Buscar este blog

lunes, 28 de octubre de 2013

Poemas de Perico Remón



VIII

Perico Remón vadea las paredes del tiempo. Pero también sus aberturas. Pasa, sencillamente. Pero también vadea las paredes del cuerpo. Del cuerpo que lo enrolla y del tiempo también de las islas que sin quererlo trasciende. Pasa, apenas. Pero también apenas, se queda. Perico no se traslada más bien fluye. Como el dolor fluye, como una pena vieja. Sólo al frente un río. Al costado un río. Atrás un río. Al lado un río. Adentro un río. Sólo pasa sencillamente. A través de nada. De nada en pos. De nada. Sólo una luz oscura que tiembla sin caerse del todo ni sostenerse firme en nada. Perico Remón lamenta las conclusiones del tiempo. Pero no cree. Viaja.

sábado, 26 de octubre de 2013

Las ruinas de la literatura



Hace tiempo que en las tramas de la red circula una serie de fotografías bajo el estentóreo nombre de Los 40 lugares abandonados más bellos del planeta. Y a pesar del ruido un tanto presuntuoso del título, cabe decir que gran parte de la serie no es para nada ajena a dos de sus promesas: abandono y belleza. Y, revisando la colección, podríamos dar alguna precisión: un antiguo esplendor, un presente deterioro, vale decir, una ruina.
     Una casa abandonada en el desierto de Numidia, con el desierto adentro; un barco abandonado en aguas australianas, en cuyo casco crecen sin orden el óxido y los árboles; una estación de trenes abandonada en Cincinnati, con trenes a medio frenar o a medio partir; un lujoso yate sumergido en las heladas aguas de la Antártida, y otras imágenes por el estilo, con la misma singularidad: la belleza de lo caído.
     Se piensa primero en la fascinación del hombre por la ruina. Cómo es que se puede gozar con la contemplación de un objeto cuya historia no pudo dejar de ser dolorosa. Pero de este interrogante se ingresa a una constatación, que es lo que concierne mejor a estas líneas. La confirmación, en parte caprichosa, por cierto, de que lo que se ha dado en llamar “la literatura occidental”, o peor, “los grandes libros” de Occidente, cosa que no decimos sin culpa pero decimos, la confirmación, decía, de que gran parte de esta tradición textual está construida menos de esplendores que de ruinas. Pasemos lista.
     Notemos primero que el primer recorte lo hace Homero, ya en la puerta de acceso de esta tradición. Notemos que La Ilíada, en palabras del vate, no contará la gran guerra entre troyanos y aqueos sino “la cólera de Aquiles” y sus nefastas secuelas. Es decir, de Aquiles, el de los pies ligeros, del divino Aquiles, importa menos la virtud guerrera que su ira. Vale decir, su costado vulnerable, tan mortal, esa parte del cuerpo que Tetis no logró embeber en aguas milagrosas.
     Y de Ulises algo parecido. El poeta ciego, años más tarde, enciende su cámara justo después de la genialidad del rey lúcido, porque no le interesa su gloria, parece, sino su descenso, tanto, que podríamos decir que la Odisea es la relación de la degradación demorada de un rey en mendigo. Y bien sabemos que su victoria final, su restitución, es la parte más prescindible de la obra, y además dura poco.
    Hay dos grandes libros que parecen, a primera vista, contradecir esta vaga hipótesis de la familiaridad de la literatura con las ruinas. Un libro es político, el otro religioso. El primero de ellos narra la historia de un dudoso héroe que se escapa del fuego griego para fundar Roma. El segundo, el camino ascendente de un poeta guiado por otro hasta llegar al Paraíso. Pero la verdad de los textos es más compleja. De la Eneida, el primero de los libros, nadie recuerda la tibia victoria final de Eneas sobre Turno, rey de los rútulos, pero nos resulta inolvidable, por ejemplo, aquel cuarto libro que relata la tragedia amorosa entre una Reina traicionada y un Príncipe de dios obediente, el suicidio final de la mujer y la triste, resignada partida del héroe. El resto cabe menos en una historia de la literatura que en una de la política. En el caso del libro de Dante sucede algo similar. Todos recordamos los fragmentos en los que aún se narra la derrota, la traición, las miserias. Luego, quizá en el mismo momento en que su guía latino, el lector le suelta la mano. Acaba de entender que el costado más edénico de La Comedia es el Infierno.
     Y la lista es larga. Avancemos unos siglos hasta El Quijote. No son los heroicos libros de caballería los que han pasado a la Historia sino su sátira, su parodia, en fin. Alonso Quijano es una ruina de un pasado glorioso que no existió, o  para decirlo mejor, quizá desde la ética de su lógica, una ruina de sí mismo.
    Y yendo más acá lo tenemos a Kafka, que encuentra a los hombres cuando se vuelven cucaracha; a Borges, que se degrada hasta un sótano argentino para ver a su muerta; a Rulfo, que sólo concibe una ciudad de hombres más o menos muertos; a Faulkner, que relata una nostalgia; a Proust, el de lo perdido, a Joyce, a Conti, a Saer, a Walsh.
    Más allá de los caprichos de quien esto escribe, hay algo que parece incontrastable. La literatura bebe más y mejor un vino envejecido que añejo; festeja, si se me permite, menos el ascenso que la caída. Sus materiales, parece, propende a las ruinas. Claro que con ellas levanta monumentos más que el bronce perennes.

miércoles, 23 de octubre de 2013

El tiempo

a Jorge, que me lo dijo antes

Hay un momento en la vida de todo escritor, en el que se atiende una voz, o un silencio, interior, que le revela que ya no será Borges o Shakespeare. Puede ocurrir en la admiración de una lectura, en los tropiezos de una escritura o en una tarde ajena al oficio. A unos les llega pronto. A otros, vanidosos o tenaces, nos llega un poco tarde. Ese día en que se apaga algo, y lo lamentamos, también algo brota, y calladamente lo celebramos. No sé si llamarlo quietud, salud, o serenidad.

martes, 22 de octubre de 2013

El tiempo del abuelo



Acá se muere el tiempo
había escrito el abuelo en la puerta de entrada
en la tranquera de madera debería decir
del campo
con pintura azul y manuscrita
Acá se muere el tiempo
escribió
arriba en realidad de la tranquera
en una madera sobresalida de acacia
en tinta azul y manuscrita
y entró
quizá para siempre se me ocurre
se me ocurre ahora quiero decir que lo escucho
ahora que le escucho el pensamiento y la sonrisa módica
irónica o gastada
más bien gastada diría y melancólica
descreída quizá
piadosa
ahora que le escucho los pasos altos marrones de vestir
los bolsillos de quinotos mandarinas
ahora que le escucho la frase que no me decía
que no pronunciaba quiero decir
a mí
arriba de la camioneta vieja Ranchero roja
al borde de la tranquera afuera
mirando hacer al abuelo grandote
el sol a medio caer
todo que lo hacía para los demás
todo que lo hacía para quién
para quién todo que lo hacía
me pregunto hoy que lo escucho respirar con íntima rabia
que le escucho el pulso sobre la madera
Acá se muere el tiempo
sin creer lo escucho sin decir una palabra
le escucho la camisa desavenida con el tiempo
la calvicie incongruente con el sauce
la altura agachada incoherente con la camioneta roja deslucida
conmigo
Acá se muere el tiempo
y entró para siempre me digo hoy
cuando no sé siquiera si creerme
no sé siquiera si alterar su historia y hacerlo morir
campesina literariamente en las lagunas de un arreo
o simplemente dejarlo morir como fue
caerse en el guardaganados
quebrarse la pierna
golpearse la nuca contra el hierro
por el que no debían pasar las vacas
o morirse del corazón sin averiguar en qué pensaba el corazón
o aún si pensaba
dejarlo morir en su taller de herrero
detrás de la pileta con moho
con la pinza en los dientes y la vista clavada en un gorrión
dejarlo morir injustamente como un abuelo real
antes de pintar la acacia en tranquera del campo
antes de ir a buscar al taller la pintura incluso
antes de pasarle agua ras a la brocha
porque esa tarde pintaría en la tranquera del campo
una frase inolvidable
o recordable apenas para quien lo vio de cerca
(porque después la madera cayó y se lavó con la primera lluvia)
la sonrisa en el cuerpo largo
de espaldas
los dientes blancos pintados en el borde rendido de la mano
sonriendo a la posteridad que nunca tuvo
haciendo de sí una pirueta
una larga mueca
una fotografía que a veces me dice todo
y a veces no me dice nada

domingo, 20 de octubre de 2013

La noche


para Andrés, que ayuda

La noche es el momento en el que él, ateo, se siente más cerca de Dios

La ciudad donde crece, parcialmente, desaparece

Dios es un punto en el mapa, que ya no existe, por supuesto

La noche adviene desapareciendo gran parte de las crecidas distancias

La ciudad donde se aleja deja, parcialmente, de estar tan lejana en el tiempo

Dios también es un punto en el tiempo, que ya no existe, por supuesto

Es necesaria la noche si uno quiere renovar discretamente la esperanza

No es posible destejer parcialmente la trama de la derrota con las primeras luces del alba

jueves, 17 de octubre de 2013

la lejandad



vivir lejos del deseo
a cuatrocientos cincuenta kilómetros, pongamos por caso,
que hay otro pueblo debajo de este
(lo dijo Haroldo)
de tierra ágrafa
andar incluso a contrapelo del caballo
debajo del caballo
afuera del caballo
pasar una noche de verano afuera
de la noche
del verano
vivir en la reunión
afuera de la intemperie
de la llanura íntima
vivir al lado pero lejos de la distancia

no hay que reír sin ganas
la dicha es iletrada y nada sabe de estas cosas

la felicidad es una cuestión geográfica en definitiva
estar o no estar
asaltarse sin merma o perderse en un robo absurdo

pisar un asfalto definitivo