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lunes, 26 de diciembre de 2011

Anoche soñé con Flaubert

a Fabián Montagna
a Marcelo Pradells
a Loreley Baumman


Creo, lo confieso, en casi todos los mitos. Sobre todo en los de origen griego. Supongo que debe ser por su hermosura. Alguna vez alguien me dijo que el arte debía ser convincente. Yo también creo en eso. Vaya a saber de qué se convence uno, pero si el arte no se pone firme en algún lugar y nos hace cómplices de su verdad, el arte, creo yo, muere pronto. Por eso digo que mi fe en los mitos se sostiene en su hermosura. Pensemos si no en esa imagen de un hombre arrastrando cuesta arriba, sudoroso y fuerte, una piedra cuyo destino será la caída brutal, nada más alcance la cima de la montaña que remonta. Y en la repetición eterna piensen, de esa imagen del esfuerzo inútil y la condena.
     Pero hay otros mitos, otra acepción de la palabra “mito”, que significaría algo así como noticias tradicionalmente aceptadas de cuya constancia nadie sabe. En esa mitología soy más selectivo. Por ejemplo el mito de Flaubert. Creo, digamos, parcialmente en la noticia de ese escritor de Ruan que, día tras día, se sentaba a su mesa de trabajo, prolijamente, y no conseguía, a veces, más que un par de líneas al culminar la jornada. Digo, creo parcialmente en la experiencia particular y singular de un hombre que se tortura para encontrar una frase, una forma o una palabra que él considera justa o necesaria según sus propios patrones rítmicos, semánticos, morfológicos o semánticos.
     Pero creo porque no tengo por qué no hacerlo y además porque no me importa tanto. Me importa, sí, Madame Bovary. Y cuando la releo no me acuerdo del mito de creación. Pero es a otro mito al que me quiero referir. Es el mito, no de un escritor torturado, sino al de el escritor torturado. Este mito me suena más sospechoso. Es la historia del escritor padeciente ante la hoja en blanco, sin futuro ni rastros de placer, posiblemente sin lectores ni dinero, condenado al estar sin goce.
     Creo en la condena, eso si. Creo en que la escritura, en general después de años de ejercicio, se vuelve necesidad, adicción, deseo y hasta urgencia. Pero también creo, conforme pasan los años y descreo en la dicha pura, creo, decía, en la felicidad de esa respuesta a la urgencia, a la práctica de la condena. Sí, voy a decirlo, creo en la felicidad de la escritura.
     Que hay esfuerzo, claro; que hay fracasos, por supuesto; que hay soledad, sí; que hay angustia, también; y podríamos seguir buscándole las penas. Pero hay algo más grande que todo eso y que a cada uno le pasará por donde le pase. Hay una dicha en el uso de la palabra, en esa manipulación, en la fugacidad de la pericia, en el espejismo del decir, en la ficción de la alquimia, en la presunción esporádica de la belleza.
     No, no creo en el mito de Flaubert. Me gusta más el de las hamacas. El del esfuerzo inútil pero gozoso, en la gracia absurda del subir y bajar, en la escalada ardua y llena de viento creciente, en el movimiento aplicado y dichoso de los pies, en la posición inclinada, incómoda del cuerpo para ir arriba, en el esmero de remontar, en la caída, en el quedar atrás, en el no ir a ningún lado, en el sudor, en la descoordinación de las piezas en juego, en el juego, creo, eso, en lo absurdo de entrar un poco a gatas, un poco a tientas, en ese vértigo del juego volador.
     La vida es una herida absurda, dijo alguien. Quizá sea eso parte de la verdad. Podríamos decir que la poesía también es una herida absurda y quizá también esta afirmación llevaría algo de verdad. Pero se me hace, quizá aquí no hablo por nadie más que por mí, que la otra parte de la verdad por alguna razón inconfesable se nos escatima. ¿Sólo Sísifo es escritor?
     Déjenme contarles un pequeño sueño. Anoche soñé con Flaubert. Iba en hamaca. 

jueves, 22 de diciembre de 2011

La prosa según mi abuelo IV

A María Laura Fernández Berro

La prosa, hijo, es la parte seria del espejismo. La destilación posible de un goce único. La prosa es la infancia exacta filtrada por un tiempo frío e injusto. Una prisa de la hermosura. Un río adentro. Un viento fuerte. Una cascada. La prosa es un cálido desliz de la nieve por la hoja, una rapidez de miedos y sabores, una caña de bambú. La prosa aparece, hijo, no la vayas a buscar a la fronda porque crece en el desierto. La prosa llega, baja o sube, se manifiesta, es, el verbo ser es, la palabra todo. La prosa, hijo mío, no llora si no sufre, no grita si no se espanta, no se ríe si no puede. Es una mueca despedida de la bruma de una entraña. Es un vientre salido intacto de otro vientre. Un pozo para adentro. Una huella dejada por el pie. Y un pie enterrado bajo de la huella. No la corras, hijo, no le fuerces los ojos para que te pase la lengua por el aire. La prosa es una corrección de la palabra siempre. Una llaga del alma. Una ceguera. Un olor a hueso molido por el tiempo. La prosa, hijo, es un cuero de hombre con trinos de flauta. Y no canta, grita, vuela, aúlla, se embarra, ladra, gime, se agita, chilla, suda, llora, nada, se estira, tantea, frota, boquea, rabia. No le pidas prosa al cielo, hijo. La prosa llueve como un manto. Y se bebe. La prosa, hijo de siempre, hijo del espanto, de la rabia, de la niebla, del sueño, la prosa es un pájaro hermoso y carnicero escapado de un cuerpo de hombre que bate un parche sucio, eternamente, en la panza cansada de los burros. 

lunes, 19 de diciembre de 2011

¿Hay alguien ahí?

Me pasé la vida arrojando piedras del otro lado del cerco.
Sueño con escuchar un grito una noche.
Uno que cae herido, y otro que apenas se salva.
(Damián Daussen)

¿Hay alguien ahí?, probaba Báñez, ¿Hay alguien ahí?, insistía, ¿Hay alguien ahí?, gritaba angustiado... y no preguntó más.
     ¿Qué se habrá respondido el gran Gabriel? ¿Por qué siguió escribiendo si no tuvo respuesta? ¿A qué silencio le habló? ¿Con qué gesto quisimos responderle, calmarle la ausencia? ¿Quién de nosotros estuvo ahí para decirle sí? ¿Con quién se encontró del otro lado de la cisura del libro? ¿Quién abandonó la loa o la diatriba para decirle sí, acá estoy? ¿Quién le dio la bienvenida, es decir el sentido? ¿Con qué eco repitieron su nombre nuestras cuevas? ¿Quién supo de él? ¿Quién le quitó la vida a la palabra alma? ¿Quién tuvo su libro en su cama? ¿Quién lo tuvo consigo en el living room? ¿Quién buscó la mueca o la aceptó? ¿Por cuántos agujeros nos dejamos filtrar el vientre? ¿Quién quiso y quiere? ¿Cuántas veces se habrá muerto? ¿Quién sabe si existió? ¿Quién lo busca? ¿Quién lo atrapa? ¿Quién se dejó puestas las balas? ¿Por qué? ¿Quién oyó esa biblia? ¿Quién tomó sus muestras de sangre? ¿Quién leyó a Gabriel Báñez? 

viernes, 16 de diciembre de 2011

La literatura. El arte de los ventrílocuos.

A Aurora Venturini

La metáfora es de Báñez. Es hermosa, morbosa casi, cruda, violenta, de cara lavada, lírica y fea. El escritor procede como proceden los ventrílocuos. Habla por medio de muñecos. Los ventrílocuos les llaman Pepe, Ramona, Serafín y hasta Chirolita. Los escritores les llaman narrador y personajes. La mecánica es la misma. Hacerse decir por otro, usarle la lengua al muñeco, desnudarle la tormenta, exhibirle la fragilidad, mostrarle el fracaso, los calzoncillos.
     Pero el dato no es menor. La ventriloquia de los escritores es muy saludable a la literatura. El hombre que está detrás de la pluma, detrás del muñeco, dice cosas que los discursos desprovistos de muñecos no dicen. Eso se llama, a mi modo de ver, especificidad del discurso literario. Es una toma de posición, claro. Eso se llama, para hablar con palabras de otros, literaturidad. La literatura, entre otras cosas, sigue justificando su estar ahí, porque sigue diferenciándose del resto de los discursos sociales gracias, insisto, entre otras cosas, a su capacidad de hablar con el vientre. De esa manera se saltan, se sortean, se burlan, las vallas morales, estéticas, jurídicas y sociales en general. ¿Por qué? Porque lo dijo él, el muñeco, no yo.
     Hablar con el vientre es muy saludable. Claro que la historia de la crítica ha sancionado con todo el peso de un rey la muerte del ventrílocuo. Pero toda persona que alguna vez haya gastado papel o pantalla en agrupar signos en una ficción sabe que él está en todos lados. Sabe, incluso, que es imposible desdecirse de él. Sabe, más aún, que cuando lo ha intentado ha fracasado, porque el muñeco, en algún momento de distracción, mira hacia atrás al hombre que lo empuña y manipula y le deja expuestos los hilos. Le echa en cara su mudez, digamos.
     Yo no sé qué falta de sensibilidad nos ha llevado al extremo de matar a los hombres que blanden muñecos, qué dimensión humana le hemos querido quitar al arte de la escritura, por qué hemos querido olvidarnos de la lengua que mece la lengua.
     Gabriel lo dijo con vos de muñeco, lo dijo en clave, pero quienes le conocemos las mañas lo encontramos siempre. Dijo que por favor no se olviden que detrás de la voz que narra hay una voz que siente, que detrás de los hombres que dicen que sufren hay un hombre que sufre.
     En la vereda opuesta están quienes leen al hombre más que a la obra. Ese no ceo, claro, que sea el camino. Pero es una pena, una mutilación dolorosísima, desatender la figura que dejó puesta Báñez, como todo él, para siempre. Es cierto, hay buenos y malos ventrílocuos. Y hay buenos y malos muñecos. Pero me parece que dejar al hombre afuera es una abstracción absurda. Es pensar el texto como una máquina autogenerada y autoabastecida. Por suerte lo nuestro es una tragedia. Quiero decir, una fatalidad que nos impide, aunque quisiéramos, acatar a los críticos. Digo, el hombre nunca dejará, porque de otra manera no puede concebirlo, nunca dejará, repito, porque otra cosa no puede ni quiere, la costumbre sana y milenaria de sacar las verdades más profundas, más íntimas, por el sitio entrañable y cálido por donde todo él una vez  ha salido.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

El cabalgante

a Leopoldo Dameno

La primera vez que anduve a caballo, lo recuerdo bien, fue ayer a la noche. Un paisano del pueblo me prestó el caballo o yo se lo robé, o vino solo, no recuerdo bien. Fue lindo andar entre la alfalfa negra, entre los girasoles negros, entre maizales negros, bajo una luna blanca. Me persigné antes de montar porque alguien tenía que ayudar a mi coraje y mi destreza. Me encomendé al caballo en una plegaria breve. Pero tuve pericia. Fue lindo sentir la boca del caballo entre las riendas, entre las manos. Yo había cabalgado mucho, si no recuero mal, desde que tenía dos años. Era un caballo alto y sin espuelas aquel. Yo era chiquito y rubio. Lo había sabido manejar. Monté y salí al paso, según comprobé años después en una foto. Pero anoche tuve una pericia que no tuve que usar. El caballo me entró en las manos y salimos por la noche del campo. Fuimos lento mientras él así lo quiso. Galopamos mientras fue su deseo. Frenamos cuando lo dispuso,  e incluso, si no recuerdo mal, saltamos alambrados. Llegamos hace un rato y yo le rasqué las crines en señal de amistad y agradecimiento. El me lamió las manos. Si no recuerdo mal, me dijo que habíamos llegado a tiempo. Que habíamos sabido conducirnos. Y se fue solo, como había venido.

martes, 13 de diciembre de 2011

El muerto

a Fernando Alfón

Esta mañana amanecí tirado en una plaza céntrica de la ciudad. Estaba muerto. Las pericias forenses no dieron causales de muerte. Los médicos no saben tampoco. Nadie entiende cómo alguien que ayer estaba vivo, esta mañana, al amanecer, está muerto. Qué pasó en el medio, se preguntan. Sólo saben que llevaba un cuaderno en la mano y un cortaplumas. Las primeras diez hojas del cuaderno aparecieron rasgadas. Eso es todo. Parece que quedó en la tierra dibujado algo indescifrable. Por eso lo borraron. El cuaderno fue llevado en principio a la comisaría y luego a la parrilla del oficial a cargo del presunto suicidio. Yo estoy en casa. Me toca a mí redactar esta muerte curiosa. No puedo, por más que lo persigo, darle al suceso un color dramático y sensacionalista como me piden. Espero algún día dejar de escribir crónicas policiales y pasar al suplemento del domingo.