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lunes, 28 de mayo de 2012

La sospecha de Jack London. Una clase de música.


Las grandes verdades sólo son permeables a la sospecha,
es decir a la literatura.
La certeza es una mera afirmación.

Jack London tiene una sospecha. Y es de orden musical. Que la esencia de un sonido no está en su fundamental sino en sus armónicos. Sospecha más. Sospecha que todos los armónicos audibles o humanamente registrables son muecas falsas, ecos de la superficie. Sospecha que más allá de todos los armónicos audibles o humanamente registrables hay una segunda fundamental. Una primera, quiero decir. Una verdad. Sospecha, sí, que el más lejano de los ecos que resuenan o callan en la boca rota de un arpa es la verdad de ese sonido, su autenticidad, su corazón primario, su esencia.
     Jack London ha dejado escrito, a quien ha querido leerlo, que el mundo audible es un mundo de señas, un mundo de mimos. Un mundo en donde esconder el silencio de un primario horror, un terror fundamental. Toda música, piensa, dice, es un gesto de complicidad con el Gran Silencio que nos calma, que nos mece, que nos deja ir a dormir. El miedo pánico a lo que hace tanto hemos dejado de ser es la explicación de lo que apenas somos. Odiamos las sombras, dice, como odiamos el silencio, piensa, como odiamos el desierto, cree, como odiamos a los monos.
     Jack London sospecha, sólo sospecha, no recrimina ni enseña. Jack London dice, no pregona. Dice que un hermoso la de diapasón es una afinación superflua, es decir, una abismal desafinación, una falla intacta, luminosa, civilizada, cultural.
     Jack London sabe. Jack London se anima a sospechar, por eso sabe. Bucea en la patria de los armónicos y se hunde hasta el límite de lo sonoro para internarse, como en una selva oscura, en la patria del Gran Silencio.
     Jack London presiente, no sospecha. Digo mal. Jack London sabe. Como supo Esquilo, como supo Faulkner, como supo Freud.
     Sus últimas palabras dicen que fueron aullidos.

jueves, 24 de mayo de 2012

Lo real (autobiografía)

Se sentía más antiguo que su propia vida.
(Jack London; El llamado de lo salvaje)

Viví hasta los quince años arriba de un árbol. Francisco Madero. Bajé a los diecinueve a una calle ya sin tierra y leí un libro. Hay cuatro años borrosos en los que sólo recuerdo saltar de día y embriagarme y coger de noche. No fui a la escuela. Sé que Pehuajó no existe. En el año 2000 entré en una casa asfaltada de La Plata de la que salí en el 2006 con un título de Profesor en Letras. Fui músico luego. Parece que fui docente. Escritor. No importa. Tengo un pasado largo, hondo y harto sencillo. Barro. Mi presente es breve, alto e ilusorio. Signos. La única nostalgia que importa no se consigna en esta biografía. 

miércoles, 23 de mayo de 2012

El Evangelio según mi abuelo

Todos los seres viven unos instantes de éxtasis,
que señalan el momento culminante de sus vidas,
el instante supremo de la existencia.
(Jack London; El llamado de lo salvaje)

-         …que cinco centímetros del vello del pubis de una mujer, hijo, pueden más que Dios.
-         No entiendo, abuelo.
-         María Magdalena.
-         Sí.
-         María Magdalena era una mujer hermosa y Jesús tenía treinta años.
-         Sí.
-         Que un hombre hace cualquier cosa con tal de impresionar a una mujer que desea.
-         ¿Por ejemplo?
-         Yo, cuando tenía la edad de Jesús, un poco menos, le hice creer a tu abuela que rezaba cada noche. Esa noche accedió a casarse conmigo.
-         Ah…
-         Lo que te quiero decir no es que Dios no exista. Probablemente sí. Lo que es difícil de creer es esa historia del hijo del carpintero.
-         ¿Y vos qué creés?
-         Creo que a veces el pueblo no miente.
-         ¿Y qué dice el pueblo?
-         Que cuando a un hombre se le abren las puertas bárbaras, no importan los caminos que lo lleven a Roma.
-         ¿Eso dice el pueblo?
-         No. El pueblo lo dice mejor. Dice que dos pelos…
-         Shh!- intercedió la abuela, que escuchaba desde el comedor.
-         El pueblo, y yo, claro, decimos que el bueno de Jesús sacrificó su sagrada sangre para salvar a la humanidad-  dijo el abuelo, que nunca dejó, tarde lo entendí, de ser traccionado por los mismos bueyes. 

lunes, 21 de mayo de 2012

El río que piensa (sobre "La sangre derramada", de María Laura Fernández Berro)


Lejos del río abstracto y mental de Heráclito, el río de María Laura tiembla, se hace barro, remo, sombra, sangre, tierra. Lejos del río apático e insensible del griego, el río de María Laura tiene todas las pasiones adentro. Sufre, goza, late, vibra, huye, duele, se queja, ríe, huele. Lejos del río de Heráclito pero cerca, el río de María Laura, quizá sobre todas las cosas, el río piensa. El río es una lengua de agua que habla pero es también una lava roja que piensa. Y como el río de Heráclito, el río de María Laura, su pensamiento, fluye, cambia, siempre, siempre ya es otro.
     Fundar un espacio, dijo alguien cuando aún era joven, es también fundar una literatura. Y si bien la literatura de María Laura ya había sido hermosamente fundada años atrás, restaba aún ponerle un nombre, darle un color, un sitio a esa poética que, veíamos, se amasaba. Ese nombre es el río. Perdón. Ese nombre es un río. El Río de la Plata, pero también, a no dudarlo, el río de La Plata. Que no es lo mismo. Porque si el libro se toma el trabajo, o el respiro, de dar los nombres propios de una cultura, esos nombres son los de La Plata (la Gran Omisión debe ser leída como homenaje). Las diagonales, las plazas, los museos y los jacarandaes también.
     Pero fundar un espacio, agregaría, es también, si se sabe usar, como lo hizo Saer, como lo hizo Rulfo, como lo hace María Laura, fundar un espacio, digo, es también fundar una lengua. La lengua del río. Es buscarle a los terrones de mundo uno, uno que hable por mí, uno que me piense. Y el río de María Laura habla. Transformándose habla. Haciéndose metáfora de todo habla. El río-escritura, el río-genocidio, el río-aula, el río-mujer. Todo es río. Todo es imperfecto, sucio y movedizo. Todo parece estar y sin embargo. Todo parece quedarse y sin embargo. Todo parece moverse y sin embargo.
     Un río, un libro. Una novela que debe ser incluida (leída a la luz) en la serie de novelas que piensan la dictadura, la escritura, pero también una novela, y esta frase debería llevar tilde, que debiera leerse en la serie de novelas que piensan la vida en el aula, en la escuela quiero decir, y estas novelas no abundan. Una profesora joven aún que no sabe qué hacer con sus clases pero hace, que descree de casi todo pero enseña casi como un rezo, que querría mandar todo a la basura pero representa una obra de teatro con sus alumnos y juega, y los junta. Como se ve: siempre que hay agua espesa, hay un remo.
     La sangre derramada es la tercer obra de ficción de Fernández Berro. Hace unos años nomás abría sus puertas con una novela sorprendente a la que llamó El camino de las hormigas (2005; De la flor). Ya allí aparece otra metáfora de lo mismo que metaforiza el río: el movimiento, la imposibilidad de fijar sentidos, la degradación como esencia, la corrosión incesante como clima. Luego publicó un libro de prosas al que llamó Mujer que viene (2009; Al margen). El movimiento, el devenir, no viene del todo, como vemos, pero se mueve, se anuncia. En ese segundo libro brutal, Fernández Berro usó la tinta para dejarse caer. Es su libro más bestial. Fue su respuesta al llamado de lo salvaje.
     Hace poco apareció en las librerías una nueva novela. Esta vez se llamó La sangre derramada (2011; Babel), y ya sospechamos que este río que no es ni de Saer ni de Heráclito, este río que nació más lúbrico que puro, más descastado (sin casta ni castidad) que confortable, sospechamos que este río que nació con la sensualidad de un cuerpo remando, con viento y deseo arriba, con muertos viejos abajo, este río imperfecto que piensa, suponemos, digo, que este río que nos nada, difícilmente deje ya caer las anclas.


sábado, 19 de mayo de 2012

Adán

Del otro lado del niño hay un hombre, buscándolo.

Hasta qué punto, dijo Adán, quitarme la hoja que me repara.
Hasta qué punto, dijo, quitarme la hoja que me permite.
Hasta qué punto, la hoja que me desnuda.

viernes, 18 de mayo de 2012

El espejo


A Gabriel, que se vio

Nadie mira al espejo. Los pocos que lo han hecho murieron locos, desoídos, confusamente célebres o se hundieron en el mar blanco con la cera de las alas fundida por el sol. Nadie mira al espejo. Miran un gesto, una treta, una mímica, una decisión. Le exigen al espejo una imagen previamente concertada, enuncian frente a él una pregunta falsa cuya respuesta cierta jamás se quedan a escuchar. Nadie se deja en un espejo. Nadie se rinde. Nadie se queda. Los pocos que lo han hecho murieron de horror, de distancia, de estupor, de desnudez, de espesor. El espejo es el lugar de la confirmación, no del espanto. De la brisa suave, no del viento. Quienes quitan los espejos de sus vidas de algún modo se presienten, se intuyen, de algún modo se buscan. Quienes llenan sus paredes con espejos se distraen, se alejan, se ausentan, se evaden, se evitan. Porque hay aguas y aguas, y hay espejos y espejos. La distancia entre ellos es tan brutal como la grieta abierta para siempre entre un hombre y su reflejo en el lago o su sombra. Nadie mira al espejo. Los pocos que lo han hecho han muerto de desierto, de desencanto, de intemperie, de barbarie. Cuenta la leyenda que un muchacho joven, rubio y serrano no hizo otra cosa en su vida que evitar su reflejo. Su eco. Pero una mañana la fatalidad lo sacó del espejismo y lo puso frente a sí. No sabemos qué vio. La flor que dejó, eso todos lo sabemos, está harta de ironía.

martes, 15 de mayo de 2012

Como me voy


A Anna Feuerberg, porque cree

Fue a la sombra venerable de una higuera. Yo me vestí de vos para ser todo lo que quería ser sin mí. Vos te dejaste vestir de mí porque sabías que no eras yo sin vos. No crecía el pasto entre nosotros. Nada. Unos higos nuevos y caídos daban periódico relieve a la planicie. Yo conocí de a poco un cuento de hadas cuyo género no quiero aún develar. Vos me viste cerrar los ojos y partir hacia un lugar antiguo y futuro que no creías más miserable que el sol que de arriba de la planta nos asombraba. No fue un solo pájaro el que nos despertó del miedo. Tampoco del amor. Dale que me quedo sin mí me diste por respuesta y yo no me quise desvestir. Pude sentir las primeras ráfagas de sol adentro. E irse. Pude saber la voluntad de un dios. E irse. Finalmente me quedé más solo que la higuera sobre la piel sensible de nuestras cabezas. Te dejé el corazón pegado a la ropa cuando me fui. Me fui desnudo. Como llegué. Como seguí. Como me voy.

lunes, 14 de mayo de 2012

El salvador


a él, que me dio la soga
a él, que me la quitó

Esto es una confesión. O acaso sea esta una rara muestra de coraje. O una libación. Un sacrificio ofrecido a algún dios.

El asunto es el siguiente. Que a uno le asignan cierto lugar en las vidas ajenas y uno no puede hacer mucho para salir de ahí, en caso de quererlo, en caso de pensar que el lugar asignado no es el correcto o en caso de creer que en efecto es el correcto pero igual rechazarlo. La cosa es que uno es lo que es para algún otro y desde ahí también puede actuar. Salvar o condenar serían los extremos. En el medio todo. Esa fue la reflexión, o esa es ahora la justificación, que me llevó a hacer lo que hice, según pensé, y ya no sé si pienso, con el más cristiano sentido de la ajena salvación.

Porque yo te salvé, hermano, yo te evité el camino de los infiernos cuando te dije que aquel bellísimo poema que me mostraste era no sólo de mal gusto sino carente de todo criterio estético. Yo te corrí del camino férreo que me persigue desde siempre al decirte sin titubeos que aquel texto que parecía provenir de los dioses más perfectos de la medida y la vibrante desmesura era un híbrido insípido cuyo arreglo sería un intento fallido desde el inicio. Yo quise guardarte de gente como yo cuando después de leer aquel último verso increíble que me dejó el cuerpo saturado de sangre emocionada y perpleja levanté la mirada y fingí la cara de la desaprobación más total, auténtica y acongojada. Fui yo quien te salvó, hermano, de gente como yo, fui yo quien te guardó entre otros de mí. De gente que interpone la gloria al consumo suelto del cariño, el respeto al destino inexorable del amor, la palabra a la sangre derramada de la experiencia.

Algún día, hermano, quizás hoy, al leer esto, me detestarás con razón. Yo me quedo vacilando entre el altruismo y la culpa. Usando la palabra de nuevo para decirte otra vez que no vuelvas a intentarlo. Que sos demasiado temprano, demasiado bello, demasiado cuerpo, para detenerte a ser demasiado tarde.

sábado, 12 de mayo de 2012

Libar


Delante de sí pasaba la fauna de una felicidad evidente. Una escena simple de felicidad evidente pasaba como flotando lento delante de sí. Y él era parte de esa escena de felicidad evidente que no dejaba de pasar como una flor de panadero perdido en un solar. Pero no. Algo, como siempre, algo, como siempre ese mismo algo de siempre, ese mismo algo de nunca se interpuso entre la escena y su máscara de actor. Y pasó de actor a cronista. A mero cronista de algo hermoso que no ocurrió. A cronista de una ausencia, de una falla, de una grieta, de una rajadura ancha abierta entre las cosas y las cosas puras de su cuerpo. Sintió bronca. Asco de sí. ¿Era una misión absurda de Dios? ¿Era una venganza de antes de él que lo confinaba a sacar eternamente la lengua para dejar pegadas las sombras muertas de las mariposas? ¿Tan insulso puede ser el destino de un hombre, un mero destino de narrador, de nombrador, de desterrado, de corrido? La escena era evidente. La felicidad como un perfume insoslayable de mujer se le escapó como a pocos. Increíblemente. Era casi imposible no sentir el calor que despedía la simpleza de la escena. Pero no. Algo, un algo crónico ya, un algo perverso ya, un algo insulso, una maldición eterna, lo despedía de la escena y lo sentaba en una butaca a la sombra de todo para contar que una escena de tremenda hermosura había pasado delante de sí y que había pasado al olvido detrás de la niebla larga una lengua sin baba. Una sílaba sin saliva. Un pormenor inflado de la vida. Un par de letras reunidas para que la carne buena huya intacta. Sin dientes. Por qué coger debía ser la medida de todas las cosas, se preguntó, recordando a su abuelo muerto. Por qué el abuelo escribía y no se sentaba a coger. Por qué una lengua absurda, inocua, entumece los lugares en donde debían posarse las manos. Por qué no terminar de una vez. Por qué no librarse. Y libar. Y libar. Y libar. 

jueves, 10 de mayo de 2012

A nadie


El mundo aquel no estaba siendo de nadie observado. A nadie interesaban los pormenores de ese desusado mundo sin nadie. Por allá se movía lentamente la copa lánguida de un eucalipto, por acá se mecía apenas el agua sobria de un estanque, o pasaba un pájaro, o silbaba un junco. A nadie concernían los vaivenes inertes de ese inaudito mundo. A nadie convocaban. Un camino largo de pasto y tierra en el medio del campo yacía cercado sin pena ni orgullo por dos tiras de alambrados flojos. Huellas ajenas presuponían acaso la existencia vieja de un periódico y módico pasado. Para nadie bailaban las hojas. Para nadie sobraban los pastos. El agua que a nadie espejaba. Enteramente solo en el mundo como un dios inédito y primero el murmullo de la nada contra el viento era una ondulación tibia del aire que a nadie llegaba ni de nadie regresaba. Una laguna quieta y un par de patos silbones. Un cielo acostumbrado de sí y un sol cayendo siempre a lo lejos. Nubes desparejas. Un misterio desierto que a nadie subyugaba. Una tierra baldía que para nadie se volaba. El mundo ese de un polvo apenas levantado por un soplo apenas aventado de nadie renegaba, a nadie celebraba. Un hombre solo lo imagina a la distancia. Lo presiente. Lo escribe. Lo siente o lo sabe más real que las teclas que acierta, más real, más cierto que las teclas que no alcanza. Y las yemas que lo aplastan. 

domingo, 6 de mayo de 2012

Un realismo esquizoide o La tercera mano


"Hay una tercera mano que escribe,
lejos de la derecha y de la izquierda,
una mano que las prescinde.”

En la hipotética y poco probable escena en la que un psiquiatra preocupado por la salud mental de un joven de nombre Oliverio recurriera a la realización de un test consistente en la realización de una descripción de la playa de la ciudad que el joven y el doctor tienen en frente, pongamos por caso, Mar del Plata en 1920, y el dibujo verbal resultante del paciente fuera, pongamos por caso, el “Croquis en la arena” que aparece en los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, del tal Oliverio; si esta escena se produjera o se hubiera producido, digo, seguramente el diagnóstico para el joven Oliverio sería la de una “percepción esquizoide de la realidad”. No dirá el médico, pongamos por caso, González, que Oliverio es un esquizofrénico, no, dirá, en cambio, sí, de manera más sutil, que el joven porteño padece de una ligera tendencia a apartarse de la captación habitual o natural de la realidad que observa y representa. Dirá, en suma, el tal González, que su paciente manifiesta una conducta figurativa de tipo esquizoide. Sobre todo cuando ve dados en las casas, dirá, velos de novias en las redes de los pescadores, aprendizajes ambulatorios en las caminatas de marineros borrachos, magia de palomas y magos en los campanarios.
     Claro que de manera algo menos manifiesta pero no menos significativa, cualquier González podría diagnosticar de igual modo a casi toda la historia de la literatura, al menos a casi toda la literatura que vale la pena. Dirá que si bien hay una realidad inicial que se registra e interesa como tal, la ficción la manosea de tal modo que la representación resultante es la de una deformación, es decir, la de un más o menos intenso alejamiento de esa realidad disparadora. Claro que esta distancia está medida respecto de otra percepción llamada “habitual” o “natural” y que bien otros podrían llamar “cultural”, “histórica”, “mediada”, “construida”, “naturalizada”, o meramente “ideológica”. El escritor mira por otras ventanas, dirán, o al menos esa debiera de ser su ética.
     Por eso decir que la derecha escribe mejor que la izquierda o viceversa es decir la misma inexactitud, la misma simpleza. Debiéramos decir, creo, que los mejores textos están escritos, al menos parcialmente, por fuera, corridos o desfasados de cualquier construcción de mundo que anteceda al hombre que mira y por lo tanto al texto que resulta de esa mirada. Un escritor perfecto de izquierda sería alguien que reproduce, que reitera la mirada que ilustran o avalan sus principios. Es decir, un escritor prescindible. Lo mismo para la derecha. Y un escritor no debiera tener principios, al menos en este sentido. Si el texto resultante resulta más o menos funcional para alguna cosmovisión previa del mundo, ese es otro asunto. Pero, en principio, el escritor debiera escribir (y ver) libre del temor de ser subversivo a cualquier edificio ideológico preconstruido del mundo.
     Si González, en vez de ser médico psiquiatra, fuera oftalmólogo, diría que el joven Oliverio adolece de estrabismo, seguramente. Pero González es lo que es y Oliverio también. Entre ellos, es cierto, hay una distancia, una grieta insalvable, una distopía, un abismo. Se llama literatura.
    

jueves, 3 de mayo de 2012

La Santa Cruz


Hacer el amor en un hotel apartado de la ciudad no comporta mayores riesgos. Tampoco hacerlo en el centro duro del monte. Llevar la intimidad bajo techo, o arrimar la barbarie a la barbarie, seamos francos, a nadie sonroja ni subyuga. O es redundante o es superfluo. El tema, como siempre, es la cruz, la Santa Cruz. La avenida hermosa y plana que se cruza allá lejos con la lonja larga y sucia de un viejo pastizal, el cielo limpio y diáfano que se riñe o tiñe con la nube férrea e impura, las vías entre las piedras, la camisa recién planchada sobre el largo sudor, los hijos bastardos. El tema está en el cruce, volvamos a decirlo, en el Medio de la Cruz.
     Cuando Medea llegó a Jasón, cuando Emma llegó a Charles, cuando Jekyll llegó a Hyde, cuando Rimbaud llegó a Rimbaud. El tema es siempre el de la Cruz. Pero no nos vayamos del asunto.
     Hacer el amor a la sombra a nadie convoca ni espanta. La épica es hacerlo en la luz, en el día, debajo del sol. Llevar olor a sexo a las perfumerías, a las niñas de las farmacias, a las peluquerías, a los músculos prolijos de los gimnasios. Contraer el abdomen sin pausa ni cautela en la Plaza de los dos Congresos, en la torre de París, arriba de un reloj inglés. La épica es volverse larva, salirse o volverse de la mariposa, volar a gatas. Allí es donde sigue clavada la Cruz. Allí Jesús fue una vez Jesús. Desnudo y desusado y gritando como pudo un insensato abandono, publicando al tiempo su terrena soledad, difundiendo al aire sus costillas de hambre, deshaciéndose Dios al lado de dos roñosos que sólo ahí fueron también él. Ser o dejarse de joder, esa es la cuestión. Coger a la sombra cogemos todos. Sólo unos pocos lucen la hora exacta y hermosa de su mera y horrible desnudez. Y el grito es el de todos.