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viernes, 25 de marzo de 2016

Poesía y Verdad


Una idea, lo sabemos, es una emergencia. Una rara emergencia. Y digo emergencia en el sentido de la asunción pero también en el de urgencia o, mejor, en el de la súbita aparición. Y digo rara en el sentido de lo escaso y de lo extraño.
La idea a la que quiero atender es mínima. Es mínima y es consabida, también. Me interesa entonces contar una historia. La historia de la asunción. Y no es vocación narrativa lo que me mueve, más bien deseo enfático de confirmación, de refuerzo de una vieja y ajena argumentación.
La historia es la de las ideas previas que convergieron en esta idea mínima a la que vienen presuntamente a confirmar.
La primera es una anécdota personal. Es un texto en soporte de celular. Un amigo, de una lucidez a veces extrema (y me importa este tema de la lucidez) me escribe lo siguiente. Me dice que sus pensamientos conyugales oscilan entre dos posibilidades de explicación de un presunto fracaso. Una, su “síndrome de alpinista” (refiriéndose a su obstinación en remontar lo imposible); otra, su “equivocación de cama”. Es decir, su padecimiento de “30 años” acusa, o bien una tendencia propia de esfuerzo sisífico por encumbrar una piedra imposible, o bien un error en la elección de mujer, digamos.
La disyunción desde un principio produjo ruido, pero tardé en comprender lo que luego me pareció en un nivel más profundo, sólo (o nada más y nada menos que) una falacia, una seudodisyuntiva. Interrogué: ¿la cosa no se resuelve si suponemos, ya que el modo de pensar psicoanalítico ya nos ha ganado del todo, que la elección de mujer imposible de remontar responde a su síndrome de alpinista? ¿No es que es Sísifo quien elige fatalmente la imposibilidad de la piedra?
Y bien, ya que el psicoanálisis entró en nuestras lógicas, ¿qué hace que un hombre extremadamente lúcido, no detecta la falsedad de la alternativa? Y una respuesta argentina, digamos, si no occidental, sería lo que Freud, y luego sus discípulos, incluido el que volvió a sus textos para fundarse, llamaron “resistencia”. Mecanismo inconsciente por el cual se niega lo que se sabe, digamos, un modo de ocultamiento o negación, para decirlo fácil, una estructura profunda e históricamente sólida evitante de emergencias de verdades posiblemente turbadoras a la superficie. Entonces, un pensamiento, un razonamiento, una lucidez, un intento de acceso a la verdad que encuentra su límite inexpugnable en el inconsciente, o, más precisamente, en su “resistencia”.
Por otro lado, y volviendo a quien volvió magníficamente a Freud, Jacques Lacan, leo en un texto suyo algo que dice como a la pasada (las genialidades parecen tener a veces ese destino rinconero, marginal), porque está tratando otras cuestiones, a saber, que Freud era un ejemplo evidente de cómo quien está meramente en busca de la verdad puede tener un mayor acceso a ella que el especialista. Y alude luego a esa verdad que no viene al caso referir acá.
A quien esto escribe, leyendo esa genialidad del francés, se le vino como por encanto una fijación, a saber, la poesía. La poesía como un discurso que busca “meramente la verdad”, sin ser especialista. Es decir, la poesía –o lo que voy a llamar ahora un poco arbitraria y tautológicamente  poesía- como un discurso despojado de saberes institucionalizados, de marcos regulatorios, de legislaciones mentales, de correcciones políticas, de mandatos culturales, de exigencias ordinales, de requisitos de coherencia o legibilidad. En síntesis, la poesía como una textualidad parcialmente despojada de internas y externas “resistencias”.
Y es ahí donde asomó lo que llamo la idea mínima y repetida. Como un breve tallo de dos árboles nacido. La idea fue la mera adición de un nexo causal entre ambas ideas ajenas. Un porque que vino a confirmar algo que no dejará nunca de ser intuitivo.
La poesía es, por todo lo anteriormente decidido, lucidez menos resistencia.
La poesía puede (acceder a la verdad) porque es lúcida y abjura de resistencias.