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martes, 27 de septiembre de 2011

La prosa según mi abuelo II

La prosa, hijo mío, es un cielo de ancianos. Un árbol para trepar los mancos. Una lágrima que llora para adentro, que viene de afuera. No te confundas. La prosa es un hacha de ciegos para entrar a la semilla. La prosa es un desmonte, un desierto, hijo, un desierto apenas disimulado por un bosque. Y crece mal. Crece como el llanto para adentro. Crece de honda, en pozo crece. No sabe, en verdad, hijo, no sabe. Se le nota la desnudez en el exceso de ropa. La caída se le nota en el paso desmedido. La prosa es un pasado infinito. Un presente eterno de vidas pasadas. Un vacío donde poner  la lengua. Un instante donde saciar la urgencia. Un fuego sin melena es, un agua sin leones, una planta sin gorriones, un nido para pájaros sin salida, una puerta contra un muro, un ala sin raíces. Por eso duele tanto, hijo, por eso te quema en el cuello y te sana en los dedos. Es que la prosa no ha echado raíces. Si las crea se muere. Y no sabe. Qué es lo que no sabe tampoco lo sabe. Imposible escalar ese abismo sin sangre. Imposible. No te mires las rodillas, hijo. La prosa también es una lengua de perro que cura. Cura mal pero cura. Pero me has desvelado, hijo. Por qué. Qué es lo que querías saber. Nunca me lo quisiste decir. Dormí. Dormí, hijo, dormí. Mañana será otro día más.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Literatura y exilio

 “se apagaron los faroles
y se encendieron los grillos”
(Federico García Lorca)

“...huye del mundanal ruido
y sigue la escondida
 senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido”
(Fray Luis de León)


Sólo, inhóspito, flamante, descarnado, nuevo. El escritor se junta barro en el destierro.

Lugares bien comunes como el escritor y la noche, el escritor y la soledad, el escritor y el silencio, llevan su margen de verdad. A saber: el escritor y el exilio.
     La literatura es un país de refugiados. Uno anda solo en la literatura. Y lejos, en lo posible. La literatura es un territorio foráneo, ido, o al menos debería serlo. Por qué.
     Quienes no vamos a la literatura como quien va a la calesita, quienes no buscamos en ella el quizá noble ejercicio de la diversión o el pasatiempo, queremos o exigimos que la literatura no nos hamaque en vano. Queremos que la palabra nos hable desde otra parte. Le pedimos que nos llame del exilio. Porque el más acá ya fue saturado por la cultura de masas, las insistentes revistas, por la gritona televisión, la facilidad de internet, por las letras pop. Y quizá eso no haya estado mal y ni siquiera reneguemos de ello. Pero al entrar en la literatura la exigencia es de un cielo más allá. Queremos ser nombrados por otras palabras, leídos por otros ojos, pensados desde otras ideas, tejidos en otras tramas.
     El escritor debe escribir de noche, solo, en silencio. En esa vieja metáfora debe escribir el escritor. Porque todas son metáforas del exilio. Incluso de sí mismo. Él, que ha andado las mismas calles urgentes y ha oído las mismas palabras ansiosas que yo. Ahora quiero que se deshaga hasta de su pasado más inmediato para no volver a llamarme por mi nombre, para no volver a decirle mundo al mundo, nido al nido, cielo al cielo.
     El escritor debe desandar de noche lo que ha caminado de día. Debe ser amnésico cuando escribe. Debe escribir desde la incomodidad de la utopía, es decir, desde el no lugar. Porque todo lugar es común. Todo camino es trillado. Debe silenciar las palabras diurnas, los ecos, los ruidos. Debe irse del mundo para escribir.
     No está mal, repito, que pensemos que todo escritor escribe de noche, en soledad y en silencio. Todos ellos son lugares perdidos. Para perderse, quiero decir.  Son lugares para olvidar banderas y eslogans. Lugares para no ser por un rato tan fáciles ni previsibles como lo hemos sido esta mañana en la calle.
     Pero la literatura, quizá por todo lo antedicho, sabe que esa puerta del exilio es imposible. Sabe que por más que se vaya más allá algo de sí se quedará más acá. Sabe que el silencio, la noche y la soledad son metáforas parciales. Sabe, en algún momento lo recuerda, que su nombre es ese que oyó en la calle esta mañana un instante antes de darse vuelta.
     Pero volverá. Irá con Lorca cada noche adonde se apagan los faroles y se encienden los grillos. Con Fray Luis fuera del mundanal ruido. Allá, lejos, a ese territorio imposible pero cierto desde donde, no sin pena, se escribe la mejor literatura desde hace dos mil quinientos años.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Cambiar un mundo

Trabajadora simpleza
de hacer canto con el grito...
y si el mundo no ha cambiado
es mejor para vivirlo.

(Emanuel “Tato” Fattore)

Cambiar el mundo, reclamaba un jovencito de diecinueve años, llamado Arthur Rimbaud, a fines del romántico siglo XIX, como fin último de la trabajosa e inspirada poesía. Y en verdad el arte todo ha querido, sospecho, cambiar, si no el mundo, al menos algunas aristas de este incomprendido y mudo óvalo de tierra y agua.
      Pero también es cierto que las actitudes heroicas hoy están un poco en desuso, quizá por los tropiezos históricos, quizá por los actos fallidos, quizá por un cansancio acumulado... y la frase de aquel adolescente precoz y genial que reclamaba tan noble destino para el arte hoy nos quede un poco grande. Aunque no desistimos del todo, también sospecho, muy en el fondo, en el inconfesable fondo, en darle al arte un sentido que trascienda al mero estar por estar, al mero estar ahí para nada. Y es por eso que resulta interesante leer (o escuchar) atentamente la copla que cito como epígrafe de estas líneas del no del todo reconocido (quizá con justicia) poeta del folclore Emanuel Tato Fattore.
     La chacarera cuya estrofa transcribimos pretende ser un homenaje a la estupenda dupla folclórica salteña del compositor y pianista Gustavo Cuchi Leguizamón y el poeta y letrista Manuel J. Castilla. El fragmento citado corresponde a la última estrofa que da pie al segundo estribillo y sintetiza una idea que el letrista adjudica a las bondades de la dupla salteña. Si bien el mundo no se ha modificado, parece querer decir, por haber compuesto “La Pomeña”, pongamos por caso, sí, en cambio, me he modificado yo, sí nos hemos modificado nosotros al haber escuchado, pongamos por caso, “La Pomeña”. Dicho de una manera más filosóficamente técnica: el mundo, lo real, lo otro, difícilmente pueda ser cambiado, mejorado o corregido por la acción directa del arte, pero sí se pueden cambiar, mejorar o corregir las condiciones subjetivas del receptor, del oyente, del lector, por los efectos de la obra de arte, hombre este que luego deberá lidiar con el mundo.
     Sobre lo que la copla mencionada no se extiende es sobre las presuntas bondades que el arte posee intrínseca o circunstancialmente para actuar sobre la percepción del hombre que contempla o experimenta, goza o sufre el mundo. Y la verdad es que no es tarea fácil la generalización aquí, quiero decir, la generalización en este territorio tan numeroso y diverso que llamamos arte. Pero, en caso de haber sobrevivido a tan atroz ataque al siglo de Victor Hugo por parte del siglo de Sartre, y aún creemos que el arte, pongamos por caso, “La Pomeña”, tiene un algo, una cosa, una gravitación sobre la sensibilidad de quien lo experimenta que lo conmueve, es decir, que lo mueve, que lo corre, que lo transita, que lo desplaza, que lo sacude... Y si además estamos de acuerdo en que uno no es el mismo antes y después de haber escuchado “La pomeña”, también pongamos por caso, por el Dúo Salteño, entonces no carecerá de asidero la idea condensada en la copla de este epígrafe. El hombre que sale a la calle, que sale al mundo D.P. (después de “La Pomeña”), ya no es el mismo hombre que entró a su casa, que vino del ruido, que llegó a su living,  que llegó del mundo A.P. (antes de “La Pomeña”) y puso en el equipo de música el disco del Dúo Salteño en el número de track correspondiente en donde se escucha, durante tres minutos cuarenta y siete segundos la ya cansada pero bellísima “Eulogia Tapia en la Poma...”.
      El mundo A.P. no es otro que el mundo D.P., las mismas atrocidades ocurren, lo que no puede ser lo mismo, lo que ya no puede ser lo mismo es el sujeto. Y por lo tanto su percibirlo, su vivenciarlo, su saberlo. Y qué es lo que es el mundo sino su percepción. Qué es lo que es el objeto sino lo que experimenta el sujeto frente a dicho objeto. El mismo árbol visto a las diez de la mañana de un sábado de primavera no es el mismo árbol que el observado un lunes 15 de mayo a las siete y media de la mañana, rumbo al trabajo. Y bien, lo que logra la buena obra de arte es que el árbol, bello o feo, coposo u otoñal, verde o amarillo, valga la pena ser observado. El árbol, el objeto, lo real, el mundo, como queramos llamar a eso que no es el sujeto (la distinción es meramente explicativa), vale la pena ser visto, mucho más, si es que antes hemos gozado con el arte, es decir, si antes hemos escuchado “La Pomeña”.
     Un grito es doloroso, pero nos dan ganas de seguir chocando contra el mundo si es que antes hemos sido transitados, heridos, embellecidos, apuñalados, bellamente, por El grito de Edvard Munch. Iremos, con Castilla, “alegremente sangrando”.

     Somos menos optimistas que Rimbaud, sin duda, pero somos optimistas, generosos, ateamente creyentes, al momento de juzgar el valor (el tremendo destino) de una obra de arte. Además del goce en sí mismo que nos provoca, nos corre la mirada, nos ayuda a ver de otro modo el árbol, no bello, insisto, sino quizá, con una mirada más sensibilizada, más aguda, más rica o menos pobre. No ha cambiado el mundo, por más esmero de Leguizamón y Castilla, pero sí es mejor para vivirlo. Porque es el mundo del hombre que vive el mundo lo que ha cambiado. Es un mundo (el del sujeto D. P) el que ha quedado atravesado, sangrando agradecido, por, pongamos por caso, la prosa de Saer.  

     Yupanqui decía que en medio de la llanura pampeana, de niño, le gustaba mirar una laguna, porque no era solamente una laguna, era, según el relato fabuloso de su abuelo, el sitio exacto donde las garzas eran paridas por la luna. Blancas. De madrugada. El mundo del pequeño Héctor (su laguna) había sido cuidadosamente mejorado por el antiguo, necesario y sabio arte narrativo de su abuelo. Vaya noble destino.

(Año 19 D.P.)