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jueves, 27 de diciembre de 2012

la sangre vidriada

apenas
como fugada raíz o rama
roja
en el borde interno del ojo
justo antes
del comienzo de la mirada
o en torno
se extiende o se evade
o empieza a perderse una sangre vidriada
una desviación
un corte anatómico o un síntoma
al borde del espejo
roja
una rama nacida que no puede verse las hojas
que empieza y se queda
más que muere
se deja
que ni cae siquiera
ni se interrumpe ni acaba
que queda
una sangre que vino de adentro
delta
o nació de las pastillas
sangre
del alcohol o del cansancio
derrame
de un libro más
o de un río sin raíz
sin árbol
o que él mismo es la raíz
acaso
y el río un espejo
lánguido
rectángulo crecido en el living o en el baño
sin pie
que por más que me he derrumbado frente a él
toda la vida
jamás
nunca me ha visto caer

viernes, 21 de diciembre de 2012

Flota como yo una boya


Fue cuando me quedé sin habla que pensé en cambiar de cansancio.
Ya ves, quedé mal escondido.
Las piernas en cambio que bajan las escaleras no llegarán a ser mujer.
Tal vez.
Quedarme con los labios de cera no fue tan triste como humillante.
Ya ves, me desperté con la boca dormida. ¿Me ves?
Quiero sexo. Pero del bueno. Del otro lado del tapial.
Supuse que los hombres malheridos traían una bala desde la cuna.
Y así es. Así es.
Soportar la esperanza es lo que me aterra. El peso de la tardanza.
Fui cordial con Dios cuando le conté que había muerto sin pena ni gloria.
No quise herirlo en Su Soledad. No fueron tan breves las mariposas.
Ni tan altas.
Necesito dos pechos grandes que me traigan mi efemérides a la cama.
Leer el diario de mañana.
Fue cuando me quedé sin cuerpo que me puse a inhalar.
Y dejé de respirar. Vivir con esfuerzo.
La mente carece para siempre de cosquillas. Y de olor en los pies.
Lamento haberte arrojado al mar. Creéme que lo lamento. Es el precio.
No soy culpable de todos mis homicidios. No me lo van a hacer saber.
La lengua que lamía los helados en la Plaza Raimundo Salazar. Esa.
Ahora crece. Para adentro. Delgadita. Simétrica y sosa.
Flota como yo una boya. Como una boya flota.
El día que me quite la vida no podrán tirar mi carne al río. Ni al mar.
Eso de algún modo es un alivio. Un consuelo.
Coger es la osamenta de todas las cosas.
Una nostalgia boba.

domingo, 16 de diciembre de 2012

El primer hombre


Hubiera bastado observar la ínfima línea de luz azul, la opacidad agrietada en el punto más bajo hace instantes linde inamovible entre el suelo y el pie. Hubiera alcanzado descubrir la superficie cutánea rosada o marrón deslizarse lentamente hacia un sitio ignorado pero ajeno o rebelde a la ley de gravitar. Hubiera sido preciso nada más notar la lenta sombra de la planta de un pie arrojada sin violencia o recién creada sobre el suelo en que recién reposaba o sólo no existía. Hubiera sido necesario apenas mirar más grande luego y descubrir el empeine venoso contornearse persiguiendo sin prisa un movimiento ligeramente antinatural. Hubiera sido suficiente observar el talón despegarse y ampliar la franja de luz azul horizontal trazada y crecida entre el suelo y la planta del pie. Hubiera bastado detenerse en los dedos postergados y ágiles ascender sin esfuerzo ni prisa hacia un lugar descolgado del suelo contra el aire que no se ve. Hubiera bastado nomás entender esa franja larga y blanca de luz, ese gradual aleteo de la línea del arco, la curvatura siempre nueva de la luz, los dedos arqueados y ágiles, el talón en ascenso, hubiera bastado para hacerse de una verdad hasta entonces insospechada. Imposible. El hombre había aprendido a caminar.

sábado, 15 de diciembre de 2012

en lo blanco


tapar llenar o cubrir
teñir
invadir
en lo blanco
lo inédito
cerrar
malherir
discurrir
en lo abierto
entretener o descuidar
maltratar
o adorar
lo huérfano
prolongar callar o clausurar
lo suelto
lo inhóspito
lo incierto
encerrar o absolver
lo díscolo
perpetuar
lo ínclito
o hablar
lo muerto
darle brillo o reducir
lo opaco lo manco
nombrar
sincerar blanquear o falsear
la grieta
la llaga
ahuecar
tapar llenar o cubrir
descubrir
lo blanco
con muecas
ser absurdo
a tientas
mirar
a sabiendas de ser ciego
y mudo
decir
imprimir
sobre todo
con nada la nada 
última
la íntima
la única
sobre nada la nada
desterrar o darle alojo
en el cuerpo a las hojas
al grano de arena 
en los ojos
ocupar
deletrear
o deshechar
la necesidad
la dicha
adherida
la oscuridad
perpetua
invisible sitiarla citarla
o matarla
si es preciso
para que digo
para qué 
digo
para quién
escalón por escalón 
dar por fin con la escalera
que sube
que sube y que baja 
a la profundidad a la eternidad
alta
a la hoja mustia de laurel
mustio
al corpiño
de lava
de láudano
murmurar querer o desear
o desdeñar 
el opio de los pobres
a un lugar
ir
y estar
quedarse y estar

olvido o castigo
repito
lo blanco o lo sucio
lo pulcro
repito
hoy es esa la cuestión

miércoles, 12 de diciembre de 2012

La literatura


a Juan Bautista Duizeide 

todo lo que del barco no se ve
los globitos del flotar
la ola que no avanza aún
el aire que falta
la parte mojada del remo
la fuerza que lleva y guarda
todos los ahogados
los millones de litros de agua en sombra
la mayoría del mar
el viento que pasa por adentro
la lluvia que no llega
la caricia vertical
el murmullo inaudito
la sombra inédita
la furia que llega mansa
los peces mal domados
el sol a la noche
todo lo que duerme
la íntima respiración
los cables atados al fondo
el mundo submarino que crece a la sombra
la imagen invisible de un incesante pez
los timones que no están
las velas que no están
las rompientes que no están
lo invisible a bordo
lo que del río no se anota

todo el resto es la literatura

sábado, 8 de diciembre de 2012

Autonomía de la sombra II


Volvió el sol a exigirle una sombra. Lo iluminó de frente, con lo cual, la sombra saldría de su espalda. Esta vez, sin embargo, prefirió caminar en contra de su dibujo en el suelo. Fue hacia el sol que se ponía ya, como siempre, en el Oeste. Era el ocaso. Sabía que su sombra haría lo mismo, pero en simetría, por el camino inverso. Se conocían. Por la calle que da a la Cruz de Manuel, vías adentro, fue alejando su cuerpo del punto justo en donde su sombra y él comenzaron a olvidarse. Ella haría lo mismo, lo sabía, pero a la inversa. Quién se alejaba de quién, pensaron. Porque amén de alejarse una del otro, amén de caminar por senderos ajenos, amén de criar sombras nuevas el cuerpo, y cuerpos nuevos la sombra, amén de la equidistancia larga de la partida, amén de tener la mirada puesta en horizontes diversos o antagónicos, incluso, amén de casi todo, repito, de casi todo, ellos nunca dejaron de pensar lo mismo.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Autonomía de la sombra


Eran las tres de la tarde, como siempre, y al sol lo tenía de frente. Dibujándole, camino a su cara, una línea oblicua, apenas en descenso, amarilla, cortada en su cara. Dio media vuelta. Ahora el sol le exigía su sombra. Pendiente de sí mismo, ahora, caía un cuerpo negro, con sus dimensiones relativas, prologadas, contra la lisura celeste y gris del asfalto. Se vio triste, ambiguo. Lentamente, con algún asombro, descubrió la autonomía progresiva del dibujo humano en el suelo. No se asustó. Más bien se fue a recostar sin miedo debajo de unos árboles que lo conocieron. Su silueta azul, verde o roja, según la cosa contra la que se refugiaba, fue seguida por millones de ojos en todo el pueblo. La vieron asistir a cuanta fiesta se hizo en su honor. La corrieron en vano. Le preguntaron y les mintió. Y no se la vio más. Tiempo después fue a recostarse debajo de unos viejos árboles. Un hombre que no la esperaba la sintió saltar como un perro sobre su cuerpo. Las intenciones eran buenas. Pero era de noche, tarde, y el cuerpo se desvaneció.

jueves, 6 de diciembre de 2012

La experiencia


Hacía tiempo. Frente al Parque Castelli estacioné el auto y me puse a esperar. Recliné el asiento y me dormí. La radio estaba encendida. Cuando desperté el tiempo había pasado demasiado y entendí que ya era tarde. Llovía. Volví a casa. En un rectángulo blanco me puse a pensar.

martes, 4 de diciembre de 2012

sin ser del todo un acaso


a pesar de la vida
que llevo adentro los árboles
crecen
se engullen las mariposas los sapos
vuelven
se regeneran
las sombras
que llevo afuera la alondra
existe poco y a veces
sin muchas ganas se duerme
reniega
sin ser del todo un acaso
se integra
deviene pájaro y todo
se funde
con todo
se enferma
sin cesar de los álamos
vuelven
con el sol a dar sombra
proyectan
sobre el pecho del campo
desierto
no me puedo fingir sin ser algo
algo
no me puedo escribir del todo ni tanto
sobre un canto
ajeno
solo puedo rellenar este ritmo
tonto
bueno
que viene solo y de lejos


sábado, 1 de diciembre de 2012

11 de junio de 1812


en conmemoración de un día fundacional

hubo un 11 de junio de 1812
triste como nada
una saliva que se guardaba
o se podría
en tinta
muerta
hubo un 2 de junio de 1951
también
día de la lengua
con escarcha
podrida y barro
día de la cruz
hubo un día incierto del año 2003
también
triste como todo
una búsqueda vana de la palabra hablada
y nada
día de la mudez
y la ficción cantada
la gloria
y la fatalidad de ser una cosa hecha de frases
hechas
hermosas
quedarse dormido porque la lengua
no es preciso ya que se mueva
si ya
volverse muerto o renacido
muerto da lo mismo
si ya
un hombre sin saliva es un hombre inédito
he dicho
hecho y deshecho sintácticamente
en gotas
más o menos bien qué importa
en botas
gramaticalmente más o menos mal
qué cambia si ya
si ya
si ya no hay garganta detrás de la lengua
hubo un 11 de junio de 1812
si ya no hay furia detrás de la letra
hubo un 2 de junio de 1851
nadie sabe de la facilidad
y un día incierto en 2003
la felicidad de la lengua afuera
los días venideros
el único trozo de carne imprescindible
los que recuerdan
la única tinta que escribe para adentro
sola
dice 
necesariamente
“si ves al futuro dile que no venga”

jueves, 29 de noviembre de 2012

Milagros

A Milagros

Llevaba los ojos delineados
enfatizados
castaños 
y negros
la rabia contenida
la gula de ser libre hoy
demarcando
de hoy hasta hoy
la belleza encubierta
por la vida
Llevaba toda una vida desmintiendo
apenas
sin éxito
lo que no puede dejar de ser
nunca
la frescura de ser anterior a todo
la amargura invisible
de tan honda
ontológica
de tan larga
los hombros descubiertos
hermosos
la sonrisa desmedida
sexual
exacta
música en los pies
en la ortografía
sintácticamente es perfecta
Llevaba alegría sin argumentos
desdicha sin verbos
esencia de puta
de flor
de sangre indeseable
bárbara
india mulata mestiza y blanca
Llevaba desprolijidad en el arreglo
y viceversa
el barro anudado en las medias
impecables
esperanza tonta de presente perpetuo
desoídos para el futuro presente
los senos incipientes
hermosos
y llenos
apenas
delincuencia en la lengua
arrogancia
en el silencio
hermoso
desprecio
ternura flotante y sin amo
un cuerpo sin dueño
un anonimato sensual
sexual
y tierno
¿amor?
inmerecido
descomunal
desenfadado
solamente interrumpido
suplantado
por un odio desparejo 
decisivo
similar


domingo, 25 de noviembre de 2012

Yace (versificado)


En la imperfección de su cuarto
de estar vivo a medias,
un cuadrado luminoso le atrajo
para sí la mueca abarcadora
de la oscuridad.
No seremos pobres a costa de ser enfermos,
dijo.
Una vez alguien lo escuchó del cuarto de arriba y le gritó
fuera,
con todo el cariño del mundo.
Se recuerda mal, sí, pero se recuerda.
Su futuro carecerá del pasado
que ahora mismo,
mientras sopla,
destruye en el presente.
Está sentado con la savia
de una flor a cuestas.
Cuesta salir, piensa,
del corazón por la puerta gris
y blanca que da al patio de enfrente.
Cuesta olvidarse de sí y perderse
para siempre en una alegría sin descanso.
Alzará sin paz las manos
ahuecadas luego y quedará
otro sitio menos en donde dejarse blanco.
El último soplo lo dará después,
luego,
justo antes de decir lo cierto.
Su biografía no miente.
Lo que se dice literatura,
a esa la dejó un día,
el 26 de agosto del año 2006.
Aún se acuerda de su último soplo.

Yace


En la imperfección de su cuarto de estar vivo a medias, un cuadrado luminoso le atrajo para sí la mueca abarcadora de la oscuridad. No seremos pobres a costa de ser enfermos, dijo. Una vez alguien lo escuchó del cuarto de arriba y le gritó fuera, con todo el cariño del mundo. Se recuerda mal, sí, pero se recuerda. Su futuro carecerá del pasado que ahora mismo, mientras sopla, destruye en el presente. Está sentado con la savia de una flor a cuestas. Cuesta salir, piensa, del corazón por la puerta gris y blanca que da al patio. Cuesta olvidarse de sí y perderse para siempre en una alegría sin descanso. Alzará las manos ahuecadas luego y quedará otro sitio menos en donde dejarse blanco. El último soplo lo dará después, luego, justo antes de decir lo cierto. Su biografía no miente. Lo que se dice literatura, a esa la dejó un día, el 26 de agosto del año 2006. Aún se acuerda de su último soplo. 

jueves, 22 de noviembre de 2012

El espejismo perdido


Todo esto estaba en blanco antes de empezar. Hace un momento nomás, todo esto estaba en blanco. Alguien tiene que haber frotado la primera chispa, encendido la primera lámpara. Alguien tendrá que hacerse cargo de este reguero de huellas que ya nadie sabe, puede o quiere conducir. Alguien deberá responsabilizarse del desierto perdido. Hace un momento el vacío crecía altivo, alto y virgen como la esperanza. Ya no. Alguien dejo grabadas las manos en el cemento fresco de la nada. Alguien decidió o fue decidido a poner el primer pie del otro lado de la línea de largada de la historia. Y la historia, ahora, ya empezó. En vano será ahora cuestionar el nacimiento, crecimiento y muerte de las flores. En vano la nostalgia de la arena blanca. La melancolía de no haber estado nunca antes. De no haber nacido. Alguien deberá hacerse cargo ahora de todo esto. Alguien deberá refrenar o encauzar las aguas salidas de quién sabe dónde. Todo esto estaba en blanco hace un instante. Alguien fue ensuciando la limpieza blanca, el desierto intacto de manchas que no cesan. El blanco, antes, invitaba a la utopía, a la idea inédita de futuro. El negro, en cambio, dice ahora, que la historia ya está sembrada. Y las primeras semillas darán los árboles, lo sé. Y los árboles atraerán los pájaros. Y los pájaros no respetarán las calles. Y las calles se reproducirán de gente. La palabra, al fin, recorrerá con impunidad todo esto. Todo esto que estaba en blanco hace un momento. Habrá sido un error la primera huella. Todas las demás serán el intento desgarrado, desganado, soberbio, canalla, de desmentirla. 

lunes, 19 de noviembre de 2012

La construcción


A Nora Bonilla Vela

empecemos por ahí,
dicen que dijo Gabriel a los obreros,
después vemos por dónde seguimos.
Es que justo ahí hay una falla,
reclamaron atónitos los obreros.
Por eso,
se resignó Gabriel,
por eso.

Otoño imperdonable


Es el otoño imperdonable,
que viene y se lleva todo.
(María Elena Walsh)


Llamarlo fracaso, pienso, sería confundir los síntomas con la enfermedad, digo, la manzana con el árbol. Fracasar, si al menos queremos ser precisos, es caer, caer además desde cierta altura, recorrer con susto la verticalidad, emprender el descenso con estrépito, con ruido, incluso con asombro. Fracasar es faltar contingente, circunstancialmente a una altura previamente ganada. El fracaso es una pérdida, una resta que se duela. Una quita, una falla, un desarreglo, la parte baja, brusca, de un camino de altura. Llamarlo fracaso, entonces, parece, o bien una falta de precisión, o bien de honestidad, o bien, más aún, creo, de coraje para aceptar para sí un sitio desde el cual la caída es, físicamente, imposible. Lo que ocurrió aquella tarde fue tan evitable, tan contingente como la muerte, que viene sembrada en el cuerpo y que, podríamos decir, en gran medida es el cuerpo. Aquella tarde, por más que nos haya gustado recordarlo así, nada falló. Todo floreció como marca la naturaleza, con sus mecanismos de implacable relojería, como auspiciaba la genética, la misma que me llevó, con convicción de sonámbulo, aquella tarde hacia (porque no fue hasta) vos. Llamar a todo aquello un fracaso es la negación total de la fatalidad, de la marca ígnea que desde que recuerdo llevo grabada en el cuerpo, y que ambos conocimos de siempre. Es cierto. Podría no haber sido un lunes, podría haberse demorado hasta el martes o adelantarse hasta el sábado. Lo cierto es que el otoño no es un fracaso del verano. Es una fatalidad del tiempo que ocurre aunque se emigre o se duerma. No hagamos nacer de nuevo la esperanza. No llamemos caída a la mera germinación inocente de un pasado, en todo caso, si es que a algo necesitamos culpar, culpable. No me niegues. Entendeme sin hojas aún cuando me veas florecido. Aceptarme buenamente, sin lástima, las semillas que llevo en el cuerpo es quererme del todo o no quererme, es desconfiar de la leyenda boba de aquellos dos seres hermosos, nuevos, intactos y buenos, arrojados con culpa, con fracaso, del país inverosímil de las rosas perennes y los altos canteros.

domingo, 11 de noviembre de 2012

El uso de la coma

A Silvia Arias

"La clave para una buena vida suele ser una buena puntuación"


Adolecía de una necesidad abstracta de escribir, de usar las palabras que lo recorrían para cubrir el espanto de estar virgen siempre, para cubrir con polvo lo que el silencio quería derramar con cera. Quería cerrar con gotas las puertas del océano, pulsar una cuerda cualquiera de la guitarra para que algo existiera. La nada sin embargo le avanzaba sin espacios como una sombra blanca por el cuerpo. Le reptaba un secreto vacío sobre el infinito del tiempo. Un solo paraguas había inventado para ese viento. Y cada vez que lo abría como un camello se sentía desierto. Cuánto falta doctor para la cura, dijo una vez en un sueño. Conocía las pausas del silencio. Por eso le entregaba al mundo sus dedos. Sus pastillas, sabía, no dejaban huellas. Su espejismo era un dibujo ordinario sobre tela. Una vibración minúscula en una espera grande de tormenta. Su sueño duraba poco y no era bueno. El uso de la palabra era su puntuación. Su sintaxis de seda. Mataba a los muertos con un revólver de viento. Amaba morir de nunca. Pausaba con voces la íntima quiebra. Sembraba barcos con una coma en el océano.

sábado, 10 de noviembre de 2012

La franja


Reparo sin esperanza en la franja dura entre la foto y la lluvia que no se mueve. Lluvia. Eso muestra o deja ver, o permite, o habilita a creer la foto, pero mi cuerpo resiste seco, intactas las manos y sin mechones negros el pelo. La franja se me hace por momentos tangible, inobjetable, pero no es eso cosa de la foto, creo, ni me es cosa, tampoco, que se me haga en el cuerpo. La franja es el espesor consustancial, pienso, la distancia sólida e insalvable, marca o muestra del fracaso constitutivo de la toma, o del éxito, según se vea. La franja es el vidrio irrompible entre el agua alta y la mano seca abajo, aunque cóncava y deseante como cántaro. No es la lluvia la que cae, pienso, porque el agua en el aire yace quieta. Me pregunto qué vincula la gota detenida en mi retina y en la imagen y el sentimiento seco e ilógico de, sin embargo, estarse mojando. Cuál es la ventana fina o larga que deja pasar por los poros del pasado retenido en geometrías resquicios, esbozo o chispa de una lluvia inalcanzable, quizá irreal. Cuál es el filo que cruza la franja ¿Lo hay? Está en mí, pregunto, en la foto, pregunto de nuevo, entre ambos, digo, afuera de todo, me resigno, y sigo. La verdad es que en mi patio, ahora, también llueve. Estoy seguro de algo. Afuera llueve. La foto está adentro, sobre la mesa. La franja me preserva, me excluye o me contiene. La franja me permite. Pienso en el hombre que un día dejó sentenciado ese tiempo. Me pregunto si le habrá sido necesario o absurdo el paraguas. La foto es nimia. La lluvia afuera también lo es. Lo único franco es la franja. Pero no alcanza. Dejo mi cabeza muerta. Escondida entre los brazos flojos sobre la mesa. Cierro los ojos, respiro y soplo. Hay una cosa insoportable. Es la pregunta por el sentido. 

lunes, 5 de noviembre de 2012

La caída

Cuánta utopía será rota 
y cuánto de imaginación 
cuando a la puerta del Dakota 
las balas derriben a John

(Cita con Ángeles; Silvio Rodríguez)

A valores equidistantes entre la videncia y la ceguera me dirigí, como cada jueves, en la tarde noche, al taller de poesía que coordinaba en el Instituto La Grieta, en la difícil, abstracta ciudad de La Plata.
     (Digo a valores equidistantes de la videncia y la ceguera cuando quizá hubiera podido decir, sin pérdida, con suma simpleza, la palabra intuición. Antes me importaba eso. No ahora.)
     Con alguna intuición, decía, acerca del devenir próximo durante el desarrollo de mi taller de poesía, comencé a salvar la distancia, en este caso de tipo espacial, a pie, entre mi casa y la esquina en donde crecía como un árbol el edificio azul de La Grieta. Llegué antes, solo. Estuve solo incluso durante algunos minutos, con la cabeza progresivamente avanzada, embestida por la crecida lenta pero ancha de un presagio que al fin se produciría y que, creo no estar exagerando, cambiaría mi vida y la suya para siempre.
     Y no creo exagerar porque el presente me queda cerca y se ve sin distorsión. Soy jardinero. Mantengo, detengo el declive o mejoro, según los casos, los verdes patios internos de la Escuela Joaquín V. González de la ciudad y ella cose para afuera. No me quejo. Mi recuerdo es casi neutral, con un dejo de vacío, es cierto. La vida no tiene la culpa. Nosotros tampoco. Con las flores me doy cuenta. Es tan poco lo que pueden hacer ellas para ser rosas o diamelas, jazmines o fresias, verbenas, nomeolvides o margaritas. Nada. Yo puedo regarlas poco o mucho, emprolijarles más o menos sus canteros, aumentarles o disminuirles la ración semanal de fertilizantes, o sacarles con mejor o peor voluntad las hojitas secas o los yuyos que se les acercan y asedian. Pero el resultado es, pensado con alguna exigencia, poco menos que nulo. De todos modos lo hago. Así debe pensar también ella. Cuando remienda la ropa ajena.
     No sin algún difuso presagio, decía, me dirigí como cada jueves hacia mi pequeña aula de La Grieta, alta, por la oblicua perfección de las calles de La Plata. En los momentos que precedieron a la llegada de los asistentes al taller, como ya dije también, fui accedido sin preámbulos ni permisos por una idea aún vaga que tenía que ver con el futuro más inmediato. Ella lo vería. Eso fue lo que pensé. No lo dilato más. Ella lo vería, poco a poco, todo. Sería esa tarde noche. Y así fue.
     Quizá, hoy lo pienso, exagero al pensar aquel lamentable episodio en clave de catástrofe o tragedia. Sin embargo el recuerdo, por más olvido que lleve, siempre viene con algo del sabor que le fue propio en el pasado, y ese sabor fue el de la caída, de la empinada, brutal caída. El pavor flotante del inminente o efectivo derrumbe. Quizá exagero, es cierto. No creo exagerar, en cambio, al atribuirle a aquel día su costado de fatalidad, palabra a la que solamente un creciente pudor ascendente la exime de una imponente mayúscula, como un dintel, en la f inicial.
     Yo no sé qué sentimiento, que convicción ontológica o epidérmica, nos antepone los reparos que nos separan de la palabra fatalidad. ¿No es fatal acaso que la flor crezca o se marchite? ¿Que se moje el pasto cuando llueve o esté seco cuando seca? ¿Que el hilo de seda se rompa (ahora pienso en ella) a determinado punto de tensión o fricción del filo? Es un modo de entender, creo. Deshacerse de esa idea al pensar acerca de la causa de las cosas que nos han dejado en donde estamos es desdeñar la incontestable razón por la que una hoja, cuando hay viento, deja de ser una ínfima pero necesaria porción de árbol para ser la suciedad renovada, ágil, que llevará el barrendero.
     Pero aquella tarde noche no fue la inteligencia lógica y metódica la que me trajo, la que me anunció o previno, quién sabe, un suceso por venir. Fue lo que algunos llaman premonición, presagio, intuición o llamado involuntario. Pero no importa tanto el nombre. Antes sí me importaba eso. No ahora. El hecho es que al aproximarse el ingreso, o al ya estar ingresando ya, no recuerdo bien, los primeros poetas nóveles o aspirantes a eso, en ese momento yo tuve la certeza sin argumento de que ella lo vería, de que lo vería todo, quizá gradualmente, pero que al fin y al cabo sería el arribo definitivo, acaso sin vocación de serlo, al rincón silencioso y escondido al que efectivamente arribó, la llegada franca a ese precipicio celosamente guardado, a ese vértigo vertical, a esa puñalada mutua que, en efecto, nos convirtió la vida para siempre.
     De hecho eso fue lo que ocurrió. Porque no se puede andar de la misma manera antes y después del momento en que a uno le quitan como de asalto esa perla irrecuperable que hacía posible precisamente esa manera de andar previa al asalto. No se puede ni siquiera caminar de la misma manera, estar vestido, hacer gestos o estar dormido de la misma manera. Porque cuando mi llave, digamos, aún abría las puertas que yo bien sabía que abría, mi manera de estar entre las cosas era bien distinta. Y fue ella la que me dejó sin puerta. Yo sé, no obstante, que ella no lo quiso. No lo quiso para mí ni lo quiso para ella. De saberlo, incluso, ella lo habría evitado. Hubiera cerrado la mirada. Hubiese persistido en la farsa de nunca mirarme de cerca. Más aún sabiendo que de una creíble promesa para la poesía local se convertiría, tiempo mediante, en una inadvertida trabajadora de la costura, en el perímetro modesto de su barrio, en las afueras de la ciudad de los poetas. No, no pudo quererlo.
     Pero ocurrió. A pesar de todo, ocurrió. Ocurrió más allá de todas las posibilidades del miedo o la previsión. Más allá de los repetidos, minuciosos recaudos del ocultamiento y la simulación. Más allá del cálculo dilatado y pormenorizado de mi ubicación en la habitación desamueblada que nos servía de aula, de las estrategias largamente practicadas de las posiciones del cuerpo, de los puntos de vista y las modulaciones de la voz, más allá incluso de la lograda actuación del estar sin cálculo, sin premeditación, de la pisada sin huella. Ocurrió.
     Parece ayer pero no lo fue. Ayer yo sembraba ya las semillas de naranjo que darán sombra, Dios mediante, en algún lejano verano y sobre la cual yo ya no me recostaré. Pero tampoco ella. Somos coetáneos y nacimos bajo el mismo signo. No sobrevivirá demasiado al desencanto de haberlo visto todo, al logrado fracaso de haberlo conocido todo, tan de golpe, en un jueves que venía como uno más, en una tarde noche que simuló ser del medio, del centro, y que después ya no hubo.
     Ahora me queda tiempo para pensar en los desperfectos, los desajustes del mecanismo que durante tanto tiempo permitió el ocultamiento y que una tarde falló.  
Pienso en el engranaje, en la trama diestramente urdida por los fantasmas de la vergüenza y el temor a la desolación. Y siempre termino en lo mismo. Fue la fatalidad, digo, esa palabra a la que todavía no me atrevo a encarar con f grande. Una fatalidad desconocida, yo no sé cuál, una lluvia que te trasciende, que no producís y sin embargo te moja, una patada que te dan un día desde algún lugar y que resulta imposible atajar, un gol que te llega de un partido en el que no sabías que estabas jugando. Pero pronto dejo de pensar. Me saco la remera mojada porque hace calor y la piel me transpira. Desnudo le planto azucenas al patio gritón de la escuela. Ya no llevo mecanismos porque mi cuerpo todo lo hace solo. Ando casi sin mente por entre las paredes eruditas de las aulas. Descanso. Un cuerpo me guía. Ella andará, pienso, ahora, sin culpa, con un amplio, excesivo camisón rosa, devolviéndole con indiferencia a un pantalón de gabardina azul de algún vecino la integridad que supo tener mientras ella, tal vez, asistía a un taller de poesía, cada jueves, en la tarde noche, en la oscura esquina adoquinada en donde estuvo, antes, La Grieta.

sábado, 3 de noviembre de 2012

El Benito


Desde lejos se puede oír mi nombre. Es que me llaman. Benito. De cerca puedo ver los alambrados de libros que me desafían, que los guardan, a ellos, que los encierran de mí. Me pusieron obedientemente el ambicioso nombre de Benito y no hicieron mal. Mandaba la Ley. Se protegieron de mí y no hicieron mal. No obstante, pobres, nunca dejaron de recordar que siempre me temieron. Pero ahora puedo oír mi nombre, como un rezo, y puedo ver también la tranquera abierta, de libros, y a mi madre buena que me adora, con comida para mí, su hijo el más pequeño, su amor promesa soy yo. Mi padre ha intentado de todo para salvarse de mí, pobre, pero murió antes. Mis hermanos lo mismo. Bautismos por doquier, iglesias y Santos Padres, todo a caballo y arriba de un tibio cuero de oveja. Pobres mis padres. Ellos que esperaban en mí la reivindicación de sus torpezas. Ellos que me trajeron a la escena del mundo para desmentir de a poco sus humildes pecados de campesinos incultos. Ellos que quisieron para mí los libros y el saber. No hacían mal. Sólo que no se puede tanto decidir. Parece que no se puede burlar la Ley. Ya llevaban brotados de sí otros seis retoños a cuál de todos más bruto. Animales casi, pobres, los otros. En mí se cifraba, silenciosamente, la promesa de la inteligencia docta, el indulto de la sabiduría ínclita y proba. Apenas si ellos mismos lo sabían. Pero no pudieron verlo todo, los pobres. Es que nací séptimo. Nací como mis hermanos varón. Nací, además, en un campo correntino entre chanchos degollados, plantas bajas e indomables y caballos de relincho alto, llamativo y largo. Desde acá la veo a la pobre madre. Viene. Abnegada y sin talento para la resignación. Es que no puede, no quiere saber que algún martes lejano, o viernes, levantaré mi deseo crecido como un aullido alto que asustará hasta la ginebra pensativa o boba de los paisanos del lugar. No necesita, no cree entender que allá lejos en una noche abierta, azul casi, en un monte cercano abrevaré en las aguas de la inmundicia o me dejaré crecer la codicia por el amor más salvaje que pueda en el mundo existir. Mi madre prefiere desconocer, la pobre, la conozco, que cuando en el cielo y en mí se dibuje, espejadamente, una luna como un reloj, mi celo de lobo nuevo olvidará su nombre, su patria, su ternura, su piedad, olvidará mi furia el abecedario inútil y me treparé sin esfuerzo al lomo frío de una loba en celo como yo, que desconoceré su esperanza y sus senos colgados de su cuerpo para mí, su leche tibia y sus manos en gesto amante de caricia, no sabe, pobre, que esquivaré la plata de una bala justiciera, brasa y vidrio, que saltaré, elástico, que me suspenderé en el aire, solo, que se pondrán de pie los pelos de todo el cuerpo, que tendré naturalmente afilados los colmillos ebrios, flamantes, con gula, que no escucharé, como hoy, que soy bebé, mi nombre encarecido, Benito, llamándome, que dejaré el suelo en donde alguna vez fui hombre y me prenderé a la parte yugular de su garganta, y esta vez, pienso ahora que me llama, Benito, y que no puedo olvidarme de la fatalidad del futuro, esta vez, digo, saltaré y le pediré sin reparos en su cuello la sangre que este hermoso cerco de libros no me ha sabido dar.

miércoles, 31 de octubre de 2012

La Deolinda


Ella anduvo los desiertos sanjuaninos entre el dulce lento de los higos y los clavos de las tunas. Con el miedo andaba, y el furor debatidos. Fue por sombras de algarrobos, tierra seca, sol, espejismos de lagunas. Caminaba como un perro tras un rastro imperceptible como quien prefiere la muerte seria a la vida sin ladridos. Rezaba, a su modo, a la Virgen Madre, la Virgen de la Lengua. Sentía en los pies un cielo maduro, crecido, viejo, amarillo, que le llegaba como el infierno a la boca. No tuvo saliva casi cuando quiso tararear. En la arena dejó escrita una palabra larga cuyo valor no quiso quedarse a meditar. Era una fe casi sexual la que la llevaba a la niña, incauta como una lanza, a la tardanza postergada del bien morir. No estaba más cerca que su rancho, ahora, la sombra rara del Baudillo. No era La Rioja aquella tierra que asomaba su promesa detrás del último algarrobo. En la espalda, es cierto, le colgaba inexplicablemente un hijo. Y el agua siempre es poca aunque quizá esa sea toda. Dicen que no fue la sed lo que la mató a la Deolinda Correa. Dicen que bien saben los chimangos que no fue poca la leche póstuma que chupó el recién venido. Yo me inclino hacia su imagen como a la Virgen de la Ironía. Yo soy Virgen. Soy Madre. Como ella amamanto muerta una criatura que quién sabe si recogerá la leyenda.

lunes, 29 de octubre de 2012

Del otro lado de mí


Mi pasado es promisorio, lo sé. Y no obstante nada me exime del miedo entrañable de la esquirla perdida, entre calle y calle, del fuego cruzado, ni bien abandono la interioridad abierta de mi jaula. Ajeno a todo voy adentro de un hombre que me llama yo. Camino atento a la pólvora inocente que sin dura caerá, y cae, de las obras en construcción, de las ventanas abiertas de las escuelas, de los almacenes, de las manos abiertas de los amigos, de las rondas, de los juegos, de la risa, de las ramas, de los pájaros armados. Decido caminar por el medio de la ruta, cauto, para que no me pise ningún hombre, ningún perro, ningún llanto de bebé, la ternura de ningún gesto. Tengo el cuello entrenado para ver detrás de los árboles árboles, detrás de los gritos gritos y de los hombres hombres. Llevo conmigo la cautela de estar muerto. Eso me tranquiliza a veces. Detrás de mí vienen ellos aunque no lo sepan.  Están ciegos pero llevan una daga en la inocencia. Todo puede lastimarme si no les antepongo las pastillas entre su amor y mis reparos. Todo puede fracasar si no tomo las drogas que me prescribe el recuerdo. Voy desnudo aunque parezca que voy sin cuerpo. Los tajos que ven acá, les juro, fueron besos. Tengo todo lo que necesito para ser herido sin odio en cualquier esquina por la bala asustada y sin sentido de la amistad. Te quiero. Eso sí. No lo niegues. Pero de a poco y no mucho y ya está. No te preocupes por mí. Mi olvido, mi agua está en el retorno. Cuando beban de mí, quiero que lo sepan, no me busquen la copa para chocarla. No me busquen los labios en la boca. No me busquen el cuerpo en la sombra. No me busquen raíces del otro lado de mí. Estaré a salvo mañana. Cuando amanezca. No sé si habrá sol. He olvidado casi todo lo que me queda de futuro.

sábado, 27 de octubre de 2012

El Burdel


a todos ellos

De ellos aprendí a ser cobarde. Aprendí a no pedirle nada al tiempo, y morderlo todo.
    
Los conocí un viernes a la noche, en un Burdel de la calle 34 en la mareada, oblicua ciudad de La Plata. Ella trabajaba en el lugar, les cocinaba a las internas. Había una foto suya en la puerta y por eso entré. Una máscara, claro. Ella no podía ser cierta, y de hecho no lo era. Él sí. Él sí era tan cierto que de no ser por su fatiga no se hubieran podido conseguir, según escuché decir, trabajadoras tan gentiles, abnegadas y voluntariosas para el Lugar.
     Los vi de lejos durante mucho tiempo (de hecho -Ellos no lo saben- yo nunca estuve a su lado, por problemas que no me es dado tratar aquí), los vi de lejos durante mucho tiempo, decía, cocinar, besarse en broma, reírse incomprensiblemente y hacer dinero con alguna facilidad. Él, parece, cebaba buenos mates que Ella rechazaba con el gesto y tomaba férreamente con la mano.

De Ellos aprendí la indigencia, la perversión, el coraje y la promiscuidad. El impudor o la impudicia. El descaro. Ah, y la risa.

Las trabajadoras iban y venían, extenuadas, pobres, disfónicas por los pasillos, mientras Ellos, como gesto de promesa, les eran felices en sus narices. Era divertido. Los clientes pedían por Ella pero Él salía, maquinalmente, no sin celos o pena, a explicar en cuatro o cinco palabras, que Ella estaba ocupada con otro cliente, que era yo, supongo, por lo cual tendrían que arreglárselas con algunas de las negritas estas jujeñas o catamarqueñas, es lo mismo, que deambulan semidesnudas por acá, con los pezones cansados, la cabeza gacha, o irse a otro burdel. Los clientes eran fáciles. O ingenuos. Se quedaban con la esperanza comprensible pero estúpida de estar algún día a solas con Ella, algún día, por misericordia del Señor, que era Él, en un cuarto a solas, con un espejo desvencijado en el techo, una cama demacrada y una flor olorosa en la mesa de la luz.
     Pero Él no tenía misericordia. Él no era Dios, por qué habría de tenerla, decía, como si eso fuera un argumento válido, y seguía mirando el fuego azul que calentaba la pava, con cariño, con alegría fácil, con pensativa dicha, mientras una niña de quizá doce o trece años se le trepaba por los hombros pidiéndole ternura o algo de comer.

Fue de Ellos que aprendí a no ser nadie con orgullo. A ser ambiguo. A combatir los espejismos del desierto y vestirme de negro o usar desflecadas alpargatas blancas y a quedarme sin pelo. De Ellos aprendí la importancia de odiar parcialmente al género humano y a ser cordial con los buenos esclavos.

     La historia no termina acá. El Burdel persiste. La risa se oye aún a la distancia y uno aprende sin cesar. Yo entro, les miro su cordial indiferencia, su desprecio afectuoso, su manera de estar. Los observo. Soy el Narrador. De eso vivo.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Fe de erratas


 a Stand Shephard

¿Y cómo unas tardes tan agradables
como las del Colorado
con sus granjas y sus acequias
y sus sombrías cañadas
puedan producir un insecto
como el insecto
que picó a Stan Shephard?

En el camino; Jack Kerouac.

No. Acá hay un error. Grave. Deben haberse mezclado las páginas, cruzado los libros. Es un equívoco. Una fe de erratas. Se debe poder salvar. Yo firmo. No. Tiene que haber solución. Vos con ella, ella con vos. Allá. No, no, no. Esto debe arreglarse o escribirse de nuevo. La cosa no es así. Se mezclaron los personajes, los lugares, las calles. Esto es un escándalo. No lo puedo permitir. Tiene que ser un error. O vos no sos vos o ella no es ella. No. De ninguna manera. Esto está mal escrito. Negligencia, ironía o perversión. Alguien debe intervenir. A mí me pagan para que lo haga, lo sé hacer, les juro, déjenme que lo escriba de nuevo. Esto es promiscuo, sádico, inaceptable. Pero en qué momento pasó. Cuándo fue que la historia se desmadró. Se fue al carajo, quiero decir, perdón. Estoy confundido. Yo sé escribir, discúlpenme la jactancia, pero hace mucho que lo hago. Déjenme prestarles mi ayuda. No tardaré mucho. Es cambiar algunas fechas, un par de nombres, modificar levemente algunos olores, unos colores, un par de sillas, la voz de un teléfono, un número en la guía. No puede ser. Debo haber leído mal. Y si no por qué no terminó antes. Con qué derecho la historia va adonde quiere. Quién lo hizo. Por qué. Con el permiso de quién se escriben los libros y se imprimen, y se leen y ya no hay reescritura posible. Tiene que haber un párrafo que yo no leí, alguna hoja volada, un par de frases en que me distraje, en que me fui. La historia no iba para ahí. Este no puede ser el final. No sólo por inverosímil sino por grosero y sórdido. Quiero una pluma. Una hoja. Quiero el libro. No puede ser otra cosa que una errata. Un error de impresión. Y sé que todavía la puedo salvar. 

lunes, 22 de octubre de 2012

Cuánto tardaste

cuánto tardaste
preguntan
cuánto tardaste

le sumo las horas del tren
pregunto
los vidrios rotos de la escuela
los caballos entrerrianos de colón
el pasto
las horas del sueño
las pastillas y el whisky
le sumo las suelas del fracaso
pregunto
las almohadas del sexo
los patos
las alcantarillas del miedo
el coraje que me falta
la libertad
el orín
le contesto
pregunto
le sumo la falta de sueño
las páginas voladas
el viento en los ojos
los libros de quién sabe qué dios
las llaves muertas
cuánto tardaste
preguntan
respondo
pregunto
le sumo la ubicuidad de la sombra
el sol raro
ralo de luz le sumo
la pobredad de la ausencia
a mi hija le sumo
los barcos que me trajeron de italia
ayer
a mi abuelo
le sumo los sauces pregunto
el eucaliptus interminable
el campo desde arriba
los libros que me faltan
el alazán que no trota
la mañana de ayer
el fin
el tiempo que pasé en vano
sobre las vías
esperando
las horas de desprecio
los cachorros sin crecer
la cara ajena que se borra
el espejo que se corre sumo
pregunto
la eternidad que quiero
que deploro
la finitud que me asalta
los hombres que me vieron
que no veo
la infancia que pasó
los juegos
los lápices quebrados del asfalto
lo menudo de un verso en la memoria
la repetida patria
el vino diario
la vida breve
pregunto
le sumo el olvido
los dientes que me muerden
el espasmo del cuerpo
el fuego que se me apaga
las llagas de las yemas
los dedos en las teclas
las hojas blancas
la memoria injusta
las cadenas rotas
el águila que me abruma
la roca que me tiene
la rabia que me crece
que me suelta
que me cuece
decime qué le sumo

que cuánto tardé
digo
que cuánto tardé
repito

no sé
calculale dos o tres minutos
más o menos
más alguna corrección

sábado, 20 de octubre de 2012

La palabra desierto


Conservo la cabeza de mi otro abuelo en un cajón. No me interesa el morbo. Tampoco el género policial. No contaré, pues, detalles del accidente o del proceso químico que me permitió guardar sin escándalo la única parte de mi abuelo que quise conservar. Lo único que me interesa contar aquí es que mi abuelo materno fue capataz de estancia. Que engañó toda su vida a su mujer, a sus hijos y a su amante. Que le gustaban los caballos y transformaba con habilidad, talento y frialdad a los chanchos en queso, morcilla y pecheras de un buen salamín. No me interesa hacer pública la causa de mi interés por su cabeza ni la de mi completo indiferencia por el resto del tronco que quizá aún hoy guarde alguna cuneta profunda de la ruta provincial número 6. Esto no es un relato psicológico ni una biografía personal. Si confieso que guardo su cabeza en un cajón es porque a veces uno necesita contar. Nada más. Tampoco voy a ahondar en esa necesidad. Mi abuelo materno descansa en paz. Créanlo. Su cabeza mira hacia arriba como un dandy y es como si no le faltara el cuerpo. Los ojos verdes tiene. Hermosos. Cogió mucho antes de morir y murió a 160 Km por hora. ¿Qué más quería? No es esto tampoco un retrato moral. Sencillamente hoy revisé el cajón de mi mesa de luz y me dije: para algo debe servir. Y ya llevo escritas quizá más de doscientas palabras. Mucho más de lo que duró la muerte, el polvo previo, el llanto póstumo, la frenada tarde, la ausencia muda, la palabra desierto. 

lunes, 15 de octubre de 2012

Sobreescribir


explicar con palabras de este mundo 
que partió de mí un barco llevándome

Alejandra Pizarnik

Escribir sobre escribir. ¿No conlleva esto un ejercicio sublimado de la redundancia, una gimnasia lírica de la renuncia, un eco mítico de egolatría? Le sospecho a este interrogante parciales verdades, pero también, agrego, parciales mentiras.
     La poetisa argentino-universal Alejandra Pizarnik contestó, rotunda y brillante, a esta pregunta. Contestó con otra. ¿Y de qué vamos a escribir los escritores si este, la escritura, es nuestro mundo? ¿No es acaso esta una verdad? ¿Debe el escritor que pasa tanto tiempo pretendiendo correrle los velos al misterio de la escritura hablar de otra cosa? ¿No es ese su tema? ¿No es ese el centro de su mundo, su núcleo? ¿Por qué (extendiendo la pregunta-defensa de Alejandra) debería un escritor correrse del centro de sus desvelos para hablar de, quizá, el sueño de los otros? Claro, se me objetará, tampoco es ese el único mundo de quien escribe. Un escritor escribe desde algún lugar, hacia algún otro, quizá, compra sus ordenadores en algún comercio, almuerza con su mujer y sus hijos, toma cerveza que también compra, hace el amor y lee, fuma, ama y masca chicle.
     Sí. Y quizá muchas cosas más, más profundas como el afecto o los vínculos o la maquinaria de la política. Pero la pregunta entonces requiere una precisión. ¿Debe un escritor, necesariamente, hacerse a un lado de sus incesantes o intermitentes reflexiones sobre el arte de ubicar bien la palabra para escribir de ese otro mundo que lo circunda o lo abruma o lo aligera? Y acá la respuesta es no. No se le puede exigir eso. Lo que sí puede hacer un lector es prescindir de su lectura. Pero este es otro asunto.
     Podríamos preguntarnos por qué, pongamos por caso, el docente, no dicta clases acerca de su quehacer como docente, sobre el que, pongamos también por caso, ha reflexionado. ¿Por qué no se vuelve sobre sí mismo en actitud de serpiente o de perro histérico y se busca la cola? ¿Qué pasaría si lo hiciera? Pasaría que no podría cumplir con los contenidos curriculares que le manda su materia y curso. Pero sucede que el escritor, en los mejores casos, no tiene materia ni curso. Entonces habla sobre lo que le importa, sobre lo que lo muerde, y, durante más de un siglo, a la literatura le ha interesado mucho hablar de literatura, y más aún, sobre el proceso de producción de esa literatura.
     Porque no siempre fue así. En los bordes del siglo XX la literatura ha colocado un espejo sorprendido frente a sí y se ha dedicado a mirarse, a ser curiosa de sí, a autoespiarse, y a contar lo que el espejo cuenta. La literatura fue, o es, como una receta de cocina cuyos pasos son aquellos que describen cómo es el proceso de confección de una receta de cocina. Claro. En el caso anterior el resultado sería funesto. El hambre. La sin comida. Pero en el caso de la literatura no pasa lo mismo. Misteriosamente, quizá. Lo que ocurre, eso sí, es que se produce una sin comida para todo aquel lector cuya vida puede prescindir sin esfuerzo de saber el proceso interno o externo que llevó a determinado escritor a producir determinado texto o a la literatura, para ponerlo en términos generales, a producirse a sí misma.
     Pero así planteado, el dilema es parcialmente falso. Porque lo que ha ocurrido, creo yo, en los mejores casos, es que la literatura no se ha abstenido de contar el mundo aún cuando su deseo, o parte de él, esté puesto en los mecanismos que subyacen a un texto. No hay texto literario que se precie de tal que no hable del “mundo”, de “lo real”, de lo “exterior”, aunque sea entre comillas, entre paréntesis, o entrelineas.
     Digo más, si alguien, que puedo ser yo mismo, me apurara, diría que esa es una parte importante de la historia de la literatura del siglo que pasó (o no). Una literatura bípeda o bífida que lame con una lengua el mundo y con la otra pierna se pisa el pie. Una literatura anfibia que no se olvida del agua para ser terrestre ni de la tierra para nadar. Una literatura que no nos deja sin comida porque la receta dice cómo hacer un budín de pan a la vez que se cuestiona las palabras utilizadas para nombrar la leche o el pan.
     No. No es un gesto meramente autocrático ni ombliguista escribir sobre escribir. Porque escribir, en principio, así como leer, es también la vida. Y además porque toda cosa puede volverse, si se sabe bien leer, metáfora de otra cosa.
     No es una mera literatura para escritores tampoco. El procedimiento tan usado de volver al mundo una lengua capaz de hablar acerca de la escritura es un procedimiento tan válido como cualquier otro, a la vez que, bien usado, hermoso. La resultante es que las palabras se ahuecan o se rellenan. Vibran, bailan, se mecen. Es una literatura que nos saca del terreno certero de la unicidad. Una literatura que dice y piensa el decir.  Nada mal. Una literatura que descree de la confiabilidad ciega de su herramienta. Una literatura que te enumera los pasos a seguir para acceder, pongamos por caso, a un budín de pan, a la vez que se vuelve sobre ellos y los mira con reflexión. Una receta con postdata: “Ojo. Nada de lo que dije es tan cierto como para pedirte veneración. Ni tan falso como para pedirte perdón.”

sábado, 13 de octubre de 2012

El tajo largo de la pollera


Hoy aproveché el sol de la mañana y el ocio para lavar el auto. Lo subí a la vereda inclinada, saqué un par de baldes, cepillo y detergente, y empezó la faena. Adentro, mientras lavaba, cantaba despiadadamente Edith Piaf. Apenas podía escucharla, eso sí, puesto que por razones obvias las puertas permanecieron cerradas. Pero el azar quiso algo. Cuando el primer estadío de los baldazos fue concluido y la puerta del conductor fue abierta, sonaba “La foule”, esa versión francesa de la melodía de la sudamericana “Amor de mis amores”. Una canción exigente, rápida, consonántica, fricativa, aguda, pulmonar, para que la cante Piaf. Pero, decía, el azar quiso algo. Cuando fue el momento de pasarle el trapo al costado de la puerta adonde el agua no había llegado, y mi oreja se hallaba muy cerca del parlante por donde “La foule” salía, la canción terminó. Pero no terminó como terminaba siempre, es decir, perfecta. Terminó, curiosamente, con una Piaf cuyo aire, sensiblemente, apenas alcanzó a pronunciar las últimas sílabas. Casi con fatiga terminó, con los pulmones achatados, con el abdomen apretado, seguramente, quizá hasta con la cara enrojecida. Cómo podía ser. La máquina Piaf con la aguja de la gasolina en la zona roja. O mejor. La máquina Piaf humana. La máquina Piaf mostrando de cerca sus grietas, su capot abierto, el latido del motor. Y no fue una decepción. No. Tampoco todo lo contrario. Fue una pequeña revelación, una explicación de la fascinación que antes y después de esta mañana me ha despertado y me seguirá despertando Edith Piaf. La comprensión, entendí, vino por el lado de la imperfección, del vidrio rallado, de la baldosa floja. Entender que lo perfecto se admira, pero que lo imperfecto fascina. Eso era. Haberle escuchado esa casi falta de aire al monumento de la Piaf era entender que, si me fascinaba, era justamente porque no era un monumento. Entender que la admiración es una disposición subjetiva ante un objeto al que le reconocemos racionalmente cualidades quizá insuperables, apolíneas, áureas. Pero que la fascinación es otra cosa. Aquí la disposición es menos racional que sensible o carnal. Y no hay fascinación si no hay grieta, poro, rajadura o raspón. Tampoco si todo lo es. Sería entonces, otro tipo de perfección. Una perfección al revés. La fascinación es una emoción que produce la aspiración fracasada de lo perfecto. Esa hermosura fascina, desarma, desnuda. La admiración, en cambio, es una admisión de dones. Nada mal, claro. Pero acá no sufre el cuerpo. Fascinar es prender fuego. Calcinar. Cerrar momentáneamente las puertas del intelecto y trasportar. Claro, dirán, uno quisiera ser admirado y encima que se fascinen. Cosa de locos. Hay que cerrar las puertas del auto y olvidar a la Piaf. Por un momento dejar de buscarse en esa cima imperfecta pero alta y arrastrase como cangrejos y rezar porque sea larga la vida. Como un tajo interminable de pollera.

lunes, 8 de octubre de 2012

No habrá otras penas ni olvido


Noté que me había hecho un hombre una tarde si no me equivoco de abril. No me interesa fecharla, sería inútil. El tiempo del calendario siempre me pareció superfluo e irreal. Pero sí me interesa, me seduce o me atrae, volver fugazmente a aquella tarde fría de otoño en la que sentí, como una revelación, que yo ya no era el mismo, que no volvería a serlo y, sin embargo, que nunca más dejaría de ser aquello en que en ese preciso instante entendía perfectamente que ya empezaba a convertirme. Un hombre. No quiero recordar la edad que tenía. Creo que tampoco importa. La anécdota es elemental e insulsa. Una paloma se escapó de mí cuando quise acercarme para darle el resto de galletita que yo ya no comería. La anécdota es francamente olvidable, es cierto, si no fuera por el dolor profundo que tal escena se remontó en mí como un barrilete al que de pronto le llega el viento. Pero eso sigue sin ser lo que ya veo que me cuesta decir. Lo central no fue la intensidad del dolor, su cantidad, digamos, sino su signo, su estirpe, su forma, su llaga. Tuve la certeza, o entendí, si es que me permiten correr a este verbo de su contenido de conciencia y argumentos, tuve la certeza, digo, de que ese dolor no era nuevo. La escena era nueva, la novedad estaba en la paloma, la galletita, la plaza y el frío de la tarde, el dolor, en cambio, era conocido, familiar, íntimo, propio, constitutivo, esencial. Esa tarde entendí que ser joven es, en parte, ser nuevo. Ser un hombre es tener en el cuerpo ya todos los dolores importantes, todo el barro fundacional, un fuego grande y nuclear cuyas esquirlas volarán según la contingencia del viento. Pero el fuego, en su totalidad imprescindible, el barro del que finalmente estamos hechos, ya ha sido amasado. Luego pude comprobar esa revelación por ejemplo cuando mi padre murió, cuando se nos inundó la casita de Ensenada, cuando sufrí por una chica que aún lamento, o cada vez que me vuelve el asma. El dolor, entiendo, no nace, se rehace más bien, reflota, resurge, se impone, remonta. No logro saber, finalmente, si aquella revelación (al menos ese valor tuvo para mí) es del todo triste o lleva algo de alegría pensar que ya no habrá Dolores Nuevos. Si se quiere es como una rara esperanza, una fe. Mientras escribo, ahora, me asaltan recuerdos tristes (son los que siempre me asaltan, a los felices debo ir a buscarlos yo), me asaltan, digo, y yo ya soy como un ladrón al que vienen a robar. Me roban. Pero les conozco las armas.