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sábado, 1 de marzo de 2014

Balada para el álamo plateado

                                                                                      A Haroldo Conti, en vida

Nací en una tierra equivocada. Esa es una posibilidad. Crecí en dirección fallida, desviada, esa es otra. Las semillitas que me dieron origen, y que sin dudo llevo adentro, adolecían de precariedad, de determinismo, de insuficiencia. También. Alguien debe explicar, alguien debe expiar esta duplicidad.
     Quienes vienen del norte, me llaman álamo verde. Álamo blanco me llaman los que vienen del sur. Del este según la hora me ignoran o me entienden transparente. Del oeste, según el sol, sólo me ven la opacidad. Y siguen.
     Pero el dolor no está en los colores. No es posible, o no lo entiendo, cómo no sea posible, o no se entienda, que mi color no está en la hoja. O mejor dicho en su quietud. Cómo es posible que a nadie se le haya ocurrido verme de cerca, sentarse a ver, verme flotar.
     Es evidente que de ningún punto cardinal puede venir aquel que de verdad desee perder el tiempo en verme. Tampoco desde el aire. Después de todo ir a ver ya me parece una contradicción. Mi experiencia de árbol me dice otra cosa, pero no es a aconsejar a lo que he venido.  Y tampoco sé si en verdad he venido.
     Es evidente, decía, que desde ningún lado nadie puede arrimarse a mi arboricidad. Quizá por mi insignificancia, esa es probable. Pero también porque mi condena, por alguna misteriosa razón, es la fugacidad. Parece cuento, un árbol que habla de movimiento, pero ahí estoy yo, en lo mínimo, pero en el movimiento, en esa inestabilidad.
     Alguien deberá pagar la culpa o me tendrá que acostumbrar. Soy blanco, soy verde, me pregunto, soy doble, nada de eso soy, me interrogo. Y no me respondo, claro. Porque los árboles no saben hablar.    

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