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jueves, 29 de noviembre de 2012

Milagros

A Milagros

Llevaba los ojos delineados
enfatizados
castaños 
y negros
la rabia contenida
la gula de ser libre hoy
demarcando
de hoy hasta hoy
la belleza encubierta
por la vida
Llevaba toda una vida desmintiendo
apenas
sin éxito
lo que no puede dejar de ser
nunca
la frescura de ser anterior a todo
la amargura invisible
de tan honda
ontológica
de tan larga
los hombros descubiertos
hermosos
la sonrisa desmedida
sexual
exacta
música en los pies
en la ortografía
sintácticamente es perfecta
Llevaba alegría sin argumentos
desdicha sin verbos
esencia de puta
de flor
de sangre indeseable
bárbara
india mulata mestiza y blanca
Llevaba desprolijidad en el arreglo
y viceversa
el barro anudado en las medias
impecables
esperanza tonta de presente perpetuo
desoídos para el futuro presente
los senos incipientes
hermosos
y llenos
apenas
delincuencia en la lengua
arrogancia
en el silencio
hermoso
desprecio
ternura flotante y sin amo
un cuerpo sin dueño
un anonimato sensual
sexual
y tierno
¿amor?
inmerecido
descomunal
desenfadado
solamente interrumpido
suplantado
por un odio desparejo 
decisivo
similar


domingo, 25 de noviembre de 2012

Yace (versificado)


En la imperfección de su cuarto
de estar vivo a medias,
un cuadrado luminoso le atrajo
para sí la mueca abarcadora
de la oscuridad.
No seremos pobres a costa de ser enfermos,
dijo.
Una vez alguien lo escuchó del cuarto de arriba y le gritó
fuera,
con todo el cariño del mundo.
Se recuerda mal, sí, pero se recuerda.
Su futuro carecerá del pasado
que ahora mismo,
mientras sopla,
destruye en el presente.
Está sentado con la savia
de una flor a cuestas.
Cuesta salir, piensa,
del corazón por la puerta gris
y blanca que da al patio de enfrente.
Cuesta olvidarse de sí y perderse
para siempre en una alegría sin descanso.
Alzará sin paz las manos
ahuecadas luego y quedará
otro sitio menos en donde dejarse blanco.
El último soplo lo dará después,
luego,
justo antes de decir lo cierto.
Su biografía no miente.
Lo que se dice literatura,
a esa la dejó un día,
el 26 de agosto del año 2006.
Aún se acuerda de su último soplo.

Yace


En la imperfección de su cuarto de estar vivo a medias, un cuadrado luminoso le atrajo para sí la mueca abarcadora de la oscuridad. No seremos pobres a costa de ser enfermos, dijo. Una vez alguien lo escuchó del cuarto de arriba y le gritó fuera, con todo el cariño del mundo. Se recuerda mal, sí, pero se recuerda. Su futuro carecerá del pasado que ahora mismo, mientras sopla, destruye en el presente. Está sentado con la savia de una flor a cuestas. Cuesta salir, piensa, del corazón por la puerta gris y blanca que da al patio. Cuesta olvidarse de sí y perderse para siempre en una alegría sin descanso. Alzará las manos ahuecadas luego y quedará otro sitio menos en donde dejarse blanco. El último soplo lo dará después, luego, justo antes de decir lo cierto. Su biografía no miente. Lo que se dice literatura, a esa la dejó un día, el 26 de agosto del año 2006. Aún se acuerda de su último soplo. 

jueves, 22 de noviembre de 2012

El espejismo perdido


Todo esto estaba en blanco antes de empezar. Hace un momento nomás, todo esto estaba en blanco. Alguien tiene que haber frotado la primera chispa, encendido la primera lámpara. Alguien tendrá que hacerse cargo de este reguero de huellas que ya nadie sabe, puede o quiere conducir. Alguien deberá responsabilizarse del desierto perdido. Hace un momento el vacío crecía altivo, alto y virgen como la esperanza. Ya no. Alguien dejo grabadas las manos en el cemento fresco de la nada. Alguien decidió o fue decidido a poner el primer pie del otro lado de la línea de largada de la historia. Y la historia, ahora, ya empezó. En vano será ahora cuestionar el nacimiento, crecimiento y muerte de las flores. En vano la nostalgia de la arena blanca. La melancolía de no haber estado nunca antes. De no haber nacido. Alguien deberá hacerse cargo ahora de todo esto. Alguien deberá refrenar o encauzar las aguas salidas de quién sabe dónde. Todo esto estaba en blanco hace un instante. Alguien fue ensuciando la limpieza blanca, el desierto intacto de manchas que no cesan. El blanco, antes, invitaba a la utopía, a la idea inédita de futuro. El negro, en cambio, dice ahora, que la historia ya está sembrada. Y las primeras semillas darán los árboles, lo sé. Y los árboles atraerán los pájaros. Y los pájaros no respetarán las calles. Y las calles se reproducirán de gente. La palabra, al fin, recorrerá con impunidad todo esto. Todo esto que estaba en blanco hace un momento. Habrá sido un error la primera huella. Todas las demás serán el intento desgarrado, desganado, soberbio, canalla, de desmentirla. 

lunes, 19 de noviembre de 2012

La construcción


A Nora Bonilla Vela

empecemos por ahí,
dicen que dijo Gabriel a los obreros,
después vemos por dónde seguimos.
Es que justo ahí hay una falla,
reclamaron atónitos los obreros.
Por eso,
se resignó Gabriel,
por eso.

Otoño imperdonable


Es el otoño imperdonable,
que viene y se lleva todo.
(María Elena Walsh)


Llamarlo fracaso, pienso, sería confundir los síntomas con la enfermedad, digo, la manzana con el árbol. Fracasar, si al menos queremos ser precisos, es caer, caer además desde cierta altura, recorrer con susto la verticalidad, emprender el descenso con estrépito, con ruido, incluso con asombro. Fracasar es faltar contingente, circunstancialmente a una altura previamente ganada. El fracaso es una pérdida, una resta que se duela. Una quita, una falla, un desarreglo, la parte baja, brusca, de un camino de altura. Llamarlo fracaso, entonces, parece, o bien una falta de precisión, o bien de honestidad, o bien, más aún, creo, de coraje para aceptar para sí un sitio desde el cual la caída es, físicamente, imposible. Lo que ocurrió aquella tarde fue tan evitable, tan contingente como la muerte, que viene sembrada en el cuerpo y que, podríamos decir, en gran medida es el cuerpo. Aquella tarde, por más que nos haya gustado recordarlo así, nada falló. Todo floreció como marca la naturaleza, con sus mecanismos de implacable relojería, como auspiciaba la genética, la misma que me llevó, con convicción de sonámbulo, aquella tarde hacia (porque no fue hasta) vos. Llamar a todo aquello un fracaso es la negación total de la fatalidad, de la marca ígnea que desde que recuerdo llevo grabada en el cuerpo, y que ambos conocimos de siempre. Es cierto. Podría no haber sido un lunes, podría haberse demorado hasta el martes o adelantarse hasta el sábado. Lo cierto es que el otoño no es un fracaso del verano. Es una fatalidad del tiempo que ocurre aunque se emigre o se duerma. No hagamos nacer de nuevo la esperanza. No llamemos caída a la mera germinación inocente de un pasado, en todo caso, si es que a algo necesitamos culpar, culpable. No me niegues. Entendeme sin hojas aún cuando me veas florecido. Aceptarme buenamente, sin lástima, las semillas que llevo en el cuerpo es quererme del todo o no quererme, es desconfiar de la leyenda boba de aquellos dos seres hermosos, nuevos, intactos y buenos, arrojados con culpa, con fracaso, del país inverosímil de las rosas perennes y los altos canteros.

domingo, 11 de noviembre de 2012

El uso de la coma

A Silvia Arias

"La clave para una buena vida suele ser una buena puntuación"


Adolecía de una necesidad abstracta de escribir, de usar las palabras que lo recorrían para cubrir el espanto de estar virgen siempre, para cubrir con polvo lo que el silencio quería derramar con cera. Quería cerrar con gotas las puertas del océano, pulsar una cuerda cualquiera de la guitarra para que algo existiera. La nada sin embargo le avanzaba sin espacios como una sombra blanca por el cuerpo. Le reptaba un secreto vacío sobre el infinito del tiempo. Un solo paraguas había inventado para ese viento. Y cada vez que lo abría como un camello se sentía desierto. Cuánto falta doctor para la cura, dijo una vez en un sueño. Conocía las pausas del silencio. Por eso le entregaba al mundo sus dedos. Sus pastillas, sabía, no dejaban huellas. Su espejismo era un dibujo ordinario sobre tela. Una vibración minúscula en una espera grande de tormenta. Su sueño duraba poco y no era bueno. El uso de la palabra era su puntuación. Su sintaxis de seda. Mataba a los muertos con un revólver de viento. Amaba morir de nunca. Pausaba con voces la íntima quiebra. Sembraba barcos con una coma en el océano.

sábado, 10 de noviembre de 2012

La franja


Reparo sin esperanza en la franja dura entre la foto y la lluvia que no se mueve. Lluvia. Eso muestra o deja ver, o permite, o habilita a creer la foto, pero mi cuerpo resiste seco, intactas las manos y sin mechones negros el pelo. La franja se me hace por momentos tangible, inobjetable, pero no es eso cosa de la foto, creo, ni me es cosa, tampoco, que se me haga en el cuerpo. La franja es el espesor consustancial, pienso, la distancia sólida e insalvable, marca o muestra del fracaso constitutivo de la toma, o del éxito, según se vea. La franja es el vidrio irrompible entre el agua alta y la mano seca abajo, aunque cóncava y deseante como cántaro. No es la lluvia la que cae, pienso, porque el agua en el aire yace quieta. Me pregunto qué vincula la gota detenida en mi retina y en la imagen y el sentimiento seco e ilógico de, sin embargo, estarse mojando. Cuál es la ventana fina o larga que deja pasar por los poros del pasado retenido en geometrías resquicios, esbozo o chispa de una lluvia inalcanzable, quizá irreal. Cuál es el filo que cruza la franja ¿Lo hay? Está en mí, pregunto, en la foto, pregunto de nuevo, entre ambos, digo, afuera de todo, me resigno, y sigo. La verdad es que en mi patio, ahora, también llueve. Estoy seguro de algo. Afuera llueve. La foto está adentro, sobre la mesa. La franja me preserva, me excluye o me contiene. La franja me permite. Pienso en el hombre que un día dejó sentenciado ese tiempo. Me pregunto si le habrá sido necesario o absurdo el paraguas. La foto es nimia. La lluvia afuera también lo es. Lo único franco es la franja. Pero no alcanza. Dejo mi cabeza muerta. Escondida entre los brazos flojos sobre la mesa. Cierro los ojos, respiro y soplo. Hay una cosa insoportable. Es la pregunta por el sentido. 

lunes, 5 de noviembre de 2012

La caída

Cuánta utopía será rota 
y cuánto de imaginación 
cuando a la puerta del Dakota 
las balas derriben a John

(Cita con Ángeles; Silvio Rodríguez)

A valores equidistantes entre la videncia y la ceguera me dirigí, como cada jueves, en la tarde noche, al taller de poesía que coordinaba en el Instituto La Grieta, en la difícil, abstracta ciudad de La Plata.
     (Digo a valores equidistantes de la videncia y la ceguera cuando quizá hubiera podido decir, sin pérdida, con suma simpleza, la palabra intuición. Antes me importaba eso. No ahora.)
     Con alguna intuición, decía, acerca del devenir próximo durante el desarrollo de mi taller de poesía, comencé a salvar la distancia, en este caso de tipo espacial, a pie, entre mi casa y la esquina en donde crecía como un árbol el edificio azul de La Grieta. Llegué antes, solo. Estuve solo incluso durante algunos minutos, con la cabeza progresivamente avanzada, embestida por la crecida lenta pero ancha de un presagio que al fin se produciría y que, creo no estar exagerando, cambiaría mi vida y la suya para siempre.
     Y no creo exagerar porque el presente me queda cerca y se ve sin distorsión. Soy jardinero. Mantengo, detengo el declive o mejoro, según los casos, los verdes patios internos de la Escuela Joaquín V. González de la ciudad y ella cose para afuera. No me quejo. Mi recuerdo es casi neutral, con un dejo de vacío, es cierto. La vida no tiene la culpa. Nosotros tampoco. Con las flores me doy cuenta. Es tan poco lo que pueden hacer ellas para ser rosas o diamelas, jazmines o fresias, verbenas, nomeolvides o margaritas. Nada. Yo puedo regarlas poco o mucho, emprolijarles más o menos sus canteros, aumentarles o disminuirles la ración semanal de fertilizantes, o sacarles con mejor o peor voluntad las hojitas secas o los yuyos que se les acercan y asedian. Pero el resultado es, pensado con alguna exigencia, poco menos que nulo. De todos modos lo hago. Así debe pensar también ella. Cuando remienda la ropa ajena.
     No sin algún difuso presagio, decía, me dirigí como cada jueves hacia mi pequeña aula de La Grieta, alta, por la oblicua perfección de las calles de La Plata. En los momentos que precedieron a la llegada de los asistentes al taller, como ya dije también, fui accedido sin preámbulos ni permisos por una idea aún vaga que tenía que ver con el futuro más inmediato. Ella lo vería. Eso fue lo que pensé. No lo dilato más. Ella lo vería, poco a poco, todo. Sería esa tarde noche. Y así fue.
     Quizá, hoy lo pienso, exagero al pensar aquel lamentable episodio en clave de catástrofe o tragedia. Sin embargo el recuerdo, por más olvido que lleve, siempre viene con algo del sabor que le fue propio en el pasado, y ese sabor fue el de la caída, de la empinada, brutal caída. El pavor flotante del inminente o efectivo derrumbe. Quizá exagero, es cierto. No creo exagerar, en cambio, al atribuirle a aquel día su costado de fatalidad, palabra a la que solamente un creciente pudor ascendente la exime de una imponente mayúscula, como un dintel, en la f inicial.
     Yo no sé qué sentimiento, que convicción ontológica o epidérmica, nos antepone los reparos que nos separan de la palabra fatalidad. ¿No es fatal acaso que la flor crezca o se marchite? ¿Que se moje el pasto cuando llueve o esté seco cuando seca? ¿Que el hilo de seda se rompa (ahora pienso en ella) a determinado punto de tensión o fricción del filo? Es un modo de entender, creo. Deshacerse de esa idea al pensar acerca de la causa de las cosas que nos han dejado en donde estamos es desdeñar la incontestable razón por la que una hoja, cuando hay viento, deja de ser una ínfima pero necesaria porción de árbol para ser la suciedad renovada, ágil, que llevará el barrendero.
     Pero aquella tarde noche no fue la inteligencia lógica y metódica la que me trajo, la que me anunció o previno, quién sabe, un suceso por venir. Fue lo que algunos llaman premonición, presagio, intuición o llamado involuntario. Pero no importa tanto el nombre. Antes sí me importaba eso. No ahora. El hecho es que al aproximarse el ingreso, o al ya estar ingresando ya, no recuerdo bien, los primeros poetas nóveles o aspirantes a eso, en ese momento yo tuve la certeza sin argumento de que ella lo vería, de que lo vería todo, quizá gradualmente, pero que al fin y al cabo sería el arribo definitivo, acaso sin vocación de serlo, al rincón silencioso y escondido al que efectivamente arribó, la llegada franca a ese precipicio celosamente guardado, a ese vértigo vertical, a esa puñalada mutua que, en efecto, nos convirtió la vida para siempre.
     De hecho eso fue lo que ocurrió. Porque no se puede andar de la misma manera antes y después del momento en que a uno le quitan como de asalto esa perla irrecuperable que hacía posible precisamente esa manera de andar previa al asalto. No se puede ni siquiera caminar de la misma manera, estar vestido, hacer gestos o estar dormido de la misma manera. Porque cuando mi llave, digamos, aún abría las puertas que yo bien sabía que abría, mi manera de estar entre las cosas era bien distinta. Y fue ella la que me dejó sin puerta. Yo sé, no obstante, que ella no lo quiso. No lo quiso para mí ni lo quiso para ella. De saberlo, incluso, ella lo habría evitado. Hubiera cerrado la mirada. Hubiese persistido en la farsa de nunca mirarme de cerca. Más aún sabiendo que de una creíble promesa para la poesía local se convertiría, tiempo mediante, en una inadvertida trabajadora de la costura, en el perímetro modesto de su barrio, en las afueras de la ciudad de los poetas. No, no pudo quererlo.
     Pero ocurrió. A pesar de todo, ocurrió. Ocurrió más allá de todas las posibilidades del miedo o la previsión. Más allá de los repetidos, minuciosos recaudos del ocultamiento y la simulación. Más allá del cálculo dilatado y pormenorizado de mi ubicación en la habitación desamueblada que nos servía de aula, de las estrategias largamente practicadas de las posiciones del cuerpo, de los puntos de vista y las modulaciones de la voz, más allá incluso de la lograda actuación del estar sin cálculo, sin premeditación, de la pisada sin huella. Ocurrió.
     Parece ayer pero no lo fue. Ayer yo sembraba ya las semillas de naranjo que darán sombra, Dios mediante, en algún lejano verano y sobre la cual yo ya no me recostaré. Pero tampoco ella. Somos coetáneos y nacimos bajo el mismo signo. No sobrevivirá demasiado al desencanto de haberlo visto todo, al logrado fracaso de haberlo conocido todo, tan de golpe, en un jueves que venía como uno más, en una tarde noche que simuló ser del medio, del centro, y que después ya no hubo.
     Ahora me queda tiempo para pensar en los desperfectos, los desajustes del mecanismo que durante tanto tiempo permitió el ocultamiento y que una tarde falló.  
Pienso en el engranaje, en la trama diestramente urdida por los fantasmas de la vergüenza y el temor a la desolación. Y siempre termino en lo mismo. Fue la fatalidad, digo, esa palabra a la que todavía no me atrevo a encarar con f grande. Una fatalidad desconocida, yo no sé cuál, una lluvia que te trasciende, que no producís y sin embargo te moja, una patada que te dan un día desde algún lugar y que resulta imposible atajar, un gol que te llega de un partido en el que no sabías que estabas jugando. Pero pronto dejo de pensar. Me saco la remera mojada porque hace calor y la piel me transpira. Desnudo le planto azucenas al patio gritón de la escuela. Ya no llevo mecanismos porque mi cuerpo todo lo hace solo. Ando casi sin mente por entre las paredes eruditas de las aulas. Descanso. Un cuerpo me guía. Ella andará, pienso, ahora, sin culpa, con un amplio, excesivo camisón rosa, devolviéndole con indiferencia a un pantalón de gabardina azul de algún vecino la integridad que supo tener mientras ella, tal vez, asistía a un taller de poesía, cada jueves, en la tarde noche, en la oscura esquina adoquinada en donde estuvo, antes, La Grieta.

sábado, 3 de noviembre de 2012

El Benito


Desde lejos se puede oír mi nombre. Es que me llaman. Benito. De cerca puedo ver los alambrados de libros que me desafían, que los guardan, a ellos, que los encierran de mí. Me pusieron obedientemente el ambicioso nombre de Benito y no hicieron mal. Mandaba la Ley. Se protegieron de mí y no hicieron mal. No obstante, pobres, nunca dejaron de recordar que siempre me temieron. Pero ahora puedo oír mi nombre, como un rezo, y puedo ver también la tranquera abierta, de libros, y a mi madre buena que me adora, con comida para mí, su hijo el más pequeño, su amor promesa soy yo. Mi padre ha intentado de todo para salvarse de mí, pobre, pero murió antes. Mis hermanos lo mismo. Bautismos por doquier, iglesias y Santos Padres, todo a caballo y arriba de un tibio cuero de oveja. Pobres mis padres. Ellos que esperaban en mí la reivindicación de sus torpezas. Ellos que me trajeron a la escena del mundo para desmentir de a poco sus humildes pecados de campesinos incultos. Ellos que quisieron para mí los libros y el saber. No hacían mal. Sólo que no se puede tanto decidir. Parece que no se puede burlar la Ley. Ya llevaban brotados de sí otros seis retoños a cuál de todos más bruto. Animales casi, pobres, los otros. En mí se cifraba, silenciosamente, la promesa de la inteligencia docta, el indulto de la sabiduría ínclita y proba. Apenas si ellos mismos lo sabían. Pero no pudieron verlo todo, los pobres. Es que nací séptimo. Nací como mis hermanos varón. Nací, además, en un campo correntino entre chanchos degollados, plantas bajas e indomables y caballos de relincho alto, llamativo y largo. Desde acá la veo a la pobre madre. Viene. Abnegada y sin talento para la resignación. Es que no puede, no quiere saber que algún martes lejano, o viernes, levantaré mi deseo crecido como un aullido alto que asustará hasta la ginebra pensativa o boba de los paisanos del lugar. No necesita, no cree entender que allá lejos en una noche abierta, azul casi, en un monte cercano abrevaré en las aguas de la inmundicia o me dejaré crecer la codicia por el amor más salvaje que pueda en el mundo existir. Mi madre prefiere desconocer, la pobre, la conozco, que cuando en el cielo y en mí se dibuje, espejadamente, una luna como un reloj, mi celo de lobo nuevo olvidará su nombre, su patria, su ternura, su piedad, olvidará mi furia el abecedario inútil y me treparé sin esfuerzo al lomo frío de una loba en celo como yo, que desconoceré su esperanza y sus senos colgados de su cuerpo para mí, su leche tibia y sus manos en gesto amante de caricia, no sabe, pobre, que esquivaré la plata de una bala justiciera, brasa y vidrio, que saltaré, elástico, que me suspenderé en el aire, solo, que se pondrán de pie los pelos de todo el cuerpo, que tendré naturalmente afilados los colmillos ebrios, flamantes, con gula, que no escucharé, como hoy, que soy bebé, mi nombre encarecido, Benito, llamándome, que dejaré el suelo en donde alguna vez fui hombre y me prenderé a la parte yugular de su garganta, y esta vez, pienso ahora que me llama, Benito, y que no puedo olvidarme de la fatalidad del futuro, esta vez, digo, saltaré y le pediré sin reparos en su cuello la sangre que este hermoso cerco de libros no me ha sabido dar.