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jueves, 20 de septiembre de 2012

El juego


El que tiene la concha gana, dijo alguien, y el juego empezó. Era hermoso ver a tantos niños desparramados en aparente azar, en furia, corriendo, deteniéndose, gritando, levantando los brazos, hablando, revolcándose en la arena, arrojándosela, riendo, poniéndose bruscamente serios, entristeciéndose, forcejeando, diciéndose cosas en las orejas, gesticulando con todo el cuerpo, mostrándose, evitándose, siguiendo o quedando, difundiéndose sobre el sol de la tarde, recortándose en el mar como sombras efímeras, agachándose y buscando, tocándose, observándose los cuerpos, rozándose, sorprendiéndose de algo, aburriéndose, emancipándose del suelo en un salto interminable o trunco, internándose en el mar o en la arena, desfigurándose el cuerpo en contoneos de danza, bostezando, durmiendo, buscándose entre todos, olvidándose, proyectando su sombra oblicua en la arena o en el agua, dejándose llevar por un grito, provocando lluvias de arena desgranada, llorando, perdiéndose en una lógica ardua, perfecta e incomprensible.
     El que tiene la concha gana, dijo alguien, y el juego empezó. Poco a poco iban descifrándose las primeras reglas. Algunas constantes: velocidades, distancias, detenciones, gestos, cumplimiento de aparentes órdenes, escalafones, jerarquías, enojos, alegrías, modificaciones. Poco a poco iban emergiendo regularidades del fondo del juego en el que un grupo de niños y sombras progresivamente más largas en la arena y en el agua consumían el tiempo, los deseos y los cuerpos.
     El que tiene la concha gana. Ese era el estribillo, lo único discernible en un mar de gritos y ademanes intempestivos o calculados. Y el goce, la fiebre, el frío, la sombra y la locura se subían a los cuerpos como un sol ajeno. El que tiene la concha gana. Este grito lo dijo alguien, por última vez audible, por última vez permitido por un viento largo e irrefrenable que fue cubriendo los cuerpos de arena y petrificándolos. Por un sol que fue cediendo su espacio de luz a una oscuridad abarcadora y ciega. El que tiene la concha gana. Y una boca, la última, se lleno de arena y sombra. El grito salió apenas y acabó cerca sin ser escuchado. En las orejas de todos los niños una piedra de arena negra los había dejado mudos, ciegos y sordos.

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