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martes, 28 de febrero de 2012

La nana del león

A Fernanda García Lao

La literatura habita la grieta
llamativa y silenciosa
entre una palabra y otra.
(M. A. Daireaux)

Crezco. Sumergido en el agua barrosa mi cima púrpura no se ve desde la liviandad del aire. Me inflo. Las venas empujan duro desde un pasado ancestral que apenas reconozco. Broto. En mi cresta perfumada llevo los jugos agrios de mi raíz. Subo. Debajo de la tierra sucia llevo mis hijos como un marsupial. Me inclino. Los golpes del viento traspasan los granos de tierra que no puedo trasponer. Llago. Me crecen en el cuerpo miserable cortezas y hojas que vienen de una vieja transpiración. Nazco. Cada noche con luna un retazo de mí se acomoda en el vientre para darme a luz. Pujo. En la yema de mis dedos hay un fósforo infinito que viene desde un mar de oscuridad. Callo. Casi todo es silencio ya cuando me veo nacer. Busco. Algún día juntaré los vidrios rotos de mi silencio y haré una flauta muda de cristal. Llego. Agrieto la tierra errante que me nutre y ciega y muestro la nana rosadita en la rodilla que me hice ayer. Nado. Debajo de todo está el mar. Me hundo. Debajo de todos el mar. Abundo. Los ojos que me ven no son los ojos que me saben. Canto. Un rugido silencioso me recorre las olas como sombra herida de un león. Me diluyo. No sé qué bella y misteriosa fuerza de simetría me saca las manos al aire y me embarra el corazón. Vuelvo. Como una resaca submarina y calladita me quedo solo y loco con la luna que fui. Me salvo. En el fondo del mar salvaje hay una Ley perversa o venturosa que me devolverá como un muerto hacia la playa, a la cima de la costa a respirar

lunes, 27 de febrero de 2012

Las geometrías

A María Teresa Andruetto

Cerré la puerta detrás de mí. Tomé la hoja que había dejado. Después de mirarla decidí continuar el trazado. Dibujé un círculo en posición oblicua debajo de otro círculo en posición oblicua, en paralelo, figurando una banda semicerrada. Pasando a través de la banda una línea tenue descendía a penas. Por encima de la banda semicerrada quedaba otro círculo, este en sentido perpendicular a los anteriores, algo así como una cabeza humana vista de frente. La puerta había quedado mal cerrada, así que le di un leve tirón hasta oír el ruido a madera que me señalaba la soledad sin fisuras. Pude ver encima de la biblioteca los anteriores retratos de personas desconocidas que yo había titulado, superfluamente, “autorretratos”. Volví al papel. Una línea. Tres círculos. Uno completo y dos cortando el primero sin terminar de cerrarse como si fuera un lazo o algo así. Busqué en los cajones un lápiz rosa y le miré la punta desusada. Tuve sueño. En la pieza de arriba una voz cantaba una canción de amor. No la reconocí. El cuarto pequeño empezó a acusar el encierro y yo volví a tomar el lápiz negro. Cerré el primero de los círculos, el superior, y me quedé esperando alguna señal que no llegó. Volví a mirar la biblioteca de pino barnizado. Pensé que dentro de poco todos los libros podrían llamarse “autorretratos” y estar, como los cuadros, firmados por mí. El cuarto comenzó a parecerme cada vez más pequeño quizá como consecuencia de la progresiva falta de aire a causa del encierro y yo con el lápiz negro cerré el segundo círculo que junto al otro formaba la banda transversal, a modo de lazo, debajo del círculo primero cruzando la línea vertical, a modo de cuello. En la pieza de arriba una voz cantaba ahora una canción de cuna. No la reconocí. Con el lápiz rosa en la mano suspiré profundo y me concentré en el dibujo. Faltaban dos mínimas maniobras. Tendría que ser hábil. La inspiración llegó. Con un trazo lleno de convicción pinté la banda transversal de rosa. A la cabeza la pinté de rojo fuerte. Tuve que apurarme. En el cuarto faltaba el aire. Con el último aliento tomé el lápiz negro y titulé, debajo, mi último autorretrato. Geometrías lo llamé. Las geometrías, corregí. 

domingo, 26 de febrero de 2012

El sembrador

En las sierras cordobesas, una tarde nimia de febrero, me crucé un hombre extraño. Debajo de un sombrero de tela blanca, se inclinaba su piel de cobre enrojecido sobre el suelo duro. En su puño izquierdo apretado, lo supe luego, llevaba una semilla. Qué hace, fue mi pregunta. Siembro, su respuesta. Y qué siembra, otra pregunta. Un árbol, su respuesta. Silencio. Él con su labor, yo con mi cavilación. Fui tan precario que le pregunté por qué no lo hacía más cerca del río, en tierra blanda. Este es mi terruño, fue su obvia respuesta. En silencio, me sentí un idiota. El pozo que hizo no fue grande. Tampoco fue mucha la tierra con que cubrió la semilla ni tanta el agua con que la regó. De a poco, se irguió. Ya está, dijo. Observé en silencio aquel ritual hasta que dejé de llenarme la garganta de dudas. Y para qué un árbol acá, largué. Para la sombra, fue su respuesta. Pensé que no hablaría más, pero su paciencia no quedó allí. Notó mi desconcierto y bajó la mano que había alzado para despedirse. También volvió el pie que había alzado para marcharse. Para la sombra, repitió. Cuando tenga la sombra me sentaré a pensar. Pero mi ansiedad fue más rápida que la sensatez. Y hasta entonces, pregunté, y hasta entonces… Hasta entonces esperaré que crezca, dijo. Silencio. Pensar en qué, dije. Dudó. En lo que dicte la sombra, dijo. Ahora sí iba a irse, pero otra vez se detuvo, creo yo, por cierto sentido de la piedad. A mi próxima pregunta le adelantó la respuesta. Había comprendido la obviedad de mi pensamiento, lo elemental de mi lógica. Y si la sombra no dicta, entonces no pensaré, sentenció. Bajé la cabeza. Sentí desconcierto y revelación. Le estiré la mano con sinceridad. Adiós, dije. Él no me devolvió el saludo. En cambio, me respondió algo que jamás yo le hubiese preguntado. Ya sé lo que está pensando, dijo, y tiene mucha razón en hacerlo. Yo asentí. Cómo sé yo que el árbol que siembro ahora mañana dará sombra. Es fácil, sonrió. Muy fácil.

sábado, 25 de febrero de 2012

El aparecido

A Silvia Conde

Yo lo vi asomarse como una sombra desde la orilla del lago. Fui el primero. Lo vi insinuarse como una estrella a la mañana tras la transparencia del agua. Yo fui el primero. Le vi la lengua limpia y filosa irguiéndose sin prisa hacia el aire aún frío del lago. Un aire cálido de regocijo y hambre salía de su boca. Yo fui el primero. Luego emergió su cara. Reía o lloraba, según desde dónde se lo mirara. Después el cuerpo se hizo levemente dueño del agua. Tenía un sol en la frente y una luna en la espalda. Lo vi desde la costa. Tenía miedo o rabia. Según desde dónde se lo mirara. Yo vi desenredar su lengua larga y roja como una alfombra sobre el lago. Vi un ejército de hombrecitos felices caminar por sus yagas. Reían o bailaban. Cantaban o contemplaban. Lo vi desde la sombra. Yo fui el primero. Tenía fiebre o desengaño, según desde dónde se lo mirara. Lo vi descreer de su saliva viscosa. Mientras un ejército de hombrecitos cándidos celebraba. La tarde fue llegando de a poco como un niño. La noche se inflaba. Detrás de mí una carne roja y ancha se abría y se cerraba. El lago desapareció esa misma noche. Alguien dijo auxilio pero fue una risa la que ahogó el quejido. A la orilla esperan los hombres. Tienen ansia. El monstruo tiene varias lenguas perfumadas tendidas como alfombras sobre un espejo de agua.

viernes, 24 de febrero de 2012

Soy ola

A María Victoria Yépez Lasso, ola también

La ola no viaja
Lo que viaja es la forma.
(Una ingeniera amiga)

Soy ola. Nada más. No sé qué piensan de mí los caracoles. No sé qué saben de mí las ostras. No sé que tiene de mí la arena. Soy ola. Nada más. Debajo de mí un mundo de  oscuridad me arrastra. Me lleva. Sobre mí, siglos de viento me forman. Me modelan. Soy ola. Eso. Un mar entero confluye en mí. Soy yo todas las gotas. Avanzo mi rostro azul sobre el agua ancha. En mi frente llevo una espuma. Que ríe. Que miente. Ola. Cuando llegue a la costa seré calma y gozosa. Seré otra. La música que canto no es la que me condena. Lo que suena no es lo que grita. Ola. Eso. Yo que fui todo un desierto ancho de humedad. Yo que fui un gigante en un laberinto de negro y niebla. Yo que me crié en la hondura de la informidad y la desmesura. Y ahora. Llegaré plateada y calma para que jueguen con mi piel los niños de la costa. Seré mancha en la arena amarilla y sombra en la piedra blanca. Y me absorberá el tiempo sin huella. Iré desprendiéndome de mí como un parto sucesivo hasta llegar vestida y sola. Yo que fui mar soy ola. Nada más ola. Tropel de agua que se encabrita y duerme. Ola. Nada más que ola. Espada de espuma que en el mar dejó la furia y la derrota. Ola. Apenas. Espejo de sol que tiñe de azul la arena blanca. Y se va. Nada más que ola. No sé que piensan de mí los faros. No sé que queda de mí en los muelles. No sé qué agua esperan las manos. Ola que llega. Me voy después lenta como un ocaso. De a poquito me vuelvo. Hacia lo que fui una vez y dejé de ser por un ratito. Un león sin piel ni ternura. Uña embarrada de grito y pena. Noche bárbara, profunda y loca. Carne sin máscara. Una lengua desquiciada y rota.

jueves, 23 de febrero de 2012

Soy lluvia

A Mirta Garciarena


Soy lluvia. Vaya a saber por qué misterios del tiempo, caigo. Me caigo. Me vuelco. Me derramo. Después el viento me persuade. Me seduce o me disuade. Corro. Vuelo. Gateo por el aire. Soy lluvia. Vaya a saber por qué misterios de la luz, me tiño. Me transformo. Me pinto. Lila o naranja. Verde o azul. Mero gris o del color turbio de la sombra. Mancho. Humedezco. Después el árbol me celebra. Me reciben las flores que golpeo, la tierra que me absorbe. Que me hunde. Que me traga. Soy lluvia. Vaya a saber por qué misterios de las fuerzas me hago agua. Me junto. Me enredo. Me pierdo. Después las calles me llevan hasta las hojas caídas o a la lengua de los perros. Me disperso en el suelo camino a los bajos. Y soy charco. Barro que los hombres saltan. Hueco que las ruedas esquivan. Soy lluvia. Vaya a saber por qué misterios del mundo guardo mis arcoiris en las alcantarillas o en el corazón húmedo del tiempo.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Soy cuerda

Soy cuerda. Una yema lisamente me pulsa. A veces una uña. Duele. Vibro yo y vibra el aire si me tañen. Sueno. Me sostengo un breve tiempo en esa suave oscilación. Después mi canto se va de mí nunca supe adónde. Se apaga. Lentamente se pierde. Levemente lo extraño hasta el próximo roce. Soy cuerda. Nada más que un hilo de nylon trenzado en cobre blanco o arena. Un lazo semitenso entre un puente de ébano negro y una clavija bañada en plata o bronce. Soy cuerda. Brillo al principio. Se me puede ver en las primeras noches blanca como el día, dorada como el tiempo. Me opaco luego con el correr de los dedos. Soy cuerda. Cuando más tiemblo más me siento. Fabrico sin querer un sonido grave del mismo color tenue de la mano que me pulsa. Soy su grito. Su soplido. Su silencio. Su gemido. Soy cuerda. Oigo detrás una respiración. Siento sobre mí la misma piel de siempre que no se agita con la transpiración. Soy su boca. Su beso oscuro. Su vientre lleno. Una sola cosa dijo toda su vida y aún no lo escucharon. Me calmo. Imperceptiblemente. Mi temblor se va alisando. Desaparezco lento como un ocaso. Ya no sueno. Reposo. Detrás de mí un corazón late más fuerte que yo.

martes, 21 de febrero de 2012

Soy flecha

Soy flecha. Busco un punto redondo en la distancia. Alguien tensa el arco que me dispara. Alguien oscila sus brazos en busca de la puntería. Alguien tiembla. Alguien me suelta. Alguien me observa. Alguien me cree. Alguien me olvida. Soy flecha. El aire grita o sueña. Yo me distribuyo por el viento como una sorpresa. Participo del mundo con la fugacidad del trueno. Llevo en mí un vértigo. Es inútil ya que me detenga. Soy flecha. Hago crecer ondas leves en un cielo próximo. Hiero. Perforo. Paso. Rápido se borra mi huella. Soy flecha. Voy hacia un círculo pintado que no elijo. Me alejo de la mano que me sostiene. Me acerco a la ajenidad que me desconoce. Soy flecha. A veces creo que no soy yo la que marcha. Que es un círculo lejano el que me llama. El que me obliga. El que me lanza. Soy flecha. Nadie sabe cuántos círculos he manchado con mi óxido. Nadie sabe cuántas veces me he perdido. Nadie sabe cuántas veces ni siquiera he partido.   

lunes, 20 de febrero de 2012

Soy bahía

Soy bahía. Soy lengua de agua que entra módicamente al mundo. Que lo lame. Lo degusta. Detrás de mí el infinito mar, la tierra dura adelante. Tengo vocación de círculo pero quedo siempre a la mitad. Se apoyan en mí los barcos y los peces chicos. Reposan. Descansan. Mansa como una espada guardada soy. Es que estoy levemente dormida, levemente semicircular. Soy bahía. He conseguido ganarle a la tierra un mordico de arena. A fuerza de lamer y lamer. Siglos con las olas en la espalda. Con las piedras en la frente. Soy bahía. Rítmicamente golpeo las costas y las horado. Las agrieto. Las lavo. Los hombres juegan a ser hombres sobre mi vientre. De algún modo yo los nazco. Les doy de beber. Quienes no quieren el mar grande se enredan en mi saliva. Yo los chupo. Tengo vocación de círculo pero respeto mis límites. Por la noche crezco como un sueño. En el día un niño bueno soy. Los hombres se creen en altamar cuando me arriban. Cuando me navegan. Pero yo les grito aunque no me oigan que soy bahía. Soy lengua de agua que entra módicamente al mundo.

domingo, 19 de febrero de 2012

Soy pájaro

A jorge Aulicino


Soy pájaro. Como migas en la plaza. Normalmente vuelo aunque también camino. Soy marrón o gris según desde dónde se me mire. O quién. Tengo las uñas gastadas de la ciudad. En las plazas me buscan los niños para correrme. Hasta ahora ninguno me ha atrapado. Nadie nunca me ha corrido de veras. A veces me tiran con la honda. Juegan. Se divierten. Soy pájaro. Se burlan de mí las palomas. Yo normalmente vuelo aunque también doy saltitos. Me aplauden los bebés. Nadie me distingue. Soy pájaro. Dejo caca chica en las baldosas. Paso inadvertido, apedreado o sonreído. Ando suelto en los árboles. Aprendo de otros pájaros y de los niños. Ellos no vuelan pero quisieran. Yo a veces sueño con un tobogán. Mi árbol es una acacia a veces y otras veces un paraíso. En noviembre me voy por el perfume. No es lo mío. Me voy a la acacia o al plátano caído. Mi libertad es ser pájaro. Nada más. Me siguen perros a veces. No me quieren comer. Juegan. Nadie devora acá a los pájaros. A veces me ilusiono con un mordisco que nunca sucede. Quisiera ser pez, a veces, tiburón, ballena, camello incluso, lobo, hiena, león. Pero soy pájaro. Ellos también, pienso después de todo, comen migas en las plazas. 

viernes, 17 de febrero de 2012

La mancha

Volvió del galpón viejo, sucio del contacto con los fierros, los clavos oxidados, el aceite negro y el polvo. En el patio, antes de entrar a la casa, lenta, muy lentamente, con una serenidad que desmentía la urgencia postergada de sacarse la mugre de encima, se sacudió la camisa azul de trabajo y los pantalones marrones que nunca pretendieron combinar con la camisa. El polvo superficial volaba por el aire y podían verse diminutos granitos en el aire del patio, revelados por los últimos rayos de sol de la tarde de verano, yendo a parar al limonero, a los malvones, al jazmín. Una mancha negra sobre el abdomen no saldría con el movimiento, así que decidió ir hasta la bomba y mojar la franela naranja ya dispuesta para esos casos. Eran alrededor de las ocho. Todo un día de trabajo en el galpón de los vidrios rotos y las ruedas de sulkys. Con jabón blanco, agua y franela, acometió la mancha negra de aceite sobre la curvatura de la panza. Nada. Botón tras botón, con una paz que ironizaba la necesidad imperiosa de quitarse la mancha de la camisa, fue dejando el pecho blanco y velludo al descubierto. Cuando desprendió el último botón negro de la manga del brazo izquierdo, se miró el vientre. La mancha había traspasado la camisa gruesa azul de todos los días. En el baño la cosa sería distinta. Demoradamente, con pericia y paciencia, increíblemente, se desnudó y entró a la ducha. Como si no le importara, llenó la esponja de jabón. Friccionó suavemente y nada. Sería necesaria el agua ras que se sostenía en el borde blanco de la bañera. El cuerpo tenía una temperatura volcánica por dentro pero por fuera las manos eran persistían tibias y reflexivas. Hizo un último intento en círculo perfecto sobre la piel blanca. La mancha persistió. Respiró, o pensó, con la sabiduría de los años. Mañana ya no se vería. Traspasaría también la piel blanca y él iría a trabajar al galpón sucio como cada día.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Blanco

De todos los mundos posibles
el tuyo es el que me deja menos ausente.

Todo está en blanco. Al menos lo que puede verse. Todo está blanco. De pronto una niña se ríe y le caen flores del cuerpo. Llueve mucho pero no acá. Acá estamos en blanco. Y secos. Se vierte desde lo alto o lo hondo una feroz tormenta de luces eléctricas y voces de miedo. Pero no acá. Acá seguimos blancos. Y en miedo. No sabríamos decir si la lluvia es el mejor momento para estar mojados. No sabríamos contestar en qué lugar de la emoción se esconde el silencio o la palabra hombre. Miramos afuera. Afuera es blanco. No adentro. Adentro una voz desconocida no nos oye el grito de basta. El grito de andate. Auxilio. El grito de basta. Adentro el blanco es rugoso y no escucha ni habla. Adentro hay monstruos. Que no son más blancos que un trueno. Si pudiéramos mirar la calle veríamos un niño. Nos sorprenderíamos al descubrirle la mueca de la risa invisible, la risa para nadie, la risa. Nos pondríamos contentos de verle los ojos con brillo y la serenidad. Pero no hay nadie afuera. Afuera hay blanco. No podemos ver. Somos serenos cuando más fuerte sopla el fuego. El blanco es una debilidad de los rayos. Una fatalidad del sueño. El blanco es un color nefasto que tratamos de abandonar con cualquier excusa. Y ya.

domingo, 12 de febrero de 2012

Belle de jour

Le tengo rabia al silencio, murmuraba Yupanqui, desde la serenidad paciente de una milonga. Y hacía referencia así al silencio del no decir, al silencio del callar, al de la omisión. Pero, ahora pienso, en esa misma milonga hacía alusión a otro silencio, al de la distancia, digamos, entre el alma y la palabra alma: “Hay silencio en mi guitarra/ cuando canto el yaraví/ y lo mejor de mi canto/ se queda dentro de mí”. Es curioso que el silencio esté instalado, como en un nido propio, en el centro mismo de un instrumento sonoro.
     Es a este silencio al que quiero, en lo posible, hacer mención. Es el silencio que habita la palabra. Es un silencio inherente al sonido de los nombres. Consustancial. Cualquier palabra lo sabe. También todo poeta.
     Se trata, por más que nos duela decirlo, de un mecanismo perverso del lenguaje. Su mecanismo es camuflar el silencio detrás del sonido. Hacerlo pasar inadvertido, travestirlo, disfrazar de éxito el fracaso, ponerle una máscara de gozo a la tragedia. No es un mecanismo franco, transparente, honesto. Por el contrario, es una hipocresía de la lengua, una descarada mentira acerca de su ser, un encubrimiento de la derrota.
     Porque el primero de los silencios del que hablaba el cantor es evidente. Es un silencio que no produce ni transmite ondas sonoras en el aire, es el silencio de la vergüenza, del pudor, de la cobardía o la impotencia. A nadie se le oculta su rostro. Su ser y su parecer comulgan, convergen, son lo mismo. Pero el segundo de los silencios, el que le deja lo mejor del canto en la garganta, ese silencio es ladino. Atahualpa lo sabe y lo denuncia. Pero la victoria sigue siendo del otro. Mayor aún es la victoria del otro si quien usa la palabra se va satisfecho con el sonido. Ahí radica la perversión. En dejar satisfechos a los hombres con el vacío. En el dejar saciados a los hombres con el don del hambre.
     Una doble cara tiene la lengua. Como Catherine Deneuve, una doble vida. Una es un espejismo de agua en el desierto de polvo que habitamos todos. La otra es la sed. Y la encrucijada es implacable, perfecta. Si nos callamos no decimos, si decimos nos callamos. Y creemos que hemos dicho.
     Supongo que estas dos caras tienen también un filo. El filo, de ser esto cierto, es el propio Yupanqui, quiero decir, la palabra poética. Sea en prosa, sea en verso, cuente o cante, suene o manche.
     La palabra poética parte de este supuesto de la perversión de su instrumento y lo combate desde adentro. Le busca los ribetes, le desconfía, la somete cuanto puede a su voluntad o su deseo. Su propia búsqueda inquieta es ya una denuncia permanente, irrefrenable. Le busca los bordes, los descuidos, las grietas. Parte de una derrota en busca escéptica o dudosa de una victoria.
     Y será también el propio Yupanqui quien termine estas líneas. Ya nos habló él del pudor del hombre y de la perversión de la lengua. Ahora nos invita a la aventura, nos convida a la poesía: “que no se quede callado/ quien quiera vivir feliz”.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Entrevista a M.A.Daireaux

“La escritura es el atajo de los ausentes
para poder seguir estando solos”
(M.A.Daireaux)*


-         ¿Qué es la literatura?
-         Un surco no sembrado aún. Un terreno fértil cuyas semillas faltan. Un espejismo de tierra.
-         ¿Qué es la escritura?
-         Una soledad prestigiosa. Una manera de dejar surcos vacíos.
-         ¿Por qué escribe?
-         Porque no quiero hacer nada importante de mi vida. 
-         ¿Es un juego?
-         Una parte del juego. La otra parte no existe.
-     ¿Una rayuela?
-    Una escondida.
-         ¿Cuándo decidió escribir?
-         Cuando me miré al espejo seriamente.
-         ¿Qué vio?
-         Qué tenía que ir a escribir. Los espejos sí son serios.
-         ¿Qué lee?
-         Revistas especializadas de agricultura, manuales... Cosas serias. Cuando me canso leo libritos de cuentos o poesía.
-         ¿Corrige mucho?
-         Lo que escriben otros. Lo mío llega y sale. Ni una coma toco. Pero pongo cara de haber corregido mucho cuando visito a mis editores.
-         ¿La literatura o la vida?
-         Si la vida me tratara bien, la vida. Pero volviendo a su pregunta: la literatura.


* Se cree que M.A.Daireaux es uno de los heterónimos de Misino Amado (Pehuajó; 1919-1999) o un seudónimo de Manuel E. Cimadamore, Ingeniero agrónomo de Las Toscas, Provincia de Buenos Aires (1956). Este texto fue extraído del diario Noticias de la localidad bonaerense de Pehuajó, con fecha 21/ 8/ 77, y se supone que fue enviado así al periódico.

lunes, 6 de febrero de 2012

Sangre

a la palabra sangre


¡Sangre! ¡Sangre! ¡Sangre! Me duelen mucho mucho las rodillas. Papá me dijo que se me calmaría el dolor cuando volvamos a casa pero yo sigo sangrando. Mamá insiste en vendas, curitas, cremas y algodones con alcohol. Papá dice que le cuente. ¿Que le cuente qué? ¿Que sangro? ¿Que me caí? Que sangro, que me caí. Y yo mientras tanto sangro. Mamá me persigue en un solo grito de desesperación por toda la plaza y yo siento que todos me miran. Y yo soy sólo una niñita lastimada. Mirá. Acá, la rodilla, papá, mirá. Contame, me dice. ¿Contame qué?, ¿es idiota? Cuando llegues a casa se te va a pasar, vas a ver, confiá en mí, contame qué te pasó. Mamá quiere curarme con algodones y me exige con lágrimas en la garganta y ronquera que corra hasta casa rápido por la infección. Papá me pide que le cuente. ¿Que le cuente qué?. ¿Acaso no lo vio? ¿No entiende o se hace? Sangro, papá, sangro. ¿Ves la rodilla?, mirala bien, sangro. ¿Sos ciego vos? El tobogán de mierda que se rompe siempre ahí, donde una pasa la colita bajo el vestido y el vestido que se levanta y ay!, un grito que no hubiese querido dar para que nadie se diera vuelta y me mirara la cara con llanto y las rodillas chorreadas, rojas, ásperas, sucias, y la sangre hasta los tobillos, los zapatitos blancos, las mediecitas de la abuela, el suelo de piedritas blancas, la sangre y todos mirando pobre la nenita cómo se lastimó, cómo se hizo nana la nena en el tobogán, que nadie se suba al tobogán porque se rompió, se rajó el plástico, ese, el blanco, que se van a lastimar. Y mamá corre y grita y papá me pide que le cuente. Que le cuente. ¿Qué le cuente? Que lo cuente, que lo diga, que lo escriba si no se lo quiero contar a él, que lo escriba en un cuaderno porque él tiene como una forma de pensar como con magia, con ilusión, con idiotez. Papá es idiota a veces. Papá me dice que lo escriba en un cuaderno. Que lo cuente, que diga, que nombre, que no calle, que tire palabras por el aire, que juegue y yo con la lastimadura a medio chorrear y él que nombre, que escriba, que las palabras son como esas lenguas de los perros de las estampitas de San Bernardo que te pasan por la herida y zas!, chau lastimadura. Pobre papá. Él no es malo. Quizá él sí crea que se cura las heridas así. Yo me dejo curar con los algodones de mamá. Con alcohol para que no se infecte. Con gasas.  Él pasa por detrás. Pasa medio escondido para que mamá no lo vea porque no quiere que yo crea en esas cosas. Pasa por detrás y me dice despacito al oído como un ladrón que la sangre que no se me vaya con los algodones y el alcohol, ya lo veré yo, hijita querida, esta noche, cuando agarres el cuaderno, se te irá con la palabra sangre.

domingo, 5 de febrero de 2012

Migas

"para los pajaritos"


Si hubiese tenido un abuelo panadero le hubiera pedido metáforas para hacer el pan. Le hubiera preguntado si con las migas se hace el pan o sólo los chicos se entretienen. Le hubiese preguntado cuánto de sudor y cuánto de inspiración lleva la buena masa. Hubiese salido de su panadería del brazo haciéndole saber mi vocación de panadero. Le habría mirado las manos grandes. Habría analizado el proceso desde la nada hasta la harina, desde la harina hasta la masa, desde la masa hasta el pan, desde el pan hasta la mesa. Lo hubiese probado cada día y le hubiese dado mi opinión sobre su criatura diaria. Si hubiese tenido un abuelo panadero le hubiera pedido consejos para amasar la materia prima. Le hubiera preguntado por qué había decidido darle de comer al pueblo. Lo habría sacudido fuerte para que me conteste las preguntas. Metáforas, abuelo, metáforas. Le llevaría panes para que me los pruebe. Le hubiera llevado una hoja en blanco para que me escribiera el decálogo del buen panadero. Uno que dijera así.

1)      No crea que el pan siempre fue pan
2)      No olvide que al principio fue el trigo
3)      Y antes barro
4)      Una vez panadero, lo mejor es olvidarse cómo es que se hace el pan
5)      Y hacerlo
6)      Olvídese mientras coma que mis manos también están sucias como las de usted
7)      Y coma
8)      No se equivoque. Es usted el alimento
9)      Hacer el pan es no saber hacer otra cosa
10)  Más vale no saber de dónde viene la sal

Y mi abuelo me daría el gusto.
Yo después buscaría una hoja en blanco para tirar las migas.

viernes, 3 de febrero de 2012

El escritor y lo escrito

"Un buen libro es sólo un buen síntoma
de una buena enfermedad.”
(M.A.Daireaux)


Una vez me animé a llevarle un poema mío a mi abuelo, sin decirle, por supuesto, quién era el autor. Él estaba en el galpón con las manos negras de aceite. Después de un rato, un poco desganado, dejó de hacer lo que estaba haciendo y leyó el poema. El texto era breve. La lectura, en cambio, fue larga. Más extensa, incluso, que el tiempo de la  escritura. Tomá, me dijo al cabo, y siguió trabajando. Yo le seguí las manos por un rato hasta hacerlo reaccionar. Qué querés, se fastidió, ya lo leí. Yo hice un gesto inequívoco con los hombros al aire y los labios hacia arriba. Entonces se quitó los anteojos y giró todo el pesado cuerpo. Es muy evidente, dijo con pausa, que detrás de este poema, sea quien sea su autor, hay un escritor más que interesante. (Yo me envalentoné.) Pero el poema, eso que yo leí, es una porquería.