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sábado, 21 de septiembre de 2013

Su Majestad

El risible bufón Real consiguió, al fin, por parte del Gran Sabio y Hechicero de la Corte, la concesión de las tres palabras que, bajo enfática promesa de no usarlas jamás, había reclamado con larga insistencia durante tantos años de vida nimia en el Palacio Real.
     Esa misma noche, previsiblemente, el accesorio bufón probó sus dones. El Rey, magnánimo, en su magnífico lecho con dosel, quedó transformado, al cabo de la lenta elocución, en un hermoso y blanco conejo dormido. A su lado, hermosa, dormía sin sobresaltos una plácida liebre que acababa de ser Su Venerable Reina. Y en el Palacio innumerable fue el tiempo de todos. Silentes ranas que fueron rígidos soldados, hidalgos sapos que fueron Guardia Real, rumorosas ardillas y hasta patos silbones que fueron Condes, Duques, altos Príncipes, que quién sabe si conservaban en sus disminuidos cuerpos, de pie en la quieta laguna, los viejos rasgos de Nobleza y vida Real.
     El Gran Sabio y Hechicero de la Corte no esperaba del todo la traición. Pero también a él, inmutable la culta barba, le llegó. Su nueva especie fue denunciada por un breve pero hiriente graznido de ganso que azotó levemente los oídos satisfechos del risible bufón.
     Y ahora sí, dijo para sí el antiguo risible bufón de la Corte, mientras mudaba sus calzados de excesiva punta corva por los enérgicos y puntuales zapatos de Su Majestad, ahora soy el Rey indiscutible de esta granja.

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