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domingo, 30 de octubre de 2011

Dos formas de cruzar el río

Hay dos metáforas que atienden a dos modos de concebir el hacer literario. Puente y túnel. Construcciones ambas de ingeniería humana destinadas a sortear un obstáculo y seguir. El puente por arriba. Por abajo el túnel.
     Se me hace que, al menos como polaridades dentro de una praxis que se instalará sin duda en el territorio comprendido entre ambas, estas dos metáforas ayudan a entender dos móviles distintos, y a veces antagónicos, de la pulsión o la voluntad de la escritura.
     Otro modo menos metafórico de llamar a estas fuerzas creadoras serían comunicación y trascendencia, respectivamente, puente y túnel. Claro que, como intenté moderar antes, la decisión de ubicar una escritura en uno u otro polo tendrá que ver más con una prioridad que con una exclusividad impensada e impensable. Quiero decir: escribir para la comunicación o para la trascendencia no son posicionamientos plenos sino tendencia, inclinación, direccionalidad, vocación.
     Pero las metáforas no son meros ornatos de los conceptos. Pretenden decir más. El túnel sortea, pongamos por caso, un río, pero lo hace de manera invisible, soterrada, asocial. El puente cruza y mira, pasa y ve, ve y es visto, es un cruce que nunca se va, es esencialmente comunitario. El túnel desconoce el sitio de emergencia, de salida. El puente ve o sospecha un punto nítido de llegada. Ignora cómo y cuándo verá la luz nuevamente solar. El puente nunca la pierde de vista. Como se ve, ambos cruzan un río, pero la ceguera signa al paso subterráneo, la incerteza, la soledad, el apartamiento, el corrimiento de lo social, el exilio sin medida. Nada de eso si se cruza por arriba.
     Hay, insisto, esquematizando, dos modos de escritura o dos tipos de escritores. Los que seleccionan un material y unas técnicas diseñadas para comunicar, para llegar sin trauma, para asociarse a un punto más o menos elegido de llegada, y los que a tientas seleccionan un material y unos modos cuyo fin primero no es la comunicación sino la expresión, más allá del destino. El primero escribe en presencia de un lector más o menos imaginario. El segundo se lee, en caso de poder, a sí mismo, y se abstiene de pensar en el futuro inmediato de su texto. La trascendencia puede ser de orden estético u ontológico. Se puede trascender un vacío, o unas formas que no convencen o no nos dicen.
     El escritor subterráneo tendrá menos apuro por publicar o se resignará a una probable indiferencia u olvido. El escritor aéreo publicará para cumplir con la razón de ser de su texto: hacerse público.
     Nada dice el anterior esquema de los resultados, en tanto calidad, porque nada podría decir. Ser más autistas o más exhibicionistas no nos hace de por sí buenos o malos escritores. Sí, claro, son otras las aspiraciones y los resultados, descriptiva y aproximativamente hablando, de uno u otro tipo de escritura. La claridad, por ejemplo, favorece el tránsito de una a otra subjetividad; la corrección política; la evitación de toda violencia ideológica, estética o lingüística será funcional al mismo fin. El escritor cuyo fin primero no es la comunicabilidad, el llegar del todo, podríamos decir, la comprensión nítida total, podrá entrar en ciertos lujos como el hermetismo, la herejía de cualquier orden, la marginalidad. Sospecho, además, que cada uno encontrará, ya en destino, distintos circuitos por donde transitar, o bibliotecas en donde descansar. Quiero decir, quizá del otro lado hayan, también, dos tipos básicos de lectores.
    Los resultados de calidad, insisto, no son patrimonio exclusivo de uno u otro modo, de uno u otro móvil, de uno u otro deseo. Sólo tengo una sospecha. El río que se cruza por abajo no se cruza dos veces.   

sábado, 29 de octubre de 2011

Del otro lado del agua

a fer


Del otro lado del agua, un hombre me miró con perplejidad. Su flequillo rubio, joven aún, acompañaba con ironía una angustia que le venía de lejos. Pensé qué cosa buscaría del otro lado del agua. Me pregunté si me vería, líquidamente, a través. Me decidí a acercarme muy lentamente y él también se me arrimó. Estaba borroso. Un miedo ya quizá irreparable lo alentaba, pensé. Me acerqué aún más y él también lo hizo. Parecía querer repetir mis gestos. Entendí luego que él también me veía del otro lado del agua. Su figura líquida se diluía apenas. Era evidente que la pena o el terror de su rostro pálido estaban ligados a mí. Quise alegrarme pero no pude. Él tampoco. Empezábamos a parecernos. Llegó de a poco, con esfuerzo, hasta el borde blando del agua. No sé qué pasó luego. Al menos con él. Su último gesto fue un beso inútil contra el límite imposible del lago. Yo, dicen, desaparecí. De él nacieron flores blancas que nunca nadie pudo ver del todo.

martes, 25 de octubre de 2011

La seudonimia

"y dejó sus restos a los amigos
pidiéndoles sólo paredes para sostenerlos"
(Silvio Rodríguez)

Amanecía poco y mal en el cuarto. Yo llevaba mi enfermedad al lienzo. Una súbita luz increpó la sombra anónima. La acuarela se iluminó con estruendo. Un hombre azul se sobresaltó en el cuadro. Atinó a ser real. Y se apagó. Había finalizado. Cuando quise fijar mi nombre al pie, sólo conseguí un seudónimo vago y risible. Que no se pareció nunca del todo a nada.

domingo, 23 de octubre de 2011

La prosa según mi abuelo III

La prosa es un estado, hijo. Un vacío previo. Una catástrofe ocurrida en la nimiedad de tu prehistoria. La prosa es una posición del cuerpo para hacerle frente a nuestra espalda. Un barro blanco es. Un muerto que no se resigna. Una sobrevida del olvido. Una calesita eterna con fuerza de caballos deshechos. La prosa es la fiebre de nuestra salud. Una temperatura insoportable que ignoran los médicos. La prosa, hijo, es un hecho incesante. Una fatalidad. Un padre que trabaja de hijo. Un dios que oficia de niño. Una ternura crónica. La prosa es un árbol que te vio nacer. Y que no verás caer. Una perversión que te justifica. Una muerte natural. Un incendio a temperatura ambiente. Hijo mío, la prosa te corroe y te crece. Te salva. Te hace sentir que nunca has sido hecho. Porque la prosa nos crea. Duele, hijo, la prosa duele. Es una desmesura. Un exceso de dioses. Una impiedad que no se nota. Una raíz que mira al cielo. Una sombra fetal. Una mala sangre. La prosa es una demanda del abismo. Una tracción hacia el charco sucio del deseo. Y moja. Claro, hijo, que moja. Como no va a mojar si está hecha de pena. 

jueves, 20 de octubre de 2011

El inspirado

a un poeta

Llegó exhausto. Inclinando la cabeza llegó. Dijo estar cansado de ahogarse en los charcos. De buscar en la sombra las luces perdidas. Dijo haberlas encontrado. Dijo que era duro caminar descalzo el desierto en busca de arena. Quemaba dijo. Había buscado tanto. Había dejado tanto allá en el desierto. Inclinando la cabeza lo dijo. Sudaba. Decía que romper el agua no quitaba la sed. Que había descendido tanto que emergió sin ganas de tomar aire. Brillaba. Dijo que creía haber encontrado las semillas y la tierra. Que no eran tan mágicas dijo. Dijo que no habría tiempo ni fuerzas ya para ver crecer las rosas. Por escrito lo dijo.






The inspired one

to a poet

He arrived exhausted. With his head bowed he arrived. He said he was tired of drowning in puddles. Of looking for lost lights in the shadows. He said he had found them. He said it was hard to walk the desert barefoot in search of sand. It burned, he said. He had searched so much. He had left so much behind in the desert. He said it with his head bowed. He was sweating. He said that breaking water would not quench his thirst. That he had descended so far, he emerged without any desire to breathe. He was shining. He said he thought he had found the seeds and the soil. They were not so magical, he said. He said there would be no more time or strength to watch the roses grow. In writing he said it.


Traducción al inglés de mi amiga María Victoria y cómplices 

miércoles, 19 de octubre de 2011

Escribir en círculo

"Cuando hay sangre en el mar
la literatura suelen escribirla los tiburones"
Jorge Gerstmayer


Escribir es como manchar el mar con una gota de sangre. Uno no sabe cuánto mar quedará decolorado, cuán expansiva o intensa será la gota. Incluso no sabe del todo si habrá mar. Tampoco si habrá sangre. Pero escribe. Deja un trazo en una hoja muda y muerta. No sabe si en la yema de los dedos algo se parece al alma. El alma, el pensamiento, la lengua, los brazos, las manos... el camino es tan largo que no sabe si llegará. Sabe sí que ha dejado un trazo, aunque no sepa a qué sabe. De haber del otro lado de la hoja alguien, alguien recogerá su rezo. Recogerá su trazo y quizá será trazado. Escribir de ser así será escribir también un otro. Dejarlo escrito. Será difuminar una sangre que nació de una grieta en la yema de los dedos. Pedirá perdón cuando sepa que el mar no está ya limpio. Se sentirá un poco culpable de no saber pintar un arco iris. Sabrá de nuevo que hay destino. Calmará la pena luego con una frase corta, inflexible, circular. Escribir es como manchar el mar con una gota de sangre. 

viernes, 14 de octubre de 2011

¿Hay alguien ahí?

A Leandro Andrini


¿Hay alguien ahí?, probaba Báñez, ¿Hay alguien ahí?, insistía, ¿Hay alguien ahí?, gritaba angustiado... y no preguntó más.
     ¿Qué se habrá respondido el gran Gabriel? ¿Por qué siguió escribiendo si no tuvo respuesta? ¿A qué silencio le habló? ¿Con qué gesto quisimos responderle, calmarle la ausencia? ¿Quién de nosotros estuvo ahí para decirle sí? ¿Con quién se encontró del otro lado de la cisura de un libro? ¿Quién abandonó la loa o la diatriba para decirle sí acá estoy? ¿Quién le dio la bienvenida es decir el sentido? ¿Con qué eco repitieron su nombre nuestras cuevas? ¿Quién supo de él? ¿Quién le quitó la vida a la palabra alma? ¿Quién tuvo su libro en su cama? ¿Quién lo tuvo en el living room? ¿Quién buscó la mueca o la aceptó? ¿Por cuántos agujeros nos dejamos filtrar el vientre? ¿Quién quiso y quiere? ¿Cuántas veces se habrá muerto? ¿Quién sabe si existió? ¿Quién lo busca? ¿Quién se dejó puestas las balas? ¿Por qué? ¿Quién oyó esa biblia? ¿Quién extrajo su muestra de sangre? ¿Quién leyó a Gabriel Bañez? 

lunes, 10 de octubre de 2011

La lectura, una escritura reglada

Un texto propone sentidos, no los determina ni los clausura, pero los propone. En la medida en que la subjetividad lectora acepte la propuesta, en la medida en que juegue un juego que al que el texto invita, pero a su manera, entonces la lectura se parecerá cada vez más, en un sentido de la palabra, a la palabra escritura.
     Cuanta más subjetividad comprometida del lector esté involucrada en el texto con el que se compromete, menos el texto ordena y más sugiere. Las dos subjetividades, la del texto y la del lector, entrarán en una suerte de pugna más o menos pacífica según los casos en donde una se impondrá a la otra en mayor o menos grado.
     Un lector pasivo entra a un texto con idea de recoger signos y de acatar una autoridad, la textual, que él mismo, sin saberlo, está sosteniendo o incluso fundando. Un lector más autónomo le negará, en menor o mayor grado, también según los casos, una autoridad monopólica al texto para intentar imponerle él sus íntimos sentidos.
     Es en este último caso en que la palabra lectura y la palabra escritura no son antitéticas. El lector, a su vez que es leído por el texto, y quizá por eso mismo, lo escribe, lo reescribe o lo inventa. Pero una lectura aceptable, desde mi punto de vista, es aquella que, si bien juega a su modo, respeta las reglas del juego, es decir las reglas del texto. Reglas lingüísticas, reglas históricas, histórico-literarias, reglas co-textuales, reglas contextuales, etc.
     Así como escribir un soneto es hacer un invento reglado, también leer creativamente es una escritura reglada. No puede el lector anteponerse al texto. Habrá una lucha de subjetividades, pero un buen lector no antepone sus deseos a los del texto. De ser así, quizá sería un gran inventor, pero nada que lo vincule al texto. Y alguien desvinculado del texto no puede ni tendría por qué llamarse lector.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Agalma. Así en los hombres como en Gardel

Los psicoanalistas, muy atinadamente, lo llaman “brillo”. Es una metáfora, abstracta por cierto, que hace lo que puede para agarrárselas con lo que parece quedar fuera del idioma. De lo literal. O, por lo menos, del DRAE. Ese chico tiene brillo. A esa nena le falta brillo. Lacan, un afamado neologista, fue a los griegos y encontró una palabra mágica. Agalma. Para los griegos, “agalma” designaba un conjunto de objetos preciosos y brillantes. El vellocino de oro, pongamos por caso. Pero más allá del contenido técnico o teórico que este concepto haya ido sedimentando para el psicoanálisis lacaniano,  nosotros, hijos de vecino, nos quedaremos con el sentido griego del término: brillante, precioso, valioso.
     Pero qué quiere decir que un determinado sujeto posea brillo. El brillo, digamos, es una yapa del cuerpo, algo que no está en la carne pero sí en la persona. Un plus que trasciende lo anatómico, lo visible, lo verificable y entra en otra dimensión, o en otro territorio, para no sonar tan metafísicos, que, quizá por falta de alcance de nuestro entendimiento, de nuestra inteligencia o de nuestro entender, quiero decir, se nos escapa, huye de la ciencia, del laboratorio, del consultorio médico, le saca la lengua a la lógica y se contenta con ser lo que es: fenómeno, presencia, existencia pura, ser.  
     Brillo: sustancia evidente aunque no visible que envuelve a ciertos sujetos. Cosa etérea que le sobra al cuerpo. Radiación más allá de la carne. Investidura. Resplandor. Luz que no ilumina pero alumbra.
     En clave oriental creo que llevaría el nombre de “aura”, pero este concepto tiene la desventaja, a mis propósitos, de que va asociado a una constelación de otras ideas relacionadas de las que no quiero hacerme cargo y, también, por qué no decirlo, en las que mi occidentalidad me prohíbe creer. En el glosario cristiano encontramos la palabra “ángel”. Entonces la fórmula se transforma en tener o no tener “ángel”. Quizá conserve, ángel, recuerdos de un pasado sacro, pero ya quiere decir otra cosa. Una interesante variante para la metáfora del brillo.
     Un actor conocido, argentino, decía aspirar, como actor, a lograr algo que iba más allá de la buena técnica o la práctica actoral. “Algo”, decía, que poseían ciertos actores y que los hacía diferentes, que los destacaba del resto: y nombraba a Brando, a Ulises Dumont, Daniel Auteil, etc. “Algo” decía, un “plus”, un agregado que, en gran parte se traía, genético, heredado o involuntariamente contraído, digamos, y a lo que en parte se llegaba, se lograba, se alcazaba, no sé cómo. Nuevamente. Brillo: espacio flotante que circunda a un hombre. Secreciones intangibles de un organismo. Floración que distingue. Inmanejable fervor. Destellos de un ser vivo.
      Ahora bien. Ese “brillo”, ese ángel“, ese “algo”, eso, en definitiva, agalmático, es también, y ahí es donde vamos, susceptible de darnos una mano al momento de “entender” una obra de arte. (O al menos los sacudones de nuestro cuerpo). Están las obras interesantes, están las bellas, están las vanguardistas, las conmovedoras..., pero están también las que, quizá además de lo anterior, brillan. Las que se trascienden a sí mismas, las que destellan, irradian, propagan, proyectan... luz. O algo así. Son las telas, los libros, los audiovisuales, una de cuyas aristas queda siempre fuera del análisis, del sistema, uno de cuyos vértices no entra, no sale en la foto.
     Quizá, se me ocurre, sean esas las obras que perduran. No cien años, mil. Por supuesto, más allá de contingencias históricas mucho más terrenales y voluntarias e interesadas que ya otros se han encargado de entender y explicar, conveniente y justamente. Pero permítanme el romanticismo, si se quiere, la ingenuidad, dirán algunos, de creer que hay algo que pasa por la banquina del idioma, y por lo tanto del intelecto, que obedece a lo ingobernable, que se muestra por la ausencia.
     Brillo, entonces: átomos sin rey, sin amo, constituidos por materia similar a la del tiempo. Virtud que hace durar. Satélite natural de las obras que encantan, que hechizan. Protección impagable contra los estragos del tiempo. Inmunidad contra el lenguaje de los hombres. Más profano que sagrado, seguramente, pero, acaso, no del todo terrenal. Brillo, agalma: involuntaria magia que desborda. Otredad constitutiva de las cosas.  Inmanente alteridad. Sombra lumínica del Quijote. Íntima ajenidad de Miguel Ángel. Secreta lámpara de Gardel.