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viernes, 29 de julio de 2011

Ficción o locura. Una teoría de la literatura

a Juan José Saer, in memoriam


La mirada foránea nos desviste de hábitos. Ante esa mirada flamante nada nos trasciende, nada nos precede ni sucede. Somos mirados en crudo por esa vista extranjera, desprevenida, desarticulada, desproyectada, tonta. La mirada foránea ve las cosas siempre por primera vez. Las ve, de algún modo, desde ninguna parte. Ve partes por el todo. No conecta lo desconectado. No sabe construir. Desconoce las lógicas de la omisión o el sobreentendido. Es feroz sin querer. Es despiadada porque no usa la ficción para ver. Ve un pie y otro pie. No sabe el verbo caminar. No lee sentido. O no entró o está sacado. Como un loco. Está fuera de quicio. Es que no hay quicio, dice. La mirada foránea es una mirada loca, entonces. No hay manera de hacerle entender las ficciones de los dioses. No hay forma de quitarle la cara de extrañeza ante un mundo convencional y desarmado. Entonces, piensa el loco, el extranjero, el idiota, el loco es él. El que camina enajenado. No, decimos nosotros, el loco es él, que camina sin ficción. Pero no decimos eso. Decimos que está loco, porque tan adentro estamos de la ficción que no sabemos que somos de ficción. Que somos personajes de ficción, que el real es él, el loco, el desquiciado, el desconcertado, el incómodo, el que mira por primera vez, el que se desentiende de los moldes que conciertan el barro quebrado, el que desconoce o hace como que ignora los hilos invisibles, él, el desarropado, el desnudo que desnuda sin querer, incluso sin saber, el que da paso tras paso sin por eso caminar, y menor ir, y menos todavía dirigirse. Nosotros somos personajes de ficción, nos dice. La realidad es la cara detrás del velo. Lo real es el sol desatenuado y sin sombras. Pero si somos nosotros personajes de ficción, entonces somos nosotros hombres de la literatura, nos entusiasmamos. Pero no, dice él. La literatura no hace ficción.  Más bien la desmiente. La combate o la ignora. La literatura es una calle sin amortiguadores. Dice. La literatura soy yo. 

sábado, 23 de julio de 2011

El texto blanco

a Miguel Dalmaroni


Todo gran texto aspira a la blancura. No puede ser, nunca podría ser, un resultado, sí una histórica vocación. Cuando Catulo dijo, hace casi dos mil doscientos años, odi et amo, odio y amo, necesitó continuar con una pregunta que le arrancó a la ideología: quod id faciam fortasse requiris ¿cómo puede ser esto? te preguntarás, y se respondió secamente: nescio, no sé, sed fieri sentio et excrucior, sin embargo es lo que siento y por eso muero. Catulo se desbordó, se corrió de la configuración ideológica presente, se des-ubicó. Por eso necesitó primero, cándidamente, disculparse por la ex-centricidad y, a continuación, confesar su propio desconcierto, su no saber de la lógica que pueda explicarlo, y a su vez su confirmación de un sentir, y de un decir del sentir des-quiciado, loco. El papel de fondo, las frases que narraban el mundo, no absorbían un nuevo color que parecía no ser de este mundo. Un odi et amo a la vez, en simultáneo. Y una franqueza de niño al decir nescio, qué se yo, pero soy poeta, podría haber dicho, y digo, incluso o sobre todo digo, para no ser bebido, chupado por el papel.
     Todo gran texto procura salirse del negro, de la absorción total de un mundo ya configurado, ya dicho. No puede ser, nunca podría ser, un resultado, pero sí una loable vocación. El día en que Charles Dickens nombró a la multitudinaria y flamante metrópolis de Londres “el desierto de Londres”, otras puertas desde donde ver el mundo se abrieron. Vio un desierto (necesitó la metáfora) donde todos veían multitud. Esa frase tardaría mucho tiempo en ser bienvenida por las frases que diseñan el mundo. Esa pequeño rincón del texto de Dickens sumó a la belleza, a la inteligencia, a la denuncia o a la comprensión, esa frase, digo, sumó un color. Y un color es la porción de texto que se resiste a ser bebida por los viejos textos, es decir, por las viejas creaciones de mundo.
     La escritora alemana-holandesa Ana Frank fue tan lúcida que comprendió que debía explicar que lo que decía no era lo que se decía o lo que debía decirse, pero lo dijo. Dijo que se sentía sola en el mundo. Una nena con padre, madre y hermana; una nena con compañeros de escuela y hasta pretendientes, una nena, sobre todo, una nena de 13 años. Una nena así no podía sentirse sola, pero ella, como Catulo, así lo sentía. Y lo dejó dicho para siempre. Lo dijo en un Diario con vocación de literatura. Dejó tinta en el papel, no se dejó engullir por las fauces dulcemente feroces de los sentidos que moldean el mundo. Fue flamante en esa frase. Aunque le doliera y aunque no fuera ajena a la culpa, como el personaje de Jane Austen, que siente culpa por no sentir culpa. Ella también fue víctima y victimaria de la presión de los sentidos que nos trascienden y agobian. Sintieron, ambas, por fuera del deber sentir, pensaron y dijeron por fuera del deber pensar y decir. Por eso dejaron iluminado un terrón del mundo. Fueron nuevas. Sus textos tendieron al blanco, al color intragable, inabsorbible, insordinable, el todo color, el imposible blanco.
     Foucault lo dijo de Borges. Borges, al menos una vez, es impensable. Demasiado desasido del fondo. Demasiado resbaladizo, imposible. Lo dijo en el prefacio a Las palabras y las cosas, cuando citó aquella disparatada clasificación del perro que acaba de tirar el jarrón, o del animal visto de lejos. Esto va demasiado lejos, dijo el francés, esto va más lejos incluso que la monstruosa imagen surrealista del paraguas arriba de una mesa de disección. Esto, Borges, es impensable, acá no hay mesa en donde poner los paraguas. Pero Borges tuvo siempre vocación de blancura. Pensó lugares imposibles para observar el Universo, imposibles laberintos de arena. Son territorios que ejercen una violencia sobre viejos territorios. Son una violencia incluso o sobre todo para el lector, que manejaba cómodo por la ruta allanada por el asfalto. Sí, Borges quizá sea el escritor cuyos textos se asemejen más a la resistencia del blanco. El que menos se ha contentado con los menos inhumanos cromatismos.
     El gran Gabriel Báñez dijo, inolvidablemente, que los boxeadores entraban al ring side para no ser golpeados. Un escritor de la inversión. Eso ya se ha dicho. Cuando el mudo de Rolando recuperó el habla, él lo dijo de otra manera: cuando el habla me recuperó, dijo. No es inversión de la superficie de la frase, es inversión del pensamiento, de la configuración actual de la ideología, del estado de cosas presente del sentido. Es un contraste con lo tácito, con lo que podría no decirse puesto que ya ha sido dicho. Un gran texto es necesario, no se puede prescindir de él, pues hay algo en él que cambiará el mundo. Todo el resto es obviable. El 99% de los textos producidos quizá sean prescindibles desde el punto de vista de la transformación profunda del pensar y del sentir, pero en ese 1% restante está lo que bien podríamos llamar literatura. Una desfiguración de la cara lisa del mundo, un crol a la mandíbula, para repetir a un imprescindible, una manzana peligrosamente mordida.
     Sarmiento dijo que el tigre que perseguía a Quiroga producía en él una fascinación aterrante. La misma, seguramente, que producía en el joven Domingo el caudillo riojano. Una fascinación aterrante. Una contradicción, digamos. Pero no. Mejor, un sentir contradictorio no consigo mismo sino con la configuración verbal de los sentires anteriores a su fascinación aterrante. Porque cuando uno viene al mundo, el mundo ya tiene una manera de ser, de sentir, de pensar y de decir. La mayoría de las palabras encajan, mal o bien, más o menos mansamente, en dicho mundo. Pero hay palabras, hay frases, díscolas, subversivas, peleadoras, que se debaten con él. Son sin duda palabras angustiadas, como las de Ana, como las de Jane, puesto que traidoras. Pero son también un aire, una puerta nueva para un viento nuevo. Una pincelada que nos desdibuja el cuadriculado, que nos desmiente, que nos sacude y perturba. Que nos mueve. Quizá queden flotando un tiempo, a falta de mesa en donde apoyarse, siguiendo la imagen que sigue Foucault, pero luego serán la manera de apoyar un sentir que quedaba des-colocado, desierto y quizá también por eso, imperceptible, impensable o insentible.
     La literatura no lo puede ser todo, pero tiene esa vocación. Toda buena literatura es utópica. Va en pos de un no lugar, de un vacío que habitar. Busca la incomodidad para sentirse cómoda, para hacer de sí. Los grandes textos rehuyen el negro. El negro es el verdadero no-color. El negro es una ausencia, una repetición, un vacío, una facilidad quizá benéfica pero nunca imprescindible. Porque cuando faltan no falta nada. La gran literatura tiene en sus bordes espacios en blanco de papel. Rincones que no pueden ser bebidos, márgenes para la refracción. Cada gran escritor ha dejado en blanco sus márgenes. Esa blancura marginal y necesaria es la literatura. Lo demás es mero lenguaje.

miércoles, 20 de julio de 2011

El buen texto, la mujer hermosa

Como una mujer hermosa, todo buen texto resiste la lentitud. Y más aún, como una mujer hermosa, la exige, la reclama, la convoca, llama a la lentitud. A la morosidad, a la mirada sensual y analítica, amplificadora, lúpica, concentrada, delatora. El procedimiento bien puede pensarse reversible. Todo buen texto reclama la lentitud. Y también: todo texto que resista la lentitud será bueno. Es un modo de leer, entonces, y un modo de evaluar, de necesitarlo.
     La lentitud es un punto que avanza desprovisto de velocidad y prisa pero también un punto que se detiene, que frena y vuelve, que arranca de nuevo y se queda, que tarda en llegar. Todo texto, toda mujer, que soporte este paseo del regodeo por su cuerpo, que salga airoso, indemne o mejorado de esta lengua babosa, será bueno o hermosa.
     La lentitud ni siquiera es un vuelo rasante. No es un vuelo. Se parece más a un arrastre. Presupone la densidad de los cuerpos que recorre, un grosor, una textura de varios hilos en orden. Esta tardanza presupone una ganancia, una acumulación en el avance. Supone un lucro sensorial, una densidad creciente en los sentidos.
     Ellos no le temerán. El buen texto, la mujer hermosa, gozarán la templanza de saberse con cuerpo. Reclamarán, es más, hasta el borde de la quietud, una lengua lenta que los lea. Reconocerán esa ventaja. Se sentirán por fin ajusticiados por la exigencia implacable de calidad o hermosura. Se sentirán mirados o vistos por primera vez. Sabrán que en cada regreso, en cada insistencia sobre sus detalles, un placer nuevo les quedará del esmero. Son como el fuego de los guaraníes, el buen texto, la mujer hermosa: llevan el fuego como un corazón ardiente debajo de sus pieles de laurel.

sábado, 16 de julio de 2011

La magia del nombre

La magia del nombre es la magia de las hamacas. Ir y venir. Salir pero quedarse. Partir  no sin antes volver. La magia del nombre es de un orden luminoso, por eso Dios pidió, cunado pidió, la luz. Que salió suponemos de una sombra. Pero no borró la sombra, más vale la perpetuó. Es decir (Dios no lo dijo por conocer la naturaleza del nombre) que hágase la luz no es la frase completa. La omisión es de carácter práctico. La frase completa diría: hágase la luz que ilumine la sombra, pero que por Dios no la borre.
     Quiero decir, primero que hay una magia en el nombre. Esto es empíricamente comprobable. Segundo que esa magia alumbra, y perpetúa, una sombra. No es, esa luz,  la luz de los focos.
     La magia del nombre, intento ser más claro, es expulsiva y retentiva, quizá, al mismo tiempo. Mirada de lejos tiene la voz de un arrepentimiento. Que quiere enterrar lo exhumado. Pero de cerca no. Ni ha desenterrado por siempre ni pretende guardar bajo tierra. El nombre se transpira para mojar, para dejar quietos los árboles, para aguarles las plumas. Ama los gorriones pero los quiere fuera de sí, detenidos frente a su ventana. Caza mariposas para clavarlas. El nombre desnaturaliza. Desmiente la esencia de las cosas. No deja volar a los pájaros, viento a los árboles, fluir a los ríos, crecer a la infancia. La magia del nombre es vorazmente nostálgica. De una nostalgia ajena, mámica. Quiere que vuelvan, que se queden, que no se vayan, que se mueran. Y tiene culpa. Porque ella los ha expulsado, ella los ha aventado, exhalado de sí. Porque la palabra respira. Tiene la métrica de la respiración. Exhala para inhalar. Nombra al árbol para limpiarse pero lo deja plantado para siempre en un mundo que quizá se irá ensuciando.
     La magia del nombre tiene su acción terapéutica. Desentenderse del árbol y petrificarlo. Es antinatural, repito. Tiene su posología casi siempre misteriosa. Y puede fallar. Está plagado de contraindicaciones como el fracaso, el desencanto, la obsesión o la locura.
     Queda prohibida su distribución a los cautos. O, en todo caso, no se garantiza el beneficio de su magia. Porque el nombre, también es cierto, también puede ser un mero nombre.

sábado, 9 de julio de 2011

La cultura occidental moderna se abre con un texto trágico. La tragedia de Cristo

La literatura es lo esencial o no es nada
George Bataille

El texto que inaugura, digamos, la cultura occidental moderna (o una zona de esa cultura), es un texto trágico. Es el texto que cuenta la llegada de Dios. Los evangelios. Con las siguientes palabras se inaugura esta tragedia: “Al principio fue el verbo”. Lo dijo Juan. El resto de los Inspirados completó la historia trágica. Un hombre que nace con destino de cruz. Un hombre que llega bajo la sabiduría de una muerte segura por parte de un pueblo impío. Un hombre que nace, como todos, para morir. La carga trágica la da la forma. Los clavos, la lanza en el costado, la corona de la burla, la inscripción irónica, los azotes, la indiferencia, los meros ladrones a su lado.
     Porque no basta la muerte para la tragedia. El holocausto no lo fue. Es necesaria la mano de la trascendencia, cualquiera esta sea, no basta la mano del asesino.
     Trágico es aquello ante lo cual el Hombre es hombre. Trágico es aquello según lo cual el hombre se padece a sí mismo, es decir, sus límites. Para que haya tragedia el hombre debe ser pequeño ante algo grande. Romeo fue pequeño ante Julieta. Antígona lo fue ante las leyes civiles o las divinas. Egeo ante el error. Jesús fue pequeño ante sí mismo, que era Dios.
     George Bataille se planta ante la literatura con pie firme y no vacila: “la literatura es lo esencial o no es nada”. Lo dice en un libro en el que habla del mal en la literatura. Vaya si nos queda claro. La literatura debe referir esencias, constantes del hombre, debe buscar la savia detrás de la contingencia discontinua de las flores. Yupanqui, entonces, fue esencial. Dijo: “tú que puedes vuélvete/ me dijo el río llorando”; y selló la tragedia del río, la fatalidad del camino sin regreso, es decir su propio destino trágico: “es mi destino/ piedra y camino/ de un sueño lejano y bello, viday/ soy peregrino”. Yupanqui, diríamos, fue pequeño ante su propio deseo impostergable.
     La Edad Media, quizá, sea la de menos vocación trágica. No es fácil creer en una terrible fatalidad cuando se cree tan ciegamente en Dios. Porque la fatalidad ha de ser cruel para ser trágica. Y Dios, que sí tiene vocación trágica para los hombres, puesto que los ha creado y de él a la corta o a la larga dependen, tiene caminos insondables, pero crueles jamás. Siempre habrá maneras de redimirlo, como dice heréticamente un joven Roland Barthes, refiriéndose a las tragedias de Racine.
     Entonces por qué pensar los evangelios como textos trágicos. Dios no puede ser víctima de su pequeñez, es cierto, pero, bien leídos estos textos, es decir laicamente, literariamente, el que baja nunca es Dios sino su hijo flaco, el hijo del carpintero, el despreciado por los judíos cultos, el seguido por un puñado de pescadores crédulos, uno de los cuales se permite negarlo triplemente en forma de estribillo bien humano. No, no, no. La tragedia es de Pedro también, claro.
     Jesús, porque quien baja se llama más Jesús que Cristo, baja sin armas, se dice heraldo de una vida con mayúsculas, de un padre con mayúsculas, de un espíritu con mayúsculas y hasta de una palabra con mayúsculas. Pero los romanos poco creen en ese artilugio de la gráfica. Y lo prenden, lo juzgan y lo matan. Así de minúscula fue su vida para cualquier romano de la época. Y el texto bíblico, quizá metiendo la pata, le hace decir: “Dios, ¿por qué me has abandonado?”. Tenemos el permiso pues para pensar en la fragilidad del niño nacido en los campos de Belén, bien niño entre las cabras y las ovejas. Claro que los textos permiten una legítima lectura de comedia divina, pero de ninguna manera invalidan una tragedia humana.
     

jueves, 7 de julio de 2011

Escribir bien lo mediocre o La hoja lujosa de Carmen


En la plaza de 38 y 19 de la ciudad de La Plata existe una feria de artesanos que expone algunas cosas algunas de las cuales no están nada mal. No confunden, en general, artesanía con “cualquier cosa hecha con las manos”. Pero hubo sobre todo una pequeña obra que me pareció, primero, encantadora, sumamente “artística”, y segundo, , metafórica, ilustradora, reveladora, mensajera, representativa, condensación de un arte que me gusta  que algunos profesen.
     Se trataba de un cuadro muy pequeño, un cuadrado de unos 10 cm. de lado, en perfecto blanco, prolijo, levemente galante, sin solemnidad pero con sello, esmerado, laboriosamente sencillo, exacto, impecable. Eso en cuanto al marco. Pero la complementación perfecta la llevaba pegada adentro. Es que dentro de tanta cuidada elegancia, en el centro justo, sin ostentación, con sencillez natural, espontánea, sin jactancia, en soledad, había, en medio de lo blanco, del perfecto blanco, cortándolo sin violencia, inmóvil, tímida casi, seca, una hoja.
     El arte, dije. Después me serené. Cierto arte, dije… pero en el fondo seguía retumbando lo primero.

     Primero lo dijo el alemán Erich Auerbach en su precioso libro (el calificativo es literal y es metafórico, vaya conquista) La representación de la realidad en la literatura occidental, título que promete y cumple. Lo dice, creo, en el capítulo XIX, dedicado a los hermanos Goncourt y a una de sus fundamentales novelas. El minucioso alemán sanciona: por primera vez, con este libro, la “literatura seria” se ha encargado de lo considerado “vulgar”, de la vida de los pobres, quería decir, de los obreros. Para esta aserción, Auerbach ha pasado ya revista al canon de la literatura occidental desde Homero y se encuentra ya en el siglo XIX, después de trabajosas y largas páginas de erudición y deliciosa lucidez. Lo hace  en el contorno de una idea que, como eje estructurador del libro, recorre las páginas. Esa idea es en verdad una preceptiva antigua y prestigiosa que sancionaba que los temas “graves”, importantes, serios, debían tratarse en un tono adecuadamente “grave”, grandilocuente, serio. Y lo contrario. Lo banal, lo insignificante, lo frívolo debía tratarse de manera también leve, jocosa, superficial. Es, nada más y nada menos que la idea antigua y clásica de la teoría de los niveles: a tema sublime, tratamiento sublime, a tema grotesco, tratamiento grotesco, para simplificar. Y el siglo XIX comenzó a dar por tierra semejante prescripción. Pero me interesa aquí menos el contenido en cuanto Historia Literaria que el acierto en sí mismo. La idea de que se representa, de manera seria, pretenciosa (en Auerbach este adjetivo está vinculado con el tono y con el estilo) lo bajo, lo nimio, lo insignificante, lo mínimo, agregamos nosotros acercando su tesis a la nuestra.

     Años después lo dijo el gran sociólogo francés Pierre Bourdieu en Las reglas del arte. Hablaba de Flaubert. A un apartado le pone  el revelador y conciso título de “Escribir bien lo mediocre”. Fórmula estupenda que resume, según Bourdieu, lo que hace cuando escribe, su paisano de Rouan. Flaubert odiaba a Charles, a Emma y a todo el paisaje demográfico de su célebre novela Madame Bovary y sin embargo “escribió con estilo ese mundo mediocre”. Algo así (aunque con más acento en lo estilístico que en el tono aquí) como lo realizado por los hermanos Goncourt. Flaubert eligió un tema menor, casi mínimo, y le dedicó tortuosos años a escribir acerca de él, aunque, algunos habrán dicho, él mismo incluso en algún momento de desconsuelo, no valiera la pena. Toda una hazaña, escribir una novela estilísticamente impecable, contando la vida de un pobre médico de provincia y sus cuernos, es decir, los fantasmas de su mujer.
     Y así, después de Auerbach y de Bourdieu, después de los Goncourt y Flaubert, vuelvo al pequeño cuadro de la feria de 38. Con aplicada seriedad, con esmero, una señora, Carmen, pensó que no era demasiado, que valía la pena, semejante prolijidad para la vana hoja. Y seca. El arte, vuelvo a pensar.

     Gran parte de la buena literatura contemporánea latinoamericana (me ciño a ella, pero creo sospechar que occidente todo tiende hacia allí) ha seguido un proceder análogo. Los de siempre, Rulfo, Saer, Cortazar (llegando a la meticulosa parodia, “cómo subir una escalera”), Felisberto, Onetti, Girondo, y la lista es larga. El tema en menor, mínimo, pero la grandeza radica en el tratamiento, en la forma de abordarlo, es decir, en la forma, a secas. Abolida ya, sistemática o programáticamente, la preceptiva clásica de los niveles. Con una prosa fabulosa, llena de ambiciones, Saer nos cuenta en 350 páginas casi nada. Joyce fue fundamentalista del escribir bien lo mediocre. Escribió el Ulises.

     Pero no todos siguen la línea que comenzó el siglo de Flaubert.    

     Si fuese especialista en cine sería más cáustico, más audaz. Pero como no lo soy, me lanzo en la irresponsabilidad de juzgar por lo visto, que no creo que sea tan poco, lo escuchado, lo leído y lo pensado. Me gustaría, insisto, ser más exhaustivo en mi conocimiento, pero hasta lo que sé, me alcanza para lanzar la piedra y esperar.
     El llamado con pompa nacionalista o latinoamericanista “Nuevo cine argentino” es, en realidad, salvo honrosas excepciones (hasta lo que sé la excepción se llama Lucrecia Martel y algunos minutos más de alguna otra película aislada) lo que no ha querido hacer el “viejo cine argentino” por parecerle poco exigente o valorable o meritorio. Es que el minimalismo (que atrasa por lo menos unas décadas) que en general define al aplaudido cine, no va acompañado de una forma que lo jerarquice, que lo justifique, digamos. Bourdieu diría “filmar mal lo mediocre”, sin trabajos profundos con la forma, con los modos. Pero la originalidad mal entendida, la marginalidad mal pensada, los críticos poco entendidos o snob, las fáciles escuelas de cine, han sustentado este arte, cuyo mayor valor es que las salas no se llenen, es llevar a un preso al exótico mundo de la Mesopotamia, un perro al exótico mundo de la Patagonia, una familia rodante al recontra típico pero exótico mundo rural de Santa Fé, un milico a la bonaerense, y un etcétera escandaloso.
     Suele ser un honor que el gran público, indocto, no lea nuestras novelas porque proponen nuevos códigos, nuevas competencias de lectura, nuevas formas que resultan ilegibles por novedosas, pero la sala vacía porque la gente simplemente se aburre aún entendiendo absolutamente todo lo frívolo que sucede pantalla adentro…
     (Un ejemplo extremo de esta trivialidad del objeto y el sujeto que registra tiene un nombre raro: le dicen “El Gran Hermano”.)
     Fabio, Torres Nilson, Hugo del Carril no dejaron huellas en quienes deberían haberlas dejado. Con la excusa de la pobreza de recursos se hacen las vasofias más fútiles. La posmodernidad a veces es  la excusa perfecta para la ignorancia. Menos mal Martel.
    
     Sucede, entonces, que, a mi entender, la regla clásica, esta vez involuntariamente, se vuelve a cumplir. Poca forma para poco tema. Mero realismo. Pobreza de estilo para pobreza de argumento. Pocas ideas para filmar a gente con pocas ideas.  

     Pero sigamos. El siguiente, aunque no tan grave, por explícito y menos pretencioso, es el mundo de los mercaderes, inescrupulosos hacedores de Best Sellers o de películas industriales, ya que estamos con el cine. Pero esto también lo lanzó al aire, así como si nada, el lúcido Bourdieu. Los best seller suelen construirse por el procedimeinto exactamente contrario al del cuadro de la feria de 38. “Escribir mal lo grandioso, lo grandilocuente”. Un libro que no cuida su forma porque ya basta con hablar de un supuesto misterio definitorio para la historia de la humanidad, de un pintor hiperfamoso, o de Dios (todo con mayúsculas) Un film de estentóreas catástrofes y recursos trillados. Textos altisonantes, solemnes, armados. Los ejemplos cada uno búsquelo en su cabeza, en la lista de los más vendidos de los periódicos, en casi todas las librerías y, por supuesto, en las mejores salas.

     La preceptiva de los niveles de estilos se vuelve a cumplir. Otra vez a su pesar. Pero esta vez al otro extremos de la cuerda. Tratamiento solemne (que no quiere decir sofisticado, claro está) para lo solemne. Palabras altisonantes para imágenes altisonantes. Holywood, para ponerle un nombre.

     En la antigüedad se escribieron magníficas tragedias y lujosas comedias conforme a las reglas de estilo. En ambas la forma era un problema. El tratamiento no era un medio, solamente, sino un conflicto a resolver.
     En la misma línea pero en la actualidad, dos ejemplos cinematográficos (que podrían haber sido literarios) siguen la línea de la regla de los estilos pero ambos carecen de artistas que los profesen. “Cine industrial”, “Nuevo cine argentino”,  para ser didácticos.

     En el centro está Flaubert. Buscando la palabra justa para tratar la mediocridad. Sudando con la manera de que suene musical la frase “el farmacéutico llegó a casa de Charles Bovary”, con ambición y sudor de artista.
    
    En el centro también está la hoja, en la calle 38, en una plaza verde, en el medio exacto de un cuadro blanco, hoja como todas, modesta, franca, inocente, pequeñita, elemental, seca, pero lujosa, a fuerza de marco, a fuerza de Carmen.   

Escribir bien lo mediocre o La hoja lujosa de Carmen


En la plaza de 38 y 19 de la ciudad de La Plata existe una feria de artesanos que expone algunas cosas algunas de las cuales no están nada mal. No confunden, en general, artesanía con “cualquier cosa hecha con las manos”. Pero hubo sobre todo una pequeña obra que me pareció, primero, encantadora, sumamente “artística”, y segundo, , metafórica, ilustradora, reveladora, mensajera, representativa, condensación de un arte que me gusta  que algunos profesen.
     Se trataba de un cuadro muy pequeño, un cuadrado de unos 10 cm. de lado, en perfecto blanco, prolijo, levemente galante, sin solemnidad pero con sello, esmerado, laboriosamente sencillo, exacto, impecable. Eso en cuanto al marco. Pero la complementación perfecta la llevaba pegada adentro. Es que dentro de tanta cuidada elegancia, en el centro justo, sin ostentación, con sencillez natural, espontánea, sin jactancia, en soledad, había, en medio de lo blanco, del perfecto blanco, cortándolo sin violencia, inmóvil, tímida casi, seca, una hoja.
     El arte, dije. Después me serené. Cierto arte, dije… pero en el fondo seguía retumbando lo primero.

     Primero lo dijo el alemán Erich Auerbach en su precioso libro (el calificativo es literal y es metafórico, vaya conquista) La representación de la realidad en la literatura occidental, título que promete y cumple. Lo dice, creo, en el capítulo XIX, dedicado a los hermanos Goncourt y a una de sus fundamentales novelas. El minucioso alemán sanciona: por primera vez, con este libro, la “literatura seria” se ha encargado de lo considerado “vulgar”, de la vida de los pobres, quería decir, de los obreros. Para esta aserción, Auerbach ha pasado ya revista al canon de la literatura occidental desde Homero y se encuentra ya en el siglo XIX, después de trabajosas y largas páginas de erudición y deliciosa lucidez. Lo hace  en el contorno de una idea que, como eje estructurador del libro, recorre las páginas. Esa idea es en verdad una preceptiva antigua y prestigiosa que sancionaba que los temas “graves”, importantes, serios, debían tratarse en un tono adecuadamente “grave”, grandilocuente, serio. Y lo contrario. Lo banal, lo insignificante, lo frívolo debía tratarse de manera también leve, jocosa, superficial. Es, nada más y nada menos que la idea antigua y clásica de la teoría de los niveles: a tema sublime, tratamiento sublime, a tema grotesco, tratamiento grotesco, para simplificar. Y el siglo XIX comenzó a dar por tierra semejante prescripción. Pero me interesa aquí menos el contenido en cuanto Historia Literaria que el acierto en sí mismo. La idea de que se representa, de manera seria, pretenciosa (en Auerbach este adjetivo está vinculado con el tono y con el estilo) lo bajo, lo nimio, lo insignificante, lo mínimo, agregamos nosotros acercando su tesis a la nuestra.

     Años después lo dijo el gran sociólogo francés Pierre Bourdieu en Las reglas del arte. Hablaba de Flaubert. A un apartado le pone  el revelador y conciso título de “Escribir bien lo mediocre”. Fórmula estupenda que resume, según Bourdieu, lo que hace cuando escribe, su paisano de Rouan. Flaubert odiaba a Charles, a Emma y a todo el paisaje demográfico de su célebre novela Madame Bovary y sin embargo “escribió con estilo ese mundo mediocre”. Algo así (aunque con más acento en lo estilístico que en el tono aquí) como lo realizado por los hermanos Goncourt. Flaubert eligió un tema menor, casi mínimo, y le dedicó tortuosos años a escribir acerca de él, aunque, algunos habrán dicho, él mismo incluso en algún momento de desconsuelo, no valiera la pena. Toda una hazaña, escribir una novela estilísticamente impecable, contando la vida de un pobre médico de provincia y sus cuernos, es decir, los fantasmas de su mujer.
     Y así, después de Auerbach y de Bourdieu, después de los Goncourt y Flaubert, vuelvo al pequeño cuadro de la feria de 38. Con aplicada seriedad, con esmero, una señora, Carmen, pensó que no era demasiado, que valía la pena, semejante prolijidad para la vana hoja. Y seca. El arte, vuelvo a pensar.

     Gran parte de la buena literatura contemporánea latinoamericana (me ciño a ella, pero creo sospechar que occidente todo tiende hacia allí) ha seguido un proceder análogo. Los de siempre, Rulfo, Saer, Cortazar (llegando a la meticulosa parodia, “cómo subir una escalera”), Felisberto, Onetti, Girondo, y la lista es larga. El tema en menor, mínimo, pero la grandeza radica en el tratamiento, en la forma de abordarlo, es decir, en la forma, a secas. Abolida ya, sistemática o programáticamente, la preceptiva clásica de los niveles. Con una prosa fabulosa, llena de ambiciones, Saer nos cuenta en 350 páginas casi nada. Joyce fue fundamentalista del escribir bien lo mediocre. Escribió el Ulises.

     Pero no todos siguen la línea que comenzó el siglo de Flaubert.    

     Si fuese especialista en cine sería más cáustico, más audaz. Pero como no lo soy, me lanzo en la irresponsabilidad de juzgar por lo visto, que no creo que sea tan poco, lo escuchado, lo leído y lo pensado. Me gustaría, insisto, ser más exhaustivo en mi conocimiento, pero hasta lo que sé, me alcanza para lanzar la piedra y esperar.
     El llamado con pompa nacionalista o latinoamericanista “Nuevo cine argentino” es, en realidad, salvo honrosas excepciones (hasta lo que sé la excepción se llama Lucrecia Martel y algunos minutos más de alguna otra película aislada) lo que no ha querido hacer el “viejo cine argentino” por parecerle poco exigente o valorable o meritorio. Es que el minimalismo (que atrasa por lo menos unas décadas) que en general define al aplaudido cine, no va acompañado de una forma que lo jerarquice, que lo justifique, digamos. Bourdieu diría “filmar mal lo mediocre”, sin trabajos profundos con la forma, con los modos. Pero la originalidad mal entendida, la marginalidad mal pensada, los críticos poco entendidos o snob, las fáciles escuelas de cine, han sustentado este arte, cuyo mayor valor es que las salas no se llenen, es llevar a un preso al exótico mundo de la Mesopotamia, un perro al exótico mundo de la Patagonia, una familia rodante al recontra típico pero exótico mundo rural de Santa Fé, un milico a la bonaerense, y un etcétera escandaloso.
     Suele ser un honor que el gran público, indocto, no lea nuestras novelas porque proponen nuevos códigos, nuevas competencias de lectura, nuevas formas que resultan ilegibles por novedosas, pero la sala vacía porque la gente simplemente se aburre aún entendiendo absolutamente todo lo frívolo que sucede pantalla adentro…
     (Un ejemplo extremo de esta trivialidad del objeto y el sujeto que registra tiene un nombre raro: le dicen “El Gran Hermano”.)
     Fabio, Torres Nilson, Hugo del Carril no dejaron huellas en quienes deberían haberlas dejado. Con la excusa de la pobreza de recursos se hacen las vasofias más fútiles. La posmodernidad a veces es  la excusa perfecta para la ignorancia. Menos mal Martel.
    
     Sucede, entonces, que, a mi entender, la regla clásica, esta vez involuntariamente, se vuelve a cumplir. Poca forma para poco tema. Mero realismo. Pobreza de estilo para pobreza de argumento. Pocas ideas para filmar a gente con pocas ideas.  

     Pero sigamos. El siguiente, aunque no tan grave, por explícito y menos pretencioso, es el mundo de los mercaderes, inescrupulosos hacedores de Best Sellers o de películas industriales, ya que estamos con el cine. Pero esto también lo lanzó al aire, así como si nada, el lúcido Bourdieu. Los best seller suelen construirse por el procedimeinto exactamente contrario al del cuadro de la feria de 38. “Escribir mal lo grandioso, lo grandilocuente”. Un libro que no cuida su forma porque ya basta con hablar de un supuesto misterio definitorio para la historia de la humanidad, de un pintor hiperfamoso, o de Dios (todo con mayúsculas) Un film de estentóreas catástrofes y recursos trillados. Textos altisonantes, solemnes, armados. Los ejemplos cada uno búsquelo en su cabeza, en la lista de los más vendidos de los periódicos, en casi todas las librerías y, por supuesto, en las mejores salas.

     La preceptiva de los niveles de estilos se vuelve a cumplir. Otra vez a su pesar. Pero esta vez al otro extremos de la cuerda. Tratamiento solemne (que no quiere decir sofisticado, claro está) para lo solemne. Palabras altisonantes para imágenes altisonantes. Holywood, para ponerle un nombre.

     En la antigüedad se escribieron magníficas tragedias y lujosas comedias conforme a las reglas de estilo. En ambas la forma era un problema. El tratamiento no era un medio, solamente, sino un conflicto a resolver.
     En la misma línea pero en la actualidad, dos ejemplos cinematográficos (que podrían haber sido literarios) siguen la línea de la regla de los estilos pero ambos carecen de artistas que los profesen. “Cine industrial”, “Nuevo cine argentino”,  para ser didácticos.

     En el centro está Flaubert. Buscando la palabra justa para tratar la mediocridad. Sudando con la manera de que suene musical la frase “el farmacéutico llegó a casa de Charles Bovary”, con ambición y sudor de artista.
    
    En el centro también está la hoja, en la calle 38, en una plaza verde, en el medio exacto de un cuadro blanco, hoja como todas, modesta, franca, inocente, pequeñita, elemental, seca, pero lujosa, a fuerza de marco, a fuerza de Carmen.   

domingo, 3 de julio de 2011

Los espejos de la literatura. Sus símbolos

La literatura es, también, una poderosa máquina de crear sus propios símbolos. Quiero decir, un artefacto que, además de espejar se espeja. Dicho de otro modo, un tejido en donde también, de manera más o menos voluntaria, quedan bordados sus mecanismos, sus vicios, sus afanes, sus potencias, sus hilos.
     Ilustro: Edgar Allan Poe urdió, quizá sin saberlo, una hermosa metáfora de la creación estética o, mejor, de la representación en el arte. Lo hizo en un relato titulado “El retrato oval”. Un pintor obsesivo, día tras día, noche tras noche, deshace los hilos de su pincel en la denodada tarea, enferma, de dejar plasmada a la mujer que ama en una tela. Ella, pasiva, (una mujer Poe), posa para su célebre marido. Crecientemente enferma ella por su estatismo, por su anemia, por su inanición; crecientemente enfermo él por su manía, por su pasión desenfadada, el final no podía dejar de ser trágico (un final Poe). Ella muerta. Hasta ahí no hay sorpresa. Su retrato, misteriosa, inquietantemente vivo.
     Magnífico símbolo, el que se deja leer en este relato, de la representación. Quizá sea una experiencia más de escritores que de lectores, pero no exclusiva. El objeto figurado, una vez figurado, se desvanece, muere. La figuración, después de la figuración, nace. No pueden convivir. Como una luz repartida sucesivamente en dos lámparas. La consecuencia de la luz de una es la oscuridad de la otra. No conozco las causas. Sé de cerca los efectos.
     Ernesto Sábato, entre tantos defectos estético-morales que se le achacan tuvo una gran virtud. Fue esa pequeña ventanita que hizo pintar y exponer a Juan Pablo Castel en su conmovida e insistente novela El túnel. María Iribarne, la mujer protagónica, se detiene en lo que nadie hasta ese momento se había detenido. Le da significancia a la insignificancia de la pequeña ventanita en un ángulo secundario del cuadro. Castel se enamora sin demoras. Ella ha visto lo que nadie ha visto. Lo conoce minuciosamente. Se ha fijado en esa entraña que el pintor había minimizado en la pintura pero que suponía una comunidad, un encuentro entre observador y artista.
     No sé hasta qué punto es frecuente esta experiencia, pero en la medida en que ocurre, sucede, la escena de Sábato se constituye en una hermosa y precisa manera de figurar ese encuentro. Son de alguna manera piedras que el artista siembra como al descuido (o meramente al descuido) en la obra y a cuyo lado todos pasan sin detenerse hasta que alguien las recoge para producirse un modesto milagro. La comunicación. Muchos artistas han muerto, supongo, (pienso en Van Gogh) sin haber saboreado ese milagro.
     En fin. Dos escenas de la literatura que piensan o dejan pensar la literatura. En un caso, la representación; el encuentro entre obra y lector, en el otro.
     Borges decía que las buenas metáforas, las imperecederas, que había dejado la literatura (el hombre invisible, Edipo, Jekill y Hyde, pongamos por caso) habían sido involuntarias. Es posible. Pero interesa aquí menos la intencionalidad que las posibilidades que nos da una obra de pensar sus modos. Se vuelven categorías de pensamiento. Se constituyen en formas mentales para pensar y, quién sabe si no también, para sentir la literatura.