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jueves, 20 de febrero de 2014

Una historia de la conmoción

Primero una declaración. Los dibujos que a continuación trazo llevan, como sustrato justificatorio, una sospecha. Sospecha nacida y criada, bueno es decirlo, en los barriales de las experiencias propias, en los suburbios de referencias de próximos, en el desierto de intuiciones sobre ajenos. A saber, la literatura como hija de la conmoción. Explico.
     Sobre esto han hablado muchos, mucho y mejor, claro. Yo sólo invito a una precisión de rebordes. A un deslinde y, por qué no, a un leve viraje de perspectiva. No aplico, en el lugar donde digo conmoción, la palabra experiencia. Tampoco la vaguedad de sentimiento. Ni siquiera pensamiento. Aunque todo ello, estimo, probablemente sea en alguna medida partícipe de la instancia creativa, también reparo en que las más de las veces experiencia, sentimiento y pensamiento participan en una suerte de trenzado que resulta en algo que, sin fundamentalismos, podríamos llamar conmoción.
    La experiencia en sí misma, digamos, lo vivido, no posee, creo yo, vocación de representación. Tampoco el sentimiento, que es, al parecer, un estado más que una manifestación, propone, demanda o exige un pase a la verbalización. En cuanto al pensamiento, que sí suponemos fuente de innúmeras páginas vinculadas al saber, a la reflexión, al análisis, por nombrar algunas de sus formas, no, en cambio, resulta fácil de postular como fuerza propulsora de la obra de creación.
    La conmoción, en cambio, es el resultado, la somatización de algunas de las tres nociones anteriores. Defino la conmoción entonces como la reacción anímica, afectiva, emotiva, ante la experiencia, el sentimiento, el pensamiento o ante algún entrecruzamiento posible de estas tres ideas que anoto.
    Dicho esto, insisto. La obra creativa supone, a mi entender, una previa alteración ante lo real. Real que puede estar hecho con la materia con que está hecho el pensamiento, el recuerdo, el avistaje futuro, la premonición o el sueño; real que puede estar hecho con los restos de la impresión, del análisis, del sentimiento, del miedo; real que pueden ser, por supuesto, las cosas mismas. Pero no es lo real, ni siquiera la impresión por él provocada, lo que mueve a la transformación verbal (o cualquier otra, me animo a decir) de dicha cosa. La persona física experimenta un afecto hacia eso que luego, con menor o mayor éxito, traslada, transporta, o exporta (y no dije “traduce”) hacia la hoja. El resultado es otra cosa, cuyo mayor o menor parecido con la cosa es sujeto de otros apuntes, pero en el origen estuvo el sacudón, el resbalón producido por lo real, la embestida interior que llamo aquí conmoción.
    Claro que esto poco tiene que ver con la inmediatez. Casi diría que poco o nada tiene que ver con el tiempo. En todo caso, quizá sí con la memoria. Se me ocurre que la idea de conmoción tiene su extensión por el lado del recuerdo o del almacenamiento de ese recuerdo. El escritor no escribe, no necesariamente escribe, bajo los efectos del aguijón anímico. Sí, creo, merced a la reorganización compleja de él.
    Creo, entonces, que la literatura puede leerse no sólo como una muestra más o menos fiel de lo real, como una recreación más o menos lujosa de una experiencia, como una revelación más o menos clara de una verdad, sino como una organización, más o menos ajustada, de una reacción hacia, para o contra, lo que llamamos, para simplificar, mundo.
     Con lo cual una historia de la literatura es una historia de esa tensión, de esa aspereza, de esa subjetivización entre pasiva y activa del mundo. Leer de este modo la literatura es leer una historia del hombre en vinculación gozosa, dolorosa o tibia con el orbe que lo contiene. La historia de la literatura, digo, sería una historia de la alteración ante el mundo, una historia de esa inocente respuesta a hacia eso que muchas veces, pero muchas veces, es la literatura misma.   

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