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miércoles, 31 de octubre de 2012

La Deolinda


Ella anduvo los desiertos sanjuaninos entre el dulce lento de los higos y los clavos de las tunas. Con el miedo andaba, y el furor debatidos. Fue por sombras de algarrobos, tierra seca, sol, espejismos de lagunas. Caminaba como un perro tras un rastro imperceptible como quien prefiere la muerte seria a la vida sin ladridos. Rezaba, a su modo, a la Virgen Madre, la Virgen de la Lengua. Sentía en los pies un cielo maduro, crecido, viejo, amarillo, que le llegaba como el infierno a la boca. No tuvo saliva casi cuando quiso tararear. En la arena dejó escrita una palabra larga cuyo valor no quiso quedarse a meditar. Era una fe casi sexual la que la llevaba a la niña, incauta como una lanza, a la tardanza postergada del bien morir. No estaba más cerca que su rancho, ahora, la sombra rara del Baudillo. No era La Rioja aquella tierra que asomaba su promesa detrás del último algarrobo. En la espalda, es cierto, le colgaba inexplicablemente un hijo. Y el agua siempre es poca aunque quizá esa sea toda. Dicen que no fue la sed lo que la mató a la Deolinda Correa. Dicen que bien saben los chimangos que no fue poca la leche póstuma que chupó el recién venido. Yo me inclino hacia su imagen como a la Virgen de la Ironía. Yo soy Virgen. Soy Madre. Como ella amamanto muerta una criatura que quién sabe si recogerá la leyenda.

lunes, 29 de octubre de 2012

Del otro lado de mí


Mi pasado es promisorio, lo sé. Y no obstante nada me exime del miedo entrañable de la esquirla perdida, entre calle y calle, del fuego cruzado, ni bien abandono la interioridad abierta de mi jaula. Ajeno a todo voy adentro de un hombre que me llama yo. Camino atento a la pólvora inocente que sin dura caerá, y cae, de las obras en construcción, de las ventanas abiertas de las escuelas, de los almacenes, de las manos abiertas de los amigos, de las rondas, de los juegos, de la risa, de las ramas, de los pájaros armados. Decido caminar por el medio de la ruta, cauto, para que no me pise ningún hombre, ningún perro, ningún llanto de bebé, la ternura de ningún gesto. Tengo el cuello entrenado para ver detrás de los árboles árboles, detrás de los gritos gritos y de los hombres hombres. Llevo conmigo la cautela de estar muerto. Eso me tranquiliza a veces. Detrás de mí vienen ellos aunque no lo sepan.  Están ciegos pero llevan una daga en la inocencia. Todo puede lastimarme si no les antepongo las pastillas entre su amor y mis reparos. Todo puede fracasar si no tomo las drogas que me prescribe el recuerdo. Voy desnudo aunque parezca que voy sin cuerpo. Los tajos que ven acá, les juro, fueron besos. Tengo todo lo que necesito para ser herido sin odio en cualquier esquina por la bala asustada y sin sentido de la amistad. Te quiero. Eso sí. No lo niegues. Pero de a poco y no mucho y ya está. No te preocupes por mí. Mi olvido, mi agua está en el retorno. Cuando beban de mí, quiero que lo sepan, no me busquen la copa para chocarla. No me busquen los labios en la boca. No me busquen el cuerpo en la sombra. No me busquen raíces del otro lado de mí. Estaré a salvo mañana. Cuando amanezca. No sé si habrá sol. He olvidado casi todo lo que me queda de futuro.

sábado, 27 de octubre de 2012

El Burdel


a todos ellos

De ellos aprendí a ser cobarde. Aprendí a no pedirle nada al tiempo, y morderlo todo.
    
Los conocí un viernes a la noche, en un Burdel de la calle 34 en la mareada, oblicua ciudad de La Plata. Ella trabajaba en el lugar, les cocinaba a las internas. Había una foto suya en la puerta y por eso entré. Una máscara, claro. Ella no podía ser cierta, y de hecho no lo era. Él sí. Él sí era tan cierto que de no ser por su fatiga no se hubieran podido conseguir, según escuché decir, trabajadoras tan gentiles, abnegadas y voluntariosas para el Lugar.
     Los vi de lejos durante mucho tiempo (de hecho -Ellos no lo saben- yo nunca estuve a su lado, por problemas que no me es dado tratar aquí), los vi de lejos durante mucho tiempo, decía, cocinar, besarse en broma, reírse incomprensiblemente y hacer dinero con alguna facilidad. Él, parece, cebaba buenos mates que Ella rechazaba con el gesto y tomaba férreamente con la mano.

De Ellos aprendí la indigencia, la perversión, el coraje y la promiscuidad. El impudor o la impudicia. El descaro. Ah, y la risa.

Las trabajadoras iban y venían, extenuadas, pobres, disfónicas por los pasillos, mientras Ellos, como gesto de promesa, les eran felices en sus narices. Era divertido. Los clientes pedían por Ella pero Él salía, maquinalmente, no sin celos o pena, a explicar en cuatro o cinco palabras, que Ella estaba ocupada con otro cliente, que era yo, supongo, por lo cual tendrían que arreglárselas con algunas de las negritas estas jujeñas o catamarqueñas, es lo mismo, que deambulan semidesnudas por acá, con los pezones cansados, la cabeza gacha, o irse a otro burdel. Los clientes eran fáciles. O ingenuos. Se quedaban con la esperanza comprensible pero estúpida de estar algún día a solas con Ella, algún día, por misericordia del Señor, que era Él, en un cuarto a solas, con un espejo desvencijado en el techo, una cama demacrada y una flor olorosa en la mesa de la luz.
     Pero Él no tenía misericordia. Él no era Dios, por qué habría de tenerla, decía, como si eso fuera un argumento válido, y seguía mirando el fuego azul que calentaba la pava, con cariño, con alegría fácil, con pensativa dicha, mientras una niña de quizá doce o trece años se le trepaba por los hombros pidiéndole ternura o algo de comer.

Fue de Ellos que aprendí a no ser nadie con orgullo. A ser ambiguo. A combatir los espejismos del desierto y vestirme de negro o usar desflecadas alpargatas blancas y a quedarme sin pelo. De Ellos aprendí la importancia de odiar parcialmente al género humano y a ser cordial con los buenos esclavos.

     La historia no termina acá. El Burdel persiste. La risa se oye aún a la distancia y uno aprende sin cesar. Yo entro, les miro su cordial indiferencia, su desprecio afectuoso, su manera de estar. Los observo. Soy el Narrador. De eso vivo.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Fe de erratas


 a Stand Shephard

¿Y cómo unas tardes tan agradables
como las del Colorado
con sus granjas y sus acequias
y sus sombrías cañadas
puedan producir un insecto
como el insecto
que picó a Stan Shephard?

En el camino; Jack Kerouac.

No. Acá hay un error. Grave. Deben haberse mezclado las páginas, cruzado los libros. Es un equívoco. Una fe de erratas. Se debe poder salvar. Yo firmo. No. Tiene que haber solución. Vos con ella, ella con vos. Allá. No, no, no. Esto debe arreglarse o escribirse de nuevo. La cosa no es así. Se mezclaron los personajes, los lugares, las calles. Esto es un escándalo. No lo puedo permitir. Tiene que ser un error. O vos no sos vos o ella no es ella. No. De ninguna manera. Esto está mal escrito. Negligencia, ironía o perversión. Alguien debe intervenir. A mí me pagan para que lo haga, lo sé hacer, les juro, déjenme que lo escriba de nuevo. Esto es promiscuo, sádico, inaceptable. Pero en qué momento pasó. Cuándo fue que la historia se desmadró. Se fue al carajo, quiero decir, perdón. Estoy confundido. Yo sé escribir, discúlpenme la jactancia, pero hace mucho que lo hago. Déjenme prestarles mi ayuda. No tardaré mucho. Es cambiar algunas fechas, un par de nombres, modificar levemente algunos olores, unos colores, un par de sillas, la voz de un teléfono, un número en la guía. No puede ser. Debo haber leído mal. Y si no por qué no terminó antes. Con qué derecho la historia va adonde quiere. Quién lo hizo. Por qué. Con el permiso de quién se escriben los libros y se imprimen, y se leen y ya no hay reescritura posible. Tiene que haber un párrafo que yo no leí, alguna hoja volada, un par de frases en que me distraje, en que me fui. La historia no iba para ahí. Este no puede ser el final. No sólo por inverosímil sino por grosero y sórdido. Quiero una pluma. Una hoja. Quiero el libro. No puede ser otra cosa que una errata. Un error de impresión. Y sé que todavía la puedo salvar. 

lunes, 22 de octubre de 2012

Cuánto tardaste

cuánto tardaste
preguntan
cuánto tardaste

le sumo las horas del tren
pregunto
los vidrios rotos de la escuela
los caballos entrerrianos de colón
el pasto
las horas del sueño
las pastillas y el whisky
le sumo las suelas del fracaso
pregunto
las almohadas del sexo
los patos
las alcantarillas del miedo
el coraje que me falta
la libertad
el orín
le contesto
pregunto
le sumo la falta de sueño
las páginas voladas
el viento en los ojos
los libros de quién sabe qué dios
las llaves muertas
cuánto tardaste
preguntan
respondo
pregunto
le sumo la ubicuidad de la sombra
el sol raro
ralo de luz le sumo
la pobredad de la ausencia
a mi hija le sumo
los barcos que me trajeron de italia
ayer
a mi abuelo
le sumo los sauces pregunto
el eucaliptus interminable
el campo desde arriba
los libros que me faltan
el alazán que no trota
la mañana de ayer
el fin
el tiempo que pasé en vano
sobre las vías
esperando
las horas de desprecio
los cachorros sin crecer
la cara ajena que se borra
el espejo que se corre sumo
pregunto
la eternidad que quiero
que deploro
la finitud que me asalta
los hombres que me vieron
que no veo
la infancia que pasó
los juegos
los lápices quebrados del asfalto
lo menudo de un verso en la memoria
la repetida patria
el vino diario
la vida breve
pregunto
le sumo el olvido
los dientes que me muerden
el espasmo del cuerpo
el fuego que se me apaga
las llagas de las yemas
los dedos en las teclas
las hojas blancas
la memoria injusta
las cadenas rotas
el águila que me abruma
la roca que me tiene
la rabia que me crece
que me suelta
que me cuece
decime qué le sumo

que cuánto tardé
digo
que cuánto tardé
repito

no sé
calculale dos o tres minutos
más o menos
más alguna corrección

sábado, 20 de octubre de 2012

La palabra desierto


Conservo la cabeza de mi otro abuelo en un cajón. No me interesa el morbo. Tampoco el género policial. No contaré, pues, detalles del accidente o del proceso químico que me permitió guardar sin escándalo la única parte de mi abuelo que quise conservar. Lo único que me interesa contar aquí es que mi abuelo materno fue capataz de estancia. Que engañó toda su vida a su mujer, a sus hijos y a su amante. Que le gustaban los caballos y transformaba con habilidad, talento y frialdad a los chanchos en queso, morcilla y pecheras de un buen salamín. No me interesa hacer pública la causa de mi interés por su cabeza ni la de mi completo indiferencia por el resto del tronco que quizá aún hoy guarde alguna cuneta profunda de la ruta provincial número 6. Esto no es un relato psicológico ni una biografía personal. Si confieso que guardo su cabeza en un cajón es porque a veces uno necesita contar. Nada más. Tampoco voy a ahondar en esa necesidad. Mi abuelo materno descansa en paz. Créanlo. Su cabeza mira hacia arriba como un dandy y es como si no le faltara el cuerpo. Los ojos verdes tiene. Hermosos. Cogió mucho antes de morir y murió a 160 Km por hora. ¿Qué más quería? No es esto tampoco un retrato moral. Sencillamente hoy revisé el cajón de mi mesa de luz y me dije: para algo debe servir. Y ya llevo escritas quizá más de doscientas palabras. Mucho más de lo que duró la muerte, el polvo previo, el llanto póstumo, la frenada tarde, la ausencia muda, la palabra desierto. 

lunes, 15 de octubre de 2012

Sobreescribir


explicar con palabras de este mundo 
que partió de mí un barco llevándome

Alejandra Pizarnik

Escribir sobre escribir. ¿No conlleva esto un ejercicio sublimado de la redundancia, una gimnasia lírica de la renuncia, un eco mítico de egolatría? Le sospecho a este interrogante parciales verdades, pero también, agrego, parciales mentiras.
     La poetisa argentino-universal Alejandra Pizarnik contestó, rotunda y brillante, a esta pregunta. Contestó con otra. ¿Y de qué vamos a escribir los escritores si este, la escritura, es nuestro mundo? ¿No es acaso esta una verdad? ¿Debe el escritor que pasa tanto tiempo pretendiendo correrle los velos al misterio de la escritura hablar de otra cosa? ¿No es ese su tema? ¿No es ese el centro de su mundo, su núcleo? ¿Por qué (extendiendo la pregunta-defensa de Alejandra) debería un escritor correrse del centro de sus desvelos para hablar de, quizá, el sueño de los otros? Claro, se me objetará, tampoco es ese el único mundo de quien escribe. Un escritor escribe desde algún lugar, hacia algún otro, quizá, compra sus ordenadores en algún comercio, almuerza con su mujer y sus hijos, toma cerveza que también compra, hace el amor y lee, fuma, ama y masca chicle.
     Sí. Y quizá muchas cosas más, más profundas como el afecto o los vínculos o la maquinaria de la política. Pero la pregunta entonces requiere una precisión. ¿Debe un escritor, necesariamente, hacerse a un lado de sus incesantes o intermitentes reflexiones sobre el arte de ubicar bien la palabra para escribir de ese otro mundo que lo circunda o lo abruma o lo aligera? Y acá la respuesta es no. No se le puede exigir eso. Lo que sí puede hacer un lector es prescindir de su lectura. Pero este es otro asunto.
     Podríamos preguntarnos por qué, pongamos por caso, el docente, no dicta clases acerca de su quehacer como docente, sobre el que, pongamos también por caso, ha reflexionado. ¿Por qué no se vuelve sobre sí mismo en actitud de serpiente o de perro histérico y se busca la cola? ¿Qué pasaría si lo hiciera? Pasaría que no podría cumplir con los contenidos curriculares que le manda su materia y curso. Pero sucede que el escritor, en los mejores casos, no tiene materia ni curso. Entonces habla sobre lo que le importa, sobre lo que lo muerde, y, durante más de un siglo, a la literatura le ha interesado mucho hablar de literatura, y más aún, sobre el proceso de producción de esa literatura.
     Porque no siempre fue así. En los bordes del siglo XX la literatura ha colocado un espejo sorprendido frente a sí y se ha dedicado a mirarse, a ser curiosa de sí, a autoespiarse, y a contar lo que el espejo cuenta. La literatura fue, o es, como una receta de cocina cuyos pasos son aquellos que describen cómo es el proceso de confección de una receta de cocina. Claro. En el caso anterior el resultado sería funesto. El hambre. La sin comida. Pero en el caso de la literatura no pasa lo mismo. Misteriosamente, quizá. Lo que ocurre, eso sí, es que se produce una sin comida para todo aquel lector cuya vida puede prescindir sin esfuerzo de saber el proceso interno o externo que llevó a determinado escritor a producir determinado texto o a la literatura, para ponerlo en términos generales, a producirse a sí misma.
     Pero así planteado, el dilema es parcialmente falso. Porque lo que ha ocurrido, creo yo, en los mejores casos, es que la literatura no se ha abstenido de contar el mundo aún cuando su deseo, o parte de él, esté puesto en los mecanismos que subyacen a un texto. No hay texto literario que se precie de tal que no hable del “mundo”, de “lo real”, de lo “exterior”, aunque sea entre comillas, entre paréntesis, o entrelineas.
     Digo más, si alguien, que puedo ser yo mismo, me apurara, diría que esa es una parte importante de la historia de la literatura del siglo que pasó (o no). Una literatura bípeda o bífida que lame con una lengua el mundo y con la otra pierna se pisa el pie. Una literatura anfibia que no se olvida del agua para ser terrestre ni de la tierra para nadar. Una literatura que no nos deja sin comida porque la receta dice cómo hacer un budín de pan a la vez que se cuestiona las palabras utilizadas para nombrar la leche o el pan.
     No. No es un gesto meramente autocrático ni ombliguista escribir sobre escribir. Porque escribir, en principio, así como leer, es también la vida. Y además porque toda cosa puede volverse, si se sabe bien leer, metáfora de otra cosa.
     No es una mera literatura para escritores tampoco. El procedimiento tan usado de volver al mundo una lengua capaz de hablar acerca de la escritura es un procedimiento tan válido como cualquier otro, a la vez que, bien usado, hermoso. La resultante es que las palabras se ahuecan o se rellenan. Vibran, bailan, se mecen. Es una literatura que nos saca del terreno certero de la unicidad. Una literatura que dice y piensa el decir.  Nada mal. Una literatura que descree de la confiabilidad ciega de su herramienta. Una literatura que te enumera los pasos a seguir para acceder, pongamos por caso, a un budín de pan, a la vez que se vuelve sobre ellos y los mira con reflexión. Una receta con postdata: “Ojo. Nada de lo que dije es tan cierto como para pedirte veneración. Ni tan falso como para pedirte perdón.”

sábado, 13 de octubre de 2012

El tajo largo de la pollera


Hoy aproveché el sol de la mañana y el ocio para lavar el auto. Lo subí a la vereda inclinada, saqué un par de baldes, cepillo y detergente, y empezó la faena. Adentro, mientras lavaba, cantaba despiadadamente Edith Piaf. Apenas podía escucharla, eso sí, puesto que por razones obvias las puertas permanecieron cerradas. Pero el azar quiso algo. Cuando el primer estadío de los baldazos fue concluido y la puerta del conductor fue abierta, sonaba “La foule”, esa versión francesa de la melodía de la sudamericana “Amor de mis amores”. Una canción exigente, rápida, consonántica, fricativa, aguda, pulmonar, para que la cante Piaf. Pero, decía, el azar quiso algo. Cuando fue el momento de pasarle el trapo al costado de la puerta adonde el agua no había llegado, y mi oreja se hallaba muy cerca del parlante por donde “La foule” salía, la canción terminó. Pero no terminó como terminaba siempre, es decir, perfecta. Terminó, curiosamente, con una Piaf cuyo aire, sensiblemente, apenas alcanzó a pronunciar las últimas sílabas. Casi con fatiga terminó, con los pulmones achatados, con el abdomen apretado, seguramente, quizá hasta con la cara enrojecida. Cómo podía ser. La máquina Piaf con la aguja de la gasolina en la zona roja. O mejor. La máquina Piaf humana. La máquina Piaf mostrando de cerca sus grietas, su capot abierto, el latido del motor. Y no fue una decepción. No. Tampoco todo lo contrario. Fue una pequeña revelación, una explicación de la fascinación que antes y después de esta mañana me ha despertado y me seguirá despertando Edith Piaf. La comprensión, entendí, vino por el lado de la imperfección, del vidrio rallado, de la baldosa floja. Entender que lo perfecto se admira, pero que lo imperfecto fascina. Eso era. Haberle escuchado esa casi falta de aire al monumento de la Piaf era entender que, si me fascinaba, era justamente porque no era un monumento. Entender que la admiración es una disposición subjetiva ante un objeto al que le reconocemos racionalmente cualidades quizá insuperables, apolíneas, áureas. Pero que la fascinación es otra cosa. Aquí la disposición es menos racional que sensible o carnal. Y no hay fascinación si no hay grieta, poro, rajadura o raspón. Tampoco si todo lo es. Sería entonces, otro tipo de perfección. Una perfección al revés. La fascinación es una emoción que produce la aspiración fracasada de lo perfecto. Esa hermosura fascina, desarma, desnuda. La admiración, en cambio, es una admisión de dones. Nada mal, claro. Pero acá no sufre el cuerpo. Fascinar es prender fuego. Calcinar. Cerrar momentáneamente las puertas del intelecto y trasportar. Claro, dirán, uno quisiera ser admirado y encima que se fascinen. Cosa de locos. Hay que cerrar las puertas del auto y olvidar a la Piaf. Por un momento dejar de buscarse en esa cima imperfecta pero alta y arrastrase como cangrejos y rezar porque sea larga la vida. Como un tajo interminable de pollera.

lunes, 8 de octubre de 2012

No habrá otras penas ni olvido


Noté que me había hecho un hombre una tarde si no me equivoco de abril. No me interesa fecharla, sería inútil. El tiempo del calendario siempre me pareció superfluo e irreal. Pero sí me interesa, me seduce o me atrae, volver fugazmente a aquella tarde fría de otoño en la que sentí, como una revelación, que yo ya no era el mismo, que no volvería a serlo y, sin embargo, que nunca más dejaría de ser aquello en que en ese preciso instante entendía perfectamente que ya empezaba a convertirme. Un hombre. No quiero recordar la edad que tenía. Creo que tampoco importa. La anécdota es elemental e insulsa. Una paloma se escapó de mí cuando quise acercarme para darle el resto de galletita que yo ya no comería. La anécdota es francamente olvidable, es cierto, si no fuera por el dolor profundo que tal escena se remontó en mí como un barrilete al que de pronto le llega el viento. Pero eso sigue sin ser lo que ya veo que me cuesta decir. Lo central no fue la intensidad del dolor, su cantidad, digamos, sino su signo, su estirpe, su forma, su llaga. Tuve la certeza, o entendí, si es que me permiten correr a este verbo de su contenido de conciencia y argumentos, tuve la certeza, digo, de que ese dolor no era nuevo. La escena era nueva, la novedad estaba en la paloma, la galletita, la plaza y el frío de la tarde, el dolor, en cambio, era conocido, familiar, íntimo, propio, constitutivo, esencial. Esa tarde entendí que ser joven es, en parte, ser nuevo. Ser un hombre es tener en el cuerpo ya todos los dolores importantes, todo el barro fundacional, un fuego grande y nuclear cuyas esquirlas volarán según la contingencia del viento. Pero el fuego, en su totalidad imprescindible, el barro del que finalmente estamos hechos, ya ha sido amasado. Luego pude comprobar esa revelación por ejemplo cuando mi padre murió, cuando se nos inundó la casita de Ensenada, cuando sufrí por una chica que aún lamento, o cada vez que me vuelve el asma. El dolor, entiendo, no nace, se rehace más bien, reflota, resurge, se impone, remonta. No logro saber, finalmente, si aquella revelación (al menos ese valor tuvo para mí) es del todo triste o lleva algo de alegría pensar que ya no habrá Dolores Nuevos. Si se quiere es como una rara esperanza, una fe. Mientras escribo, ahora, me asaltan recuerdos tristes (son los que siempre me asaltan, a los felices debo ir a buscarlos yo), me asaltan, digo, y yo ya soy como un ladrón al que vienen a robar. Me roban. Pero les conozco las armas.

domingo, 7 de octubre de 2012

Autorretrato de quien


Se fue muy lejos para sacar aquella foto que tituló “Autorretrato de quien”. Se fue al río, nunca supimos a cuál. El tío no conocía el río ni le gustaba viajar. De todos modos la foto no miente. Es nimia y fundamental a la vez. Excesiva y precaria. Los colores son escasos e intrascendentes. No los recuerdo. Quizá haya sido sacada en banco y negro. No lo sé. Lo que todos vimos en la foto fue agua. De eso nadie dudó al recordarla. Al fondo algunos dicen recordar árboles, aunque sospechan un posible agregado de la memoria. Una redención. No era primer plano, eso sí. Se veía el agua, mansa, y destellos de sol, reflejos, desperdigados pálidamente en la superficie monótona de la foto. Alguien notó la ausencia de arena, una vez, de costa, de alguna balaustrada que mostrara el punto de mira, la proa de alguna embarcación, la rama de un árbol, algo que diera cuenta de la posición del fotógrafo al momento de llevarse la imagen. Pero no. Todos recordamos agua. Coincidimos en la indiferencia esencial de la foto. Estamos de acuerdo también en la baja calidad de la toma. Pero nos gusta. Quién sabe por qué nos hemos empecinado en pedirle a la foto un recodo, una hoja cerca, un fragmento de figura humana, para adivinarle el cuerpo al tío, el deseo. Nada. Todo agua y reflejos caprichosos tirados al tun tun en el río. No sé por qué nadie duda de que en verdad es un río, pero nadie lo hace. Ni mar, ni arroyo, ni laguna. Río. La única huella del punto de mira, en verdad, podría ser una mancha redonda pequeña en uno de los lados de la foto. Algunos proponen que se trataría de una gota de agua en la cámara. En ese caso, la foto estaría tomada más bien desde adentro.

martes, 2 de octubre de 2012

Hombre sentado en el aljibe


“Hombre sentado en el aljibe” se llamaba la foto que el tío Héctor dejó colgada del espejo rectangular del botiquín del baño, allá en su casona vieja de Francisco Madero. En ella podía verse, sobre la derecha, un pedazo de agua de charco nuevo sobre la calle de tierra, un palo de la luz mal recortado sobre el borde izquierdo, un perro blanco, echado, apenas dormido, sucio de barro, echado en frente, y un paredón de ladrillos rojos musgosos ocupando la casi totalidad de la imagen. La foto no es fea. Tampoco podría decirse que es linda. Siempre me costó buscarle adjetivos a las fotos que dejó mi tío. No es la excepción. Lo que nunca dejaron de hacer conmigo fue impresionarme. Ponerme en un lugar raro, levemente incómodo, desconocido. Es una foto más, quizá. Llega y pasa. Parece incluso una foto sobrante, superflua, nimia, que alguien se olvidó de tirar. Una foto prescindible. Y seguro que para muchos lo es, como casi todo. Pero la verdad es que para nosotros “Hombre sentado en el aljibe” nunca pasó inadvertida. Nos mueve y nos encuentra cuando pasamos. Nos pierde y nos reencuentra de un tirón. Sólo una vez pasé por el botiquín del baño sin verla. Fue adrede. Una estúpida rebeldía de chico. Hoy daría, hoy doy la vida por pararme delante y mirar.