. 158
[6] Aquí se suma un humor desopilante.
[7] Nótese cómo lo sexual (“la raya”) vuelve a estar asociado con lo textual.
[8] Lo significativo y hasta simbólico de esta cita es que allí comienza y termina el verso. Es decir, el verso afirma y se niega. La anulación es lacónica y perfecta. Terminante.
[9] Esta cita me parece crucial. Nuevamente el texto juega con las dos acepciones de la palabra lengua sin despreciar ninguna. La “hinchazón” es “insignificante”, no en el sentido de significar o valer poco, sino en el de no significar, es decir, ser nada más que significante.
[10] p. 157
[11] En relación a la relación entre el texto y su lector, notemos que la actitud “descifradora” de este, su lectura en los intersticios, también está, a mi juicio, contemplada y nombrada por el propio texto: “El adivinador no me responde, mira...” (Anade, Caracoles) o “miradas que chorrean” (Vapores) o “el público desnudo y demudado, yace... cuando por sus orejas penetran los brumosos sonajeros, los dulces violoncelos...” (Música de cámara)